La búsqueda incansable de las familias de dos niñas que desaparecieron misteriosamente hace 30 años
Virginia Guerrero y Manuela Torres, que tenían 13 y 14 años, nunca volvieron a sus casas el 23 de abril de 1992 y sus parientes reclaman por vía judicial que se abran diligencias no practicadas entonces por falta de recursos
La madre de Virginia Guerrero tiene 84 años y se niega a cambiar el teléfono fijo de su casa de Aguilar de Campoó (Palencia) por si la llama por fin su hija, que desapareció hace 30 años. La anciana, Trinidad Espejo, desconfía de que el número de su vivienda se vaya a mantener si sustituye su viejo aparato por otro más moderno y sin cables. Anhela que algún día la voz al otro lado del aparato sea la de su hija, a la que se tragó la tierra el 23 de abril de 1992 junto a su amiga Manuela Torres cuando volvían de la cercana Reinosa (Cantabria). Virginia tenía 13 años y Manuela, 14. Fueron vistas por última vez haciendo autoestop en la localidad cántabra para regresar a Aguilar. Nunca llegaron.
La ausencia llena de dolor la conversación con el hermano de Virginia, Emilio Guerrero, de 56 años, que mantiene el tipo para describir tres décadas de horror. El hombre, delgado y de profundos ojos claros, ha abrazado la cautela después de tantos años de falsas pistas, presuntas novedades sobre las chicas, contactos infructuosos y una sola conclusión: nadie sabe nada de ellas. El hombre habla sentado en un banco de un parque de Aguilar, adonde solían acudir los jóvenes “a comer pipas, charlar o fumar”. También las desaparecidas. “Lo más probable es que estén muertas, pero no tenemos certezas, hay que ser objetivo y ponerse en lo peor… pero también en lo mejor, en que podrían estar vivas”, dice, con la prudencia de quien se ha acostumbrado a sofocar ilusiones. “Tienes que aprender a vivir con ello, parece que hablas como si hubiera desaparecido una bicicleta, pero es que si no, te vuelves loco”.
El suceso marcó la vida de un pueblo de 6.800 habitantes donde “generaciones y generaciones” de jóvenes recurrían a “hacer dedo” para ir a las fiestas de localidades cercanas. Nunca había pasado nada, hasta que pasó. Los parientes de las adolescentes pelean ahora en los tribunales para conseguir recursos de búsqueda que antes no existían. Actualmente, el caso está archivado definitivamente tras haber confirmado la Audiencia Provincial en septiembre el sobreseimiento de la causa dictado por el juzgado de Cervera de Pisuerga (Palencia) en junio. Ambas instancias rechazaron que se abran diligencias no practicadas entonces, