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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

El estado del independentismo

El confinamiento ha servido para acabar con la larga resaca de los dos años posteriores a Octubre del 2017, con efectos crecientes sobre la siempre precaria unidad del independentismo

Josep Ramoneda
Quim Torra i Pere Aragonès a la reunió setmanal del Govern.
Quim Torra i Pere Aragonès a la reunió setmanal del Govern.andreu dalmau (EFE)

¿Qué es del independentismo tras la crisis de la pandemia? Es una pregunta recurrente en las conversaciones de estos días. Y una primera respuesta es que ha estado confinado como todos y que ahora intenta volver a la vida entre sentimientos no muy distintos de los que habitan en la mayoría de ciudadanos: la melancolía de lo que fue antes del gran parón, el desasosiego por lo vivido y la inseguridad de volver a emprender el camino en un escenario cargado de incógnitas. En cualquier caso, el independentismo estaba, está y seguirá estando ahí. El apoyo social sigue existiendo, las expectativas de voto no parece que decaigan, pero hay desconcierto estratégico y un alto nivel de confusión en el espacio político independentista.

Es evidente que la pandemia cambió prioridades y urgencias. El propio presidente Torra, al modo de la mayoría de gobernantes del entorno, repitió una y mil veces que la única prioridad era salvar vidas. El independentismo como proyecto quedó confinado, como lo quedó el programa del nuevo Gobierno de izquierdas en España. Simplemente operaba como runrún ideológico de acompañamiento de la acción política, aunque solo fuera para mantener viva la fe de los creyentes. Y así la política de comunicación de Torra se construyó sobre la fabulación de una estrategia alternativa y más eficiente que la del Gobierno español, que era un brindis al sol porque no tenía opción de someterla a la prueba de la práctica.

Pero, al mismo tiempo, el confinamiento ha servido para acabar con la larga resaca de los dos años posteriores a Octubre del 2017, con efectos crecientes sobre la siempre precaria unidad del independentismo. Cada vez son más los que ahora asumen que el 1 de octubre fue un punto de partida y no de llegada como se quiso interpretar entonces. Se pretendió llevar el proceso hasta su destino y acabó en desbandada. Si se hubieran limitado a capitalizar el éxito de movilización conseguido (revalorizado por los excesos represivos del Gobierno español), se habrían evitado las consecuencias de entrar en una dinámica de confrontación inmediata que era inviable, con las consecuencias que todos conocemos.

La traducción de todo ello en el momento presente es el desacuerdo estratégico entre los principales actores del independentismo, entre los que todavía insisten en la vía unilateral y los que apuestan por una carrera de fondo, sabedores de que en estos momentos la autodeterminación no está en el orden del día. Y así emerge la división tanto en el interior del magma llamado Junts per Catalunya como entre este y Esquerra Republicana, en un contexto en que la crisis sanitaria, económica, social y educativa ha colocado en un segundo plano al proyecto independentista. Si a ello le añadimos que también Puigdemont, el liderazgo que aguanta la precaria unidad de JxCat, ha sufrido el confinamiento, con mucha menos presencia mediática, y que después de dos años ya se sabe perfectamente que poco se puede esperar de Europa, el independentismo se encuentra, como todo, en reconstrucción, “represa” diría Torra, en la perspectiva de unas elecciones que deberán dar la medida de su estado actual.

De modo que la atención se centra en el reparto definitivo de la herencia del pujolismo. Dotando a Cataluña de instrumentos básicos para la conciencia nacional, dando a amplios espacios de las clases medias un discurso nacionalista referencial y creando un poderoso sistema clientelar y de articulación territorial a través de los municipios, Pujol agrupó al catalanismo, en una mezcla de nacionalismo convencional, pragmatismo económico y retórica social cristiana. Al asumir esa herencia, Artur Mas introdujo dos factores: el neoliberalismo y la independencia, ajenos a la tradición pujolista. Y a partir de ahí el espacio fue mutando. El procés y la famosa confesión de Pujol hicieron el resto. Algunos democristianos y nacionalistas moderados se desmarcaron y quedaron en la sombra, el PDeCAT resistió apoyado en su poder sobre el territorio y Puigdemont añadió siglas y movimientos para sumar e impedir la hegemonía de Esquerra Republicana. Resultado: JxCat en proceso de descomposición y recomposición, que ahora mismo solo se sostiene por la imagen de Puigdemont, centra hoy la actualidad soberanista. La evolución de este espacio ante las elecciones marcará el futuro del independentismo, que sigue estando ahí.

En cualquier caso, si realmente en el Gobierno español hay voluntad de encauzar políticamente la cuestión, resolver la injusta situación de los presos independentistas aparece como una condición sine qua non.

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