Turismo, trabajo y caos cuando un pueblo se transforma al completo en el de Los Pitufos
Los pequeños municipios que se tematizan, como la aldea malagueña de Júzcar o Soportújar (Granada), reciben oleadas de turistas cada fin de semana. Mejoran así su economía local a cambio de perder parte de su identidad
Cerca del restaurante Las Cuatro Escobas se encuentran los apartamentos Mirador Embrujado. Más allá se levantan el teatro El Embrujo y el Centro de Interpretación de La Brujería, mientras que unas hechiceras preparan un caldero junto al mirador de la Plaza de Abastos y una silueta viaja en una escoba sobre un muro. Hace algo más de 15 años que Soportújar (Granada, 265 habitantes) se declaró a sí mismo el pueblo de las brujas tirando del mote que siempre sufrieron sus vecinos, conocidos como brujos. El Ayuntamiento ha impulsado año a año la iniciativa hasta convertirla en una revolución que sus habitantes jamás esperaron. Ha pasado de ser una tranquila localidad a vivir enormes atascos ante la oleada de turistas cada fin de semana.
La singularidad del pueblo ha sido transmitida boca a boca e Instagram ha hecho el resto. Ahora la masificación barre el encanto de la localidad que, a cambio, ha conseguido fijar población y dinamizar la economía, aunque estuvo a punto de la bancarrota porque los gastos generados por el turismo eran superiores a los ingresos. Su caso es uno de los más claros de cómo un pueblo pasa de desapercibido a turístico en poco tiempo. Otros lo han hecho de manera exitosa pero también más paulatina, sin aglomeraciones, como Urueña (Valladolid, 203 habitantes) al convertirse en Villa del Libro o Genalguacil (Málaga, 393 habitantes) que desde hace años es el Pueblo Museo con más de un centenar de esculturas en sus calles, la apertura de un museo de arte contemporáneo y una bienal de arte muy reconocida en el sector. Acertar es difícil. Otras pequeñas localidades lo han intentado a través de diferentes métodos, como los grandes grafitis de Fanzara (Castellón, 283 habitantes) o Penelles (Lleida, 430 habitantes).
Desde fuera, estas iniciativas pueden ser percibidas como una burda mercantilización del territorio. Desde dentro, sin embargo, son pura supervivencia. “Lo importante es que esa transformación sea participativa, que los residentes debatan, decidan y evalúen junto a las administraciones públicas”, expone Maciá Blázquez, catedrático de Análisis Geográfico Regional de la Universitat de les Illes Balears. Es justo lo que ocurrió en 2011 en Júzcar (Málaga, 247 habitantes). Sony propuso pintar todas las casas de azul para promocionar el estreno de la película Los pitufos 3D y el municipio aceptó. Hasta 9.000 kilos de pintura sirvieron para colorear las fachadas, incluidas las de la iglesia o el cementerio. En junio se inauguró el primer pueblo pitufo del mundo y en meses pasaron por allí más de 80.000 personas. “Fue un cambio radical”, recuerda Enrique Ruiz, de la bodega La Fábrica de Hojalata. “Fue caótico, no estábamos preparados para tanta gente”, recuerda el chef Iván Sastre, cuyo restaurante era entonces el único abierto. El dinamismo convenció a los vecinos y a finales de año votaron en referéndum mantener el color azul en sus casas. Desde entonces mantienen su apuesta, ahora con muchos más medios y bajo la denominación de Aldea Azul debido a un desencuentro con la empresa propietaria de los derechos de los pitufos.
“Hemos pasado de un solo negocio a cinco de hostelería y dos tiendas de souvenirs, pero lo importante es que las personas que se han criado aquí tengan opciones para quedarse”, revela el alcalde de Júzcar, Francisco Lozano, quien destaca que aunque hay residentes “un poco cansados” del turismo “el cómputo general es bueno”. La creación de empleo es clave. Sastre, por ejemplo, ha duplicado su equipo hasta las seis personas fijas, a las que se suman dos de refuerzo para dar de comer a más de 300 personas los fines de semana. “Hoy ya hay infraestructuras para que la gente venga y disfrute”, explica. Desde la oficina de turismo, una enorme seta a la entrada del pueblo, Alfredo Oballe informa a los visitantes de las actividades —como la tirolina o las rutas guiadas— además de otras opciones para senderistas. El problema es cuando el aparcamiento se llena y el tráfico en los alrededores se satura. Ocurrió el pasado puente de la Constitución, en el que hubo que llamar a la Guardia Civil ante el atasco. Más de 7.000 personas llegaron al municipio esos días. “Este será nuestro mejor año turístico”, anuncia Oballe.
