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LATINOAMÉRICA
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Una región entre nosotras

Nuestras historias son diferentes, pero son la misma, la historia de resistencia de nuestros territorios asolados por la violencia racista, clasista, militar y patriarcal; de allí venimos, por eso sabemos qué hay que hacer para aguantar

Manifestantes ondean una bandera colombiana durante una manifestación en Madrid contra la violencia en su país.
Manifestantes ondean una bandera colombiana durante una manifestación en Madrid contra la violencia en su país.Marcos del Mazo (LightRocket via Getty Images)

Faltaba un mes para las elecciones generales de España en 2023 y yo acababa de cumplir dos años viviendo en este país. Mi migración, podría decirse, no fue voluntaria. Por mi oficio periodístico recibí amenazas en Colombia y Reporteros Sin Fronteras me ayudó a salir de allí y a buscar refugio en Madrid. Así aterricé en Europa y, con relativa suerte, empecé a adaptarme al escenario español, famoso no precisamente por ser amable con el migrante. Pero, como dije, lo llevaba bien. Hasta ese junio de 2023, cuando dos hombres desconocidos, en dos lugares distintos y con 15 días de diferencia, al escuchar mi acento, me gritaron “sudaka”. Uno, borracho, agregó: “Como me digas algo te parto la cara”; el otro, sobrio, me exigió devolverme a mi país. Ambas situaciones me lastimaron, pero la herida real vino después. Cuando conté los hechos a diferentes amigas españolas, visiblemente angustiadas por mí y después de lamentar mi experiencia, casi todas repitieron la misma frase: “Pero tan raro, si tú no pareces latina”.

¿Qué es ser latina en España? ¿Cómo debe actuar una persona latina? ¿Cuáles, se supone, deben ser sus rasgos, su personalidad y el color de su piel? ¿Debemos ir de ruana, llevar trenzas, hablar quechua? Ya quisiera yo hablar en lenguas quechuas, pero me llegó el destierro antes de tener la oportunidad. La herida migrante estaba abierta y le acababan de echar sal. Cuando conté los hechos a mis amigas latinoamericanas, también hubo una reacción común: querían romperlo todo, protestar, salir a recordarle al blanco que lo conocimos a partir del saqueo. Pero somos latinas, antes de la furia está el cuidado; querían sanarme, arroparme y sobre todo alimentarme, el alimento de nuestros pueblos como política de cuidados. Mi amiga salvadoreña me llevó a comer a una pupusería cercana al Museo Reina Sofía, la peruana me preparó un tiradito en su casa, la venezola me llevó a comer cachapas cerca al metro de Tribunal, y la mexicana me dijo: “No hay tristeza que no cure un encebollado ecuatoriano del Mercado de los Mostenses”, y allá fuimos a dejar el llanto.

Nuestras historias son diferentes, pero son la misma, la historia de resistencia de nuestros territorios asolados por la violencia racista, clasista, militar y patriarcal; de allí venimos, por eso sabemos qué hay que hacer para aguantar.

El destierro me trajo a España, pero si no hubiera salido de Colombia no sabría lo que hoy sé de Cuba, de Perú, de Nicaragua, Guatemala y El Salvador, de México y de Argentina, de Brasil, Ecuador y de Chile. Una Latinoamérica enorme se cobija en Madrid. En su poema Exilio, la poeta venezolana Yolanda Pantin escribió: “Ustedes perdieron un país dentro de ustedes”. Yo perdí un país dentro de mí y con él sentí que se me fue la vida, pero entre calles madrileñas encontré el calor de una región, una de miles, una América Latina, como dijo Eduardo Galeano, “la región de las venas abiertas”. El aire que necesita la herida para curar. Y gracias a ella, ahora lo aprendí a decir en quechua: Sonjoi chinkaininmantam kausarini: He vuelto a nacer, aunque tenía muerto el corazón.

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