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2000: El año que aceleró el fin de ETA

La banda extremó la socialización del sufrimiento, provocó la permanencia de la movilización contra ella y la ilegalización de su brazo político

Manifestación el 26 de febrero del 2000 en repulsa por el asesinato del líder del PSE-PSOE Fernando Buesa por ETA.
Manifestación el 26 de febrero del 2000 en repulsa por el asesinato del líder del PSE-PSOE Fernando Buesa por ETA.Santos Cirilo
Luis R. Aizpeolea

Se cumple el 25º aniversario del año que aceleró el fin de ETA. El 22 de febrero del 2000, la banda terrorista retomó los asesinatos de políticos no nacionalistas al matar al exvicelehendakari y portavoz socialista en el Parlamento vasco, Fernando Buesa, y a su escolta, Jorge Díez. Ese año, ETA extremó su estrategia de “socialización del sufrimiento” —iniciada en 1994 con la llamada ponencia Oldartzen—, al asesinar, además de policías y militares, a magistrados, periodistas, empresarios y hasta ocho políticos. Su impacto social y mediático convirtió en permanente la movilización contra ella. Una síntesis que, según el catedrático de Historia Contemporánea de la UPV, Luis Castells, hace del 2000 un año clave. Ese periodo tan “dramático” reforzó la idea de José Luis Rodríguez Zapatero —que en julio de 2000 fue elegido secretario general del PSOE, y cuatro años después llegó a la presidencia del Gobierno— de “priorizar el fin de la violencia”, promoviendo el pacto antiterrorista que sacaba la lucha contra ETA de la contienda entre los partidos.

El asesinato de políticos lo inició ETA en 1995 con el concejal donostiarra del PP, Gregorio Ordóñez. Siguió con el socialista Fernando Múgica, con dos concejales del PP en 1997 y otros tres del PP y uno de UPN en 1998. Desde mayo de 1998, ETA no había asesinado por la tregua de Estella o Lizarra, en cuyo ámbito el Gobierno de Aznar abrió un diálogo con la organización terrorista, que rompió en enero de 2000 con el asesinato en Madrid del teniente coronel Pedro Antonio Blanco.

En el año 2000, ETA asesinó a 23 personas, la mayor cifra desde 1992, que bajaría notablemente en años sucesivos hasta su cese en 2011. Pero, además, exacerbó su campaña de “socialización del sufrimiento” al asesinar, además de una figura emblemática como Buesa, al ex gobernador civil de Gipuzkoa, el socialista Juan María Jáuregui; al exministro socialista Ernest Lluch y los concejales del PP Jesús María Pedrosa (Durango), José María Martín Carpena (Málaga), Manuel Indiano (Zumarraga), José Luis Ruiz Casado (Sant Adrià de Besòs) y Francisco Cano (Terrassa). Hasta ocho. Nunca mató ETA a tantos políticos y con tanto relieve social como en el 2000. Otro de los mejores historiadores vascos, Antonio Rivera, lo denomina como el “año de los magnicidios”.

Castells lo inscribe en la estrategia que ETA adoptó tras la detención de su cúpula en Bidart (Francia) en 1992. “ETA se sintió debilitada y emprendió una huida hacia adelante. Quiso compensar su debilidad extendiendo sus atentados a sectores con mayor impacto social”. ETA expandió, como nunca, en el 2000, el asesinato de figuras relevantes de diversos ámbitos sociales. Además de políticos, asesinó a un periodista, José Luis López de Lacalle y a un líder empresarial próximo al PNV, José María Korta. Fracasó en su intento de asesinar al intelectual socialista José Ramón Recalde y a los periodistas Aurora Intxausti, de EL PAÍS, Juan Palomo, Carlos Herrera y Luis de Olmo.

La banda terrorista, señala Castells, cruzó otra línea roja en 2000: el asesinato de destacados antifranquistas, algunos de los cuales fueron encarcelados durante la dictadura, como Lluch, Jáuregi, López de Lacalle, Buesa y el atentado contra Recalde. “Todas las víctimas son iguales. Pero su impacto social no es igual si la víctima es un representante elegido con una trayectoria democrática reconocida. Se creó un germen movilizador con el asesinato de Ordóñez en 1995, con hitos posteriores como el del expresidente del Tribunal Constitucional, Francisco Tomás y Valiente en Madrid en 1996, el de Miguel Ángel Blanco en Ermua en 1997 sin olvidar la crueldad de los secuestros prolongados de los empresarios Julio Iglesias Zamora, José María Aldaya y el funcionario de prisiones José Manuel Ortega Lara hasta el gran estallido en 2000″, señala Castells.