Gentrificación rural
A cinco kilómetros en línea recta y diez por carretera, Parauta (272 habitantes) ha tomado nota del éxito de sus vecinos. Su alcaldesa, Katrin Ortega, aceptó la idea de un residente y le facilitó tallar tres árboles. Las esculturas se inauguraron en julio de 2021 y las imágenes se viralizaron. “De repente teníamos 2.000 visitas semanales, sin infraestructuras para tanta gente y con días en los que se superaban los 40 grados”, recuerda la regidora. Vista la repercusión, la iniciativa se completó con varias esculturas de duendes, hadas, nomos y otros seres fantásticos para crear el llamado Bosque Encantado. “Ahora todo va a más”, relata Ortega, que recalca el papel de las redes sociales y, también, la esclavitud que suponen. “Hay que estar todo el rato inventando, creando cosas nuevas. Si no, mueres de éxito y la gente deja de venir”, afirma quien ha creado una leyenda sobre el ascenso de los 700 escalones a la cumbre de una loma cercana y ya planea novedades para 2024 para que esta localidad —incluida entre las más bonitas de España hace unos días— siga atrapando miradas. Como las que atrae la Ruta de las Esculturas de Bogarra (Albacete, 756 habitantes), en cuyos 6,5 kilómetros se pueden ver más de un centenar de obras en roca y madera.
Parauta vive hoy lo que Júzcar o Soportújar hace más de una década. “Hay un momento en el que los pueblos se pueden convertir en parques temáticos y perder la identidad, pero si la mayoría de la población lo ve atractivo y oportuno, ¿Qué vamos a decir los de fuera?”, apunta Asunción Blanco, profesora y geógrafa de la Universidad Autónoma de Barcelona. Miembro del grupo de investigación Tudistar, analiza de forma crítica el turismo, sobre todo en territorios de interior. En su opinión, estos procesos generan una gentrificación a la medida de cada pueblo. “No llega a expulsar a los residentes, pero sí puede tener consecuencias sobre parte de los vecinos”, subraya. En Júzcar hay mayores que echan de menos el bar donde iban a jugar al dominó y en Soportújar faltan viviendas. “Ya no hay disponibles y los trabajadores deben vivir en los pueblos cercanos. Es un problema como el de Ibiza”, señala José Antonio Alonso, de 26 años y que ha vuelto a su localidad natal para impulsar la empresa Descubriendo Soportújar.
El municipio granadino ya maneja dos millones de fondos europeos para ampliar sus accesos y aparcamientos. Es la tendencia de estos pueblos: ampliar sus infraestructuras para atender mejor al turista. “Al final no suele funcionar: atraes a más gente y todo se vuelve a atascar”, asegura Blanco, quien cree que este tipo de localidades deben fijar límites, tomar medidas antes de que el turismo arrase el pueblo porque de otra forma puede convertirse en pan para hoy y hambre para mañana. “En grandes ciudades es difícil, pero en lugares pequeños hay más posibilidades”, dice. Regular los accesos —limitando o dando solo acceso a quien tenga reserva previa en los aparcamientos, por ejemplo— o el número de viviendas turísticas son dos ideas “beneficiosas para todos”. “Si es bueno para el residente también lo es para el turista, porque cuando su experiencia no es satisfactoria se genera un rechazo”, concluye Blanco, que cree que estas localidades deben invertir los ingresos en alternativas que se adapten al territorio —industria, agricultura o alimentación, por ejemplo— para no depender solo del turismo, sector que no consigue aumentar los niveles de rentas de las zonas donde está más implantada, como ocurre en la Costa del Sol o las Islas Baleares.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.