Una semana sin internet ni móviles en la España “desatendida”
Varios pueblos de la Serranía del Ducado, en la provincia de Guadalajara, quedan incomunicados durante una semana por la caída de la red telefónica de la compañía Movistar
El móvil no ha sonado durante una semana en Saelices de la Sal (Guadalajara). Julia Yagüe, de 85 años, tiene escrita junto al teléfono fijo de su casa una pequeña lista de contactos imprescindibles con letras y números grandes que representa, en realidad, el resumen de las personas más importantes de su vida. Desde el pasado martes 18 de octubre, a la mujer podría parecerle que nadie se acuerda de ella, pero sin embargo, todos sus seres queridos han suspirado al otro lado de la línea telefónica por escuchar de nuevo su voz y saber que todo está en orden. La conocida como España vacía asume con resignación la pérdida de sus habitantes, pero los que quedan se resisten a caer en el olvido. El mundo que hoy habitan, a pesar de los bucólicos paisajes y el romanticismo que se le atribuye al campo, no puede funcionar —al igual que sucede en las ciudades— sin internet ni la telefonía móvil. En Saelices, municipio de 40 habitantes en la Serranía del Ducado, al igual que en varios pueblos aledaños, la cobertura ha permanecido cortada durante siete días por la caída de la red telefónica de la compañía Movistar.
La mayoría de los vecinos ―personas mayores que viven solas― llevan colgado del cuello un botón rojo para pulsar en caso de sufrir alguna emergencia. Este servicio también ha quedado anulado al cortarse la señal. “Sin cobertura estamos perdidos. Cada vez que se va, tiemblo. El miedo te oprime solo de pensar que te puede pasar algo y no vas a poder avisar a nadie. Por nuestra edad, eso no es tan improbable que pase”, explica Silvina Diez, de 76 años, en una tertulia espontánea a los pies de la calzada principal del pueblo. “Hablan de la España vaciada, nosotros preferimos la España desatendida. Ya estamos bastante solos como para que encima nos dejen incomunicados”, corrobora Aurora González, de 65 años.
La carretera CM-2021, que une el desvío de la A-2 con la comarca, es un sin fin de curvas y rectas solitarias que recorren el altiplano mientras la radio se desintoniza una y otra vez. Saelices está sumido en el silencio durante todo el día. Solo los ladridos lejanos de una jauría de perros y las decenas de gatos que campan a sus anchas rascándose la barriga en mitad de la vía desvelan algo de actividad. Jose Luis Sotillo, de 64 años, es el alcalde y el farmacéutico del pueblo. “La avería se ha producido, según nos hemos podido enterar, en Mazarete, un pueblo cercano donde hay una gran antena. Ha empezado a fallar la señal en los repetidores de alrededor y esto acaba siendo un efecto cadena”, señala. La falta de cobertura es una constante en la zona. La señal va y viene, pero hasta ahora se solucionaba en el mismo día. Nunca antes habían vivido una semana entera incomunicados.
“Cuando todavía funcionaba el cableado fijo, si se iba la cobertura al menos nos quedaba esa posibilidad. Pero desde hace unos años toda la señal llega a través de ondas electromagnéticas, del 4G, de modo que si hay una avería perdemos tanto la comunicación por los teléfonos móviles como por los fijos, además de internet. La teleasistencia de la que muchos dependen o las llamadas de emergencia quedan también totalmente anuladas. Esto es abandonarnos a nuestra suerte y rezar que no le pase nada a nadie. Parece que la compañía no es consciente del peligro que esto supone. Es una vergüenza estar así siete días”, añade Sotillo. “En la farmacia llevamos toda la semana sin poder realizar pedidos, y lo que es peor, sin poder aceptar las recetas, que ya son todas electrónicas. Sin internet es imposible trabajar, pero esta gente sigue necesitando sus medicamentos. A algunos se los hemos dado porque les conocemos, pero no deberíamos hacerlo”, concluye.
Fuentes de Movistar “lamentan lo sucedido” y recuerdan que cualquier infraestructura a la intemperie está sujeta a factores climatológicos. “Las fuertes lluvias de estos días desplazaron la parabólica del nuevo equipo que se está instalando para aumentar la capacidad móvil. En cuanto se ha podido por seguridad se ha accedido a la torre y se ha recuperado el servicio”, explica un portavoz. De cara al futuro, “hay previstas reuniones con la Junta de Comunidades para estudiar las opciones de mejora”, prometen.
