Ana Rivero: “En el Congreso hay demasiada testosterona. No se escuchan”
La taquígrafa más veterana de la Cámara baja cuenta que cuando llegó no podía vestir pantalones o dar a luz fuera de las vacaciones porque estaba “mal visto”
Un suspenso de taquigrafía en bachiller cambió la vida de Ana Rivero (Madrid, 70 años). “Mi padre era taquígrafo, trabajaba de criptólogo en el Ministerio de Asuntos Exteriores, y claro, para él aquello era una vergüenza. Así que me enseñó su método y el año siguiente, con 17, gané el premio al taquígrafo más rápido de España”. Hasta ese momento, Rivero tenía otros planes: quería ir a China a aprender el idioma, pero entró en el Congreso y allí ha trabajado durante los últimos 50 años. Por sus manos ha pasado el final de la dictadura, el principio de la democracia, la proclamación de dos reyes y una pandemia, en la que, para evitar riesgos, trabajó sola durante jornadas interminables. Se jubila la próxima semana.
Pregunta. Medio siglo en las Cortes. Es más veterana que la última tanda de democracia en España. ¿Recuerda el primer día?
Respuesta. Estaba nerviosísima. Entonces no había grabaciones ni nada. Se debatía la ley para la reforma política en una sala y nuestra mesa estaba en el medio, encima de un poyete. Yo llevaba falda, porque entonces no podíamos venir con pantalones y pensaba que se me iba a abrir. Cómo ha cambiado todo. Otra vez vine con un escote normal, que ni era escote, en verano, y Mónica Plaza [consejera nacional del Movimiento, directora del Departamento de Promoción de la Sección Femenina] se acercó y me dijo: “Señorita, ese escote no es propio para venir a trabajar”.
P. ¿Y qué le respondió?
R. Nada. Me quedé petrificada.
P. Durante muchos años, el cuerpo de taquígrafos era netamente masculino. Ahora es al revés, apenas hay hombres.
R. La primera taquígrafa entró en la República, pero se tuvo que exiliar con la guerra. A la segunda, Araceli Ratero, llegué a conocerla: entró en 1969 y lo pasó muy mal. Yo también lo pasé muy mal al principio. No entrabas como taquígrafa, sino como ayudante de taquígrafo, ganando la mitad. Si te casabas, tenía que ser en verano; si te embarazabas, tenías que embarazarte para dar a luz en verano...
P. ¿Qué habría pasado si no?
R. Pues que estaba muy mal visto. No existía la conciliación. Yo me casé con 40 y me planteé tener un niño, pero me pasaba en el Congreso 12 horas al día y mis padres no me podían ayudar porque ya eran mayores.
P. ¿Y qué pasó?
R. Que no lo tuve.
P. Ahora hay muchas más mujeres también en los escaños. ¿Se expresan de manera diferente a los diputados?
R. En general, son menos agresivas. Ahora sobra testosterona. A veces esto es como un colegio, no se escuchan entre ellos. Pero el Parlamento es para eso. Si ya tienen decidido el voto antes de escuchar...
R. ¿Después de tantos años en el Congreso, sus señorías todavía son capaces de sorprenderla?
R. Sí, todos los días. La legislatura pasada, por ejemplo, un diputado de Vox dice que uno del PSOE le ha llamado “rata cobarde”. Mi compañera para la comisión y le dicen: “Oiga, ¿usted ha oído que me han llamado rata cobarde?”.
P. ¿El ambiente ha ido a peor o idealizamos el pasado?
R. Ha ido a mucho peor. Ahora son debates... exhibicionistas.
P. ¿Afecta la crispación política a su trabajo?
R. Sí. Hace 20 años, las acotaciones eran mínimas y ahora hay muchísimas. Cuando se insultan o hacen cualquier gesto tenemos que reflejarlo. La taquígrafa entra en turnos de diez minutos en el hemiciclo y luego eso tiene un trabajo de una hora en el despacho, porque tenemos que hacer que eso que han dicho se entienda dentro de 20 o 50 años, que no haya contradicciones, si alguien se ha equivocado en un nombre, corregírselo, captar el sentido de lo que el orador quiere decir, que no siempre es lo mismo que lo que dice... A veces no dicen nada a propósito. Y se nota mucho si lo llevan preparado o no. Para eso llamamos a los diputados. A Fraga, que no vocalizaba bien, lo teníamos frito, pero también hubo otros que hablaban rapidísimo.
P. Ese exhibicionismo o teatro también es ruido, ¿no? Por ejemplo, esta costumbre que han cogido sus señorías de golpear el escaño con las manos para aplaudir o protestar.
R. Sí, es ruido. Lo más difícil es cuando suceden varias cosas a la vez. Para mí, los mejores debates fueron los de la Constitución. Eran unos discursos apabullantes. Carrillo, por ejemplo, era muy calmado, no se alteró nunca y terminaba siempre diciendo “Si Dios lo quiere” (ríe). Las jornadas eran larguísimas, no teníamos vacaciones, pero había muchísima ilusión: estábamos construyendo la democracia de nuevo. Por eso me entristece que ahora los políticos no dialoguen lo suficiente. También me impresionó muchísimo, en la legislatura constituyente, ver a La Pasionaria y a Alberti bajar las escaleras del hemiciclo. Aquella mujer, que decían que era una comunista peligrosa, parecía una ancianita, aunque en realidad no lo era, con un moño blanco, toda vestida de negro... fue muy emocionante.
P. Estaba también en el Congreso el día que la democracia tembló...
R. El 23-F vi pasar a todos los guardias civiles y a Tejero, llegué a la puerta del hemiciclo y no me dejaron entrar. Cuando oí la descarga de tiros, pensé que mis compañeros estaban muertos. Otro policía que estaba en el suelo me dijo que creía que había etarras en las tribunas. Una hora después, nos soltaron. Al día siguiente, cuando se abrió la sesión, mi compañero y yo nos dimos un abrazo larguísimo, pero no era para menos: todo por lo que habíamos luchado había estado a punto de irse al garete.
P. Mientras trabajaba en el Congreso se licenció y se doctoró en Derecho, pero no dejó la Cámara, la taquigrafía. ¿Por qué?
R. Cuando entré en el Congreso, no se pedía ninguna carrera y se tardaba unos cinco años de media en sacar la oposición de taquigrafía. Yo era muy rápida, pero no sabía de nada, y no puedes corregir un texto que no entiendes, así que me puse a estudiar. Pensé en hacerme abogada matrimonialista, pero con la ley de incompatibilidades no podía ser funcionaria, había que elegir y me quedé porque a mí esto me gusta mucho. También pensé en hacer oposiciones a letrado del Congreso, pero mi hermano, que es psicólogo y trabajaba de técnico también en la Cámara, me preguntó: ¿Te apetece de verdad o es porque te da miedo salir a vivir? Yo en esa época solo estudiaba y trabajaba. Tenía 28 años. Así que a los 30 me desmadré (ríe) y a los 40 me casé.
P. Y ahora que se jubila, ¿qué le apetece hacer?
R. ¡Viajar!
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