La acogida de menores en Canarias: radiografía de un colapso
Hacinamiento, niños ociosos durante meses, denuncias de malos tratos y falta de profesionales: la saturación del sistema de acogida de menores en las islas lo empuja al descontrol
Desde que se bajó del cayuco hace nueve meses, Sam, un joven senegalés que vive en un centro de menores de Tenerife, sigue la misma frustrante rutina. Se despierta sobre las nueve con el zarandeo de los educadores, desayuna y sale a la calle a sentarse en una acera bajo el sol. En el polígono donde vive no se puede hacer mucho —cerca solo hay un cuartel, un supermercado, un gimnasio y almacenes— así que se tira en el suelo con otros chicos a escuchar música y ver vídeos de Tik Tok. A la hora de la comida, Sam vuelve hastiado al centro y, tras el almuerzo, regresa a la calzada hasta la hora de la cena. Cuando cae la noche arrastra los pies hasta su dormitorio, un salón de actos inundado de camas en las que se acuestan unos 200 niños y adolescentes. Las literas están tan juntas que entre ellas solo se puede circular de perfil. Así desde hace casi 300 días.
El lugar, un centro para la cría y entrenamiento de palomas reconvertido en almacén de niños, “no es un sitio apto para mantener un número tan alto de menores”, afirman fuentes fiscales. Pero el Gobierno de Canarias, con 80 espacios de acogida abiertos, no tiene alternativas. “No me siento cómodo en el centro, por eso siempre estoy aquí sentado, en la calle”, cuenta Sam que, por temor a represalias, pide que no se publique su verdadero nombre. “Mi madre me pregunta si estoy estudiando, si hago algo, si estoy bien y yo le miento para que esté tranquila porque llevo aquí encerrado nueve meses sin hacer absolutamente nada”, explica. “No me esperaba que me fuesen a tratar así”. Sam asegura tener 24 años, aunque no los aparenta. Parece más una estrategia para irse: “Soy mayor, quiero que me saquen de aquí”.
Canarias lleva años desbordada con el desembarco de menores que viajan solos en los cayucos, pero desde octubre la situación roza el colapso. Según el Gobierno canario, que debe asumir su tutela, las islas acogen a unos 5.600 niños y adolescentes, cuando su capacidad máxima estaría en 2.000. En los últimos 18 meses, las islas han recibido a la mitad de todos los menores extranjeros sin referentes familiares que han llegado a España. Y dicen las autoridades canarias —aunque no está claro en qué datos se basa— que se esperan hasta 11.000 más antes de que acabe el año. “No podemos seguir haciendo esto solos”, reclama la directora general de Protección a la Infancia y las Familias, Juana de la Rosa. “A pesar del esfuerzo del Gobierno canario y de muchos profesionales, es imposible garantizar los derechos de la infancia con tales niveles de saturación”, explica la experta en Migración de Unicef, Sara Collantes. “La gran paradoja es que un sistema que está para protegerles termina generando desprotección”, añade.
El colapso ha traído descontrol y problemas. Algunos han acabado saltando a los medios, como las escandalosas condiciones en las que vivían medio centenar de niños en un centro de Lanzarote que la Fiscalía mandó cerrar, pero que sigue abierto porque no hay otro lugar donde alojarlos. Otras cuestiones, como el hacinamiento, la falta de formación y actividades para los niños, la contratación de educadores sin formación, la falta de personal o los malos tratos contra los menores, permanecen invisibles. “Los chavales están desmotivados”, relata un trabajador social de un recurso de acogida a las afueras de la capital grancanaria. “Y es lógico, se pasan la mayor parte del día en el centro sin hacer nada. Menos de la mitad de los que tenemos están escolarizados”, asegura.
Los niños también están sin documentar. Desde octubre, se han grabado en el sistema a casi 3.900 menores, el paso previo a la tramitación de su residencia, según datos internos a los que ha tenido acceso EL PAÍS. Pero solo se han resuelto unas 300 porque el Gobierno de Canarias no da abasto para presentar la documentación necesaria para legalizar la situación de los niños, según explican fuentes de la Administración. El Ejecutivo canario confirma este tapón, debido, explica, a los problemas para recabar la documentación a través de los consulados y embajadas. Para remediarlo, ha puesto en marcha un plan de choque.