Después de sentir que un coche aparca a pocos metros de su casa, Julia Yagüe asoma sus ojos cristalinos a través de la cortina. Hoy, para su sorpresa, se ha despertado sin los severos dolores que le “escarban desde la uña del dedo gordo del pie hasta el glúteo” y ha decidido caminar hacia el monte en busca de la cobertura perdida. “Estoy bien. Seguimos igual. Adiós.”, le dijo en una fugaz conversación a Esther Vergara, su hija.
Desde la puerta de la calle, la mujer mira hacia el final de la carretera que atraviesa Saelices, donde se encuentra el molino en el que nació y creció. “Era el año 1936, mi padre estaba en la guerra. Intentó volver al pueblo para conocerme y le mataron”, recuerda. “El resto de la vida ha sido trabajar. Primero trabajábamos para nuestra madre, luego para las hijas. Y ¿ahora qué? Aislados del mundo nos tienen. Ahora mismo aquí hay más gatos que personas, es una tristeza”, añade. La mujer, que sufrió el pasado 24 de marzo un ataque epiléptico, lleva abrochado en el sujetador su botón rojo, para avisar automáticamente a la Cruz Roja de Guadalajara y que ellos alerten a sus vecinos más cercanos para que acudan en su ayuda. Desde el martes pasado, este servicio ha estado también inoperativo.
En el patio trasero de la casa huele al café de media tarde. Su muñeca izquierda luce un reloj plateado que apenas utiliza. “Los días son siempre los mismos. Las campanadas de la iglesia me dan la hora”, cuenta. Julia Yagüe corretea como una niña entre los tulipanes y las parras de uva moravia. Su albornoz rojo le recuerda que el frío se acerca y pronto deberá trasladarse a su piso de Azuqueca de Henares para estar cerca de las hijas durante el invierno. La ladera que contempla desde la silla, apodada la “umbría”, repite sus palabras en forma de eco cuando trata de explicar las preocupaciones que le quedan. “No me importo yo, son mis nietos los que me inquietan. La sociedad de ahora me da mucho miedo porque parece que a los buenos se les lleva por delante. No me gustaría irme hasta verles mayores y saber qué rumbo toman sus vidas”, reconoce al tiempo que cose unos patucos de lana rosada para las amigas que están solas. “El que tiene compañía no se enfría los pies”, declara minutos antes de las seis de la tarde, la hora de jugar la partida junto sus cuñadas Carmen Moreno y Rosario Lozano, ambas de 76 años, además de Raquel Ciriza, de 78, vecina de Saelices.
En casa de Rosario, alrededor de una mesa cubierta por un mantel azulado procedente de Honduras con grabados de medias lunas, las amigas juegan al julepe americano con apuestas simbólicas en monedas de un céntimo.
—¿Os acordáis qué día es hoy?, pregunta Julia.
Todas callan hasta que Raquel rompe el silencio.
—Sí, el día de tu hermana. Que en paz descanse la pobrecita. Tres años ya…
El calor de una estufa de leña calienta la sala mientras las partidas se suceden una detrás de otra. De repente, el sonido del teléfono fijo interrumpe por sorpresa la conversación que las amigas tienen sobre la misa del domingo pasado. Rosario se levanta corriendo como si acabara de suceder un milagro: la cobertura ha vuelto.
—¿Sí, dígame?
—Soy Saturnina, tu prima.
—¡Hola, Satur! Llevamos seis días sin teléfono, por eso no he llamado, no es que me olvide de vosotros.
Mientras, el resto continúa la partida sin esperar a que la mujer finalice la conversación telefónica. Cuando regresa, Julia pregunta: “¿Qué quería?”. “Estaba preocupada, necesita darme unas flores para que yo se las ponga a su padre en el cementerio este fin de semana”, explica Rosario. “Está claro que si no nos ayudamos entre nosotros, la soledad nos consume en los pueblos”, contesta Julia. Al otro lado de la ventana, un niño rubio —el único que queda en Saelices— camina por la acera dando patadas a un bote de plástico. Calzado con dos patucos como los que Julia cose para que la gente no se sienta sola, mira antes de cruzar por el paso cebra, pero no viene nadie. Su sombra se pierde al entrar en casa y los gatos, que en Saelices de la Sal son mayoría, se adueñan de la calle.
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