Las movilizaciones fueron permanentes en 2000. El intento de asesinato de Recalde en septiembre provocó una manifestación histórica en San Sebastián, como la de Buesa en Vitoria, o la de Lluch en Barcelona en octubre. También alcanzó hasta 80.000 asistentes la manifestación en Vitoria por el asesinato del funcionario de prisiones Máximo Casado así como las de los concejales. La solidaridad se extendió a los guardias civiles.

Castells resalta la contradicción que vivían los políticos amenazados por ETA. “Decían ‘somos más en la calle, pero con más miedo’. La sensación de desolación era absoluta. No percibían que asistíamos a los últimos coletazos de ETA”. ETA nunca más alcanzó los 23 asesinatos de 2000. En 2001 bajó a 15 y desde entonces, en los 10 años transcurridos hasta el cese definitivo del terrorismo en 2011, asesinó a 19 personas. Paralelamente, sus dirigentes fueron detenidos, cada vez con plazo más cortos, durante la primera década de los 2000: Javier García Gaztelu, Txapote; Ibon Fernández Iradi, Susper; Mikel Albisu, Antza; Javier López, Thierry; Garikoitz Aspiazu, Txeroki

El historiador de la UPV subraya que Batasuna era consciente de su debilidad. En las elecciones vascas de 2001 pasó de ser el segundo partido al cuarto con un 10,12%. El rechazo al terrorismo se extendió entre sus filas y sufrió una escisión: Aralar, liderada por Patxi Zabaleta. Un estudio del Euskobarómetro de 2008 concluía que entre 1995 y 2007 el apoyo total a ETA desde la izquierda abertzale bajó del 20% al 2% y su justificación crítica del 34% al 8%. Factor clave en su debilitamiento fue la respuesta política que tuvo su campaña criminal con la suscripción del pacto antiterrorista, en diciembre de 2000, entre PSOE Y PP, y que culminó con la ilegalización de Batasuna y la apertura de un proceso interno de reflexión.

José Luis Rodríguez Zapatero, recién elegido secretario general del PSOE, propuso el pacto antiterrorista al presidente Aznar, en julio de 2000, en la capilla ardiente del ex gobernador civil de Gipuzkoa, Jáuregi. Aznar se desentendió, pero tras el clamor favorable a la unidad contra el terrorismo en la enorme manifestación en Barcelona por el asesinato de Lluch, en octubre, decidió negociarlo. Su promotor, Zapatero, señala, 25 años después, los dos objetivos esenciales: “Elevar a la máxima categoría el consenso por la libertad y subrayar que el fin de la violencia era mi prioridad”.

El pacto comprometía al PP y PSOE a sacar el terrorismo del debate partidista e impedir que ETA lograra sus objetivos políticos. Zapatero resalta que “fue un paso importante para que ETA asumiera que nunca lograría sus objetivos y que solo la política cabe en una sociedad civilizada”. Lo que su ministro del Interior, Alfredo Pérez Rubalcaba, tradujo en un reto a Batasuna: “O votos o bombas”.

La izquierda abertzale respondió con los votos. Castells recoge las palabras de uno de sus líderes, Rufi Etxeberria: “El ciclo de la lucha armada se ha cerrado” y “no contemplamos otro escenario que no sea disponer de un marco legal para las elecciones”. Lo materializó en febrero de 2011 con Sortu, en cuyos estatutos rechazaba el terrorismo. El Tribunal Constitucional la legalizó por seis votos contra cinco. Castells subraya cómo su debilitamiento y su ilegalización previa obligó al abertzalismo a desmarcarse del terror.

Zapatero, tras resaltar que España lleva 14 años sin violencia política tras dos siglos ininterrumpidos de padecerla, subraya que la clave última y decisiva, aunque no única, fue el diálogo para encarar la política exclusivamente por medios pacíficos, a la vez que se inició un “proceso lento de reconciliación que quizás tarde aún mucho tiempo en ser definitivo”.

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