El enredo político
En mitad de lo que una fiscal llama “situación de guerra”, los menores migrantes en Canarias han irrumpido en la política nacional. El presidente canario, Fernando Clavijo, ha pactado con el Gobierno un cambio legislativo para que se imponga el reparto obligatorio de niños por todas las comunidades autónomas, pero la negociación para lograr que salga adelante en el Congreso es un campo de minas. Vox se niega, Junts tiende al no y todo depende del PP.
Varios barones populares muestran sus reticencias y, mientras Alberto Núñez Feijóo endurece su discurso frente a la inmigración, Canarias —cogobernada por el PP— y Ceuta y Melilla —gobernadas por los populares— piden solidaridad. El Gobierno central aspira a que el cambio legislativo llegue al Parlamento en el último pleno de julio, pero el desenlace de esa votación está en el aire. Mientras tanto, miles de chicos —entre ellos más de un millar de refugiados malienses huidos del conflicto en su país— viven en un limbo. Sin ir al instituto, sin cursos, sin papeles, a veces, sin un espacio digno. El Gobierno de Canarias llegó a pedir hasta tres cuarteles, pero el Ministerio de Defensa se los negó, así que la opción ahora es instalar carpas en los muelles.
Diez turnos para comer
“Yo no puedo tener a 100 niños durmiendo en colchones en el suelo. En un centro con cabida para 20 tuve 200″, cuenta una extrabajadora de un centro de menores que abandonó el trabajo superada por las circunstancias. “Es un caos. Uno de los motivos por los que decidí irme fue la avalancha de octubre, cuando nos vimos con 200 niños bañándose con una manguera porque en el centro solo había dos baños. Teníamos que organizar 10 turnos para comer porque en el comedor solo nos cabían 20″, recuerda.
Esta extrabajadora, que habla bajo condición de anonimato, detalla, entre otras cosas, descontrol en el dinero por parte de las entidades que gestionan los centros —un juzgado ya investiga a una de ellas por un supuesto desvío de 12 millones de euros— y el maltrato de algunos educadores contra los chavales. La mujer relata así una de las escenas que más le marcó en su tiempo en el centro, un episodio que denunció a sus superiores, sin que, asegura, hubiese consecuencias: “Fue con un senegalés de 17 años, que se negó a hacer el turno de limpieza. Le dije: ‘Vale, pues tú hoy no sales hasta que lo hagas’. Y el chico, pues tendría un mal día, no lo sé, pero se puso a gritarme y me insultó. Lo contuvimos y se tranquilizó, pero vino un educador y se lo llevó al despacho. Pegó su frente a la del chaval y le llamó de todo: escoria, hijo de puta, le amenazó con mandarlo a su país… El chico se meó encima”.
La habitación del pánico
Las quejas por maltrato, que raramente se formalizan por el miedo de los chicos a denunciar, no son generalizadas, pero tampoco raras. En un parque del Puerto de la Cruz, en el norte de Tenerife, a unos cientos de metros del hotel donde llevan casi un año alojados, seis adolescentes gambianos hablan de una habitación de aislamiento en la que les han encerrado varias veces. “Lo normal son tres días, pero hay quien ha estado hasta una semana”, aseguran. La 501 es su habitación del pánico, dicen. Demba, nombre ficticio de un gambiano de 15 años que desembarcó el pasado mes de agosto en Tenerife, cuenta haber pasado dos veces por ese cuarto.
“No necesitan una razón para castigarte. Primero te llevan a un despacho y dos o tres educadores te pegan por todas partes”, cuenta en relación con sus responsables a los que describe como hombres grandes “con brazos fuertes y tatuados”. El adolescente mantiene que tras los golpes le encerraron tres días, en dos ocasiones distintas. “Te quitan el móvil y tienes un monitor vigilándote 24 horas. No puedes hacer nada más que sentarte o tumbarte. A la hora de comer te dan una bandeja y comes en la misma cama. Yo dormía, no podía hacer otra cosa”, recuerda. Sus amigos, enrabietados, cuentan escenas parecidas de violencia que se suman a que llevan meses mano sobre mano: su única actividad en estos meses han sido unas clases de español.
La violencia pasa desapercibida en un sistema saturado. Dos extrabajadores del centro donde se hacina Sam entre literas atribuyen los malos tratos al perfil de cuidadores que algunas entidades contratan para lidiar con los niños. “Allí hay de todo menos educadores, hay una falta de formación total. Meten a porteros de discoteca para intimidar a los chicos”, lamenta una mediadora que pasó allí dos meses. La mujer recuerda un episodio concreto: “Había un chico que no se quería bañar y los educadores forcejearon con él. Le dieron una patada y el chiquillo, gritando, se cayó y se dio un golpe en la cabeza. Me ofrecí a acompañarle para denunciar, pero me dijo que tenía todas las de perder porque no tenía papeles. Tienen miedo”, dice. “Yo he visto cómo han agarrado a un chico haciéndole un mataleón [una llave con la que se estrangula por la espalda a una persona] hasta desmayarlo”, interviene el otro extrabajador. “Casi todos los días había que separar a los educadores de los menores”, añade.
Fuentes de la Fiscalía confirman que tienen conocimiento del “comportamiento inadecuado” contra los menores en estos dos últimos centros y se están averiguando los hechos. La entidad que gestiona estas instalaciones afirma que “todo es incierto”, que los “extrabajadores resentidos suelen inventar estas cosas”. Tras ofrecer esas explicaciones, un responsable de ese centro insultó a esta periodista. Las denuncias que acaban formalizándose de forma más recurrente son las de los educadores contra los tutelados: en lo que va de 2024 se han registrado una veintena por agresiones por parte de los menores, según fuentes policiales.
Falta personal
Los problemas con el personal constituyen uno de los principales desafíos de esta crisis. En una reciente reunión en la que los responsables de Infancia de las islas explicaron la situación de emergencia a varios interlocutores estatales y del tercer sector se oyeron frases como estas, según algunos de los presentes: “Existe una necesidad importante de profesionales con idiomas”, “hay mucho personal de baja, personal agotado, personal que lleva dos años sin vacaciones”, “hay altísima rotación de profesionales en los centros de acogida”, “se necesitan administrativos, psicólogos, trabajadores sociales y estadísticos…”.
Los trabajadores se sienten frustrados, estresados, sobrepasados y, en algunos casos, amenazados por los menores más problemáticos. “El problema es que somos apenas dos personas para gestionar a 60 niños”, reclama un trabajador de un centro en el sur de Gran Canaria. El educador, que pide anonimato para no perder su trabajo, atiende la llamada de EL PAÍS a las nueve de la mañana, tras acabar un turno de fin de semana de 38 horas. “Ha sido un fin de semana muy duro”, relata. “Tenemos un furgón para llevarlos de excursión, pero han tenido que caminar más de una hora ida y vuelta porque no podemos llevarlos y dejar el centro desatendido. Incluso se produjo un altercado entre dos chavales por un jersey y tuvimos que llamar a la policía, porque no damos abasto”, explica. Y sentencia: “Entiendo perfectamente lo que se ha contado sobre un centro de Lanzarote. Aquí estamos igual. Si viene una inspección, nos cierran”.
Los recursos económicos tampoco alcanzan. El Gobierno de Canarias solo ha recibido 50 millones de euros del Estado, cuando necesitan 90 para acabar 2024. Gasta 13,5 millones de euros mensuales, a razón de 90 por día y menor, que entrega a entidades que se ocupan de la acogida.
Varios fiscales consultados por este periódico destacan que, a pesar de la sobreocupación, hay menos incidentes de lo que cabría esperar. “Hay centros que trabajan muy bien”, señalan. “El problema es mantener tanto tiempo espacios que se abrieron para la emergencia. Es en esos centros donde se ven más incidencias”, explican.
Por segundo día consecutivo, EL PAÍS vuelve a encontrarse con Sam. Está de nuevo en la calle, tumbado al sol. Se le ve de peor humor. “Harto”, dice. Su amigo Abdou (nombre ficticio), que siempre va con él, tampoco ayuda a levantar el ánimo. “No puedo más”, explica.
Abdou es otro ejemplo del fallo del sistema porque, según el documento que enseña, es un hombre de 30 años. Abdou, de brazos enormes y perilla, dice estar casado y muestra en su móvil la foto de sus dos hijos, de cinco y seis años. Cuenta también que era camionero en Senegal. Está lejos de ser un niño y pone de manifiesto que la convivencia entre menores y adultos lleva años siendo una constante —en 2022 se dio un caso de un señor de 46 años atrapado en un centro de menores de El Hierro durante meses— y no termina de resolverse. “Yo dije que era mayor de edad cuando llegué, pero no me creyeron”, reclama. Abdou necesita los resultados de sus pruebas de edad y la mediación de las autoridades para lograr su ingreso en un centro de mayores. Pero lleva meses esperando a que eso ocurra. “Yo solo quiero que me saquen de aquí. Estoy atrapado”.
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