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Poderes eclesiales y emergencia social

La complicidad y exquisitez con que el poder trata las inmatriculaciones de la Iglesia contrasta con el libre albedrío con que aborda las situaciones de inseguridad habitacional y energética

Francesc Valls
Una delegación de ERC presenta en Sant Vicenç de Castellet el listado de inmatriculaciones de la Iglesia
Una delegación de ERC presenta en Sant Vicenç de Castellet el listado de inmatriculaciones de la IglesiaERC

La Iglesia católica catalana ha inscrito 3.722 propiedades sin necesidad de acreditar previamente su titularidad y en algunos casos en abierto conflicto con la ciudadanía. En virtud de una ley franquista —generosamente prorrogada en 1998 por José María Aznar hasta 2015—, la jerarquía eclesial pudo inscribir sin otro requisito que el nihil obstat episcopal, en funciones notariales, toda propiedad que considerara suya.

El Departamento de Justicia de la Generalitat, en un acto que le honra, ha decidido hacer público este catálogo de propiedades cuya arbitrariedad feudal choca en algunos casos con los intereses de ayuntamientos y entidades sociales. Para solucionar los litigios, la consejera Ester Capella ha puesto en marcha un servicio de mediación. Lo paradójico del caso es la bonhomía, indulgencia y comprensión con que la derecha en general y buena parte de la izquierda ha aceptado este ejercicio de apropiación eclesial en que el obispo parece haber recobrado funciones propias del Medioevo, en los buenos tiempos de los señores de horca y cuchillo. El caso es que tanto PP como Ciudadanos se negaron en su día a dar a conocer ese catálogo de propiedades que como buque insignia –para quien flaquee de memoria— incluye la muy católica mezquita de Córdoba. Pues bien, si de la derecha se entiende poco tanto oscurantismo clerical, mucho más incomprensible resulta que el PSOE, en su anterior encarnación como breve gobierno en solitario, recurriera a los tribunales para evitar que la ciudadanía conociera el catálogo de nuevas propiedades inmatriculadas por la Iglesia católica.

La casualidad, o tal vez la Divina Providencia, ha querido que este ejercicio de arbitrariedad eclesial —bendecido por el poder civil— haya coincidido en el tiempo con otra historia mucho más prosaica, lega —en el sentido de carente de órdenes clericales— y cotidiana: la de aquellos que se han visto desposeídos de lo más elemental por la crisis y poco acompañados por el poder democrático.

El pasado 23 de julio, la Plataforma de Afectados por la Hipoteca (PAH), la Alianza contra la Pobreza Energética (APE), el Observatorio de Derechos Económicos Sociales y Culturales (DESC) y el Agencia de Salud Pública del Ayuntamiento de Barcelona, entre otros, dieron a conocer un estudio que entre 2017 y 2020 intenta evidenciar los vínculos existentes entre las inseguridades habitacional y de suministros básicos y sus repercusiones en la salud. A través de una encuesta a 415 personas que en los citados años se acercaron a la PAH o a la APE por cuestiones de emergencia habitacional o cortes de servicios como luz, gas o agua, el informe intenta fotografiar una situación con ejemplos como los de Delia, Olga, Wendy, Sandra o Voski. La pobreza tiene el rostro de una mujer que en la mayoría de los casos es la cabeza de una familia monomarental, término que no recoge la RAE pero sí se encarga de normalizar la terca realidad.

Delia, con dos hijos, es un ejemplo de lo que sucede en tiempos de crisis y pandemia. Ya tuvo que hacer dación en pago de su vivienda en 2015. Pactó un alquiler de 250 euros con el fondo Blackstone gracias a la PAH. Pero la Covid-19 la ha dejado sin el trabajo de cuidadora de una persona mayor, por el que cobraba 650 euros al mes. Ahora deberá renovar su contrato de alquiler y no puede hacer frente ni a los suministros básicos.

Wendy, de 48 años, vive con sus dos hijos en el barrio de Trinitat Nova. Fue víctima de un desahucio exprés, a pesar de haber pagado los atrasos de su alquiler. Al final, sin recursos, optó por ocupar una vivienda de Abanca. Estuvo dos años y cuatro meses sin luz. “Bajaba las escaleras cabizbaja, porque sentía que estaba cometiendo un delito”, recuerda. A oscuras, cualquier ruido nocturno la inquietaba. “Mis hijos y yo creíamos que iban a echarnos del piso”. Al final la presión de la PAH logró que la Generalitat comprara la vivienda y fijara un alquiler social. Esa situación de inseguridad pasa factura: el 88,2% de las mujeres encuestadas y el 70,9% de los hombres presentan mala salud mental en una sociedad en que organizaciones como la PAH o la APE hacen tareas de suplencia de los poderes democráticos. El panorama dejado por la crisis es tal que el esfuerzo después de pagar el alquiler deja al 14,8% de los consultados con ingresos negativos, al 23,9% con cero ingresos y al 30% con menos de 400 euros para pasar el mes.

Los tiempos de crisis evidencian el contraste entre la actitud cómplice de los poderes con las inmatriculaciones eclesiásticas y el libre albedrío con que se aproximan a las situaciones de emergencia social.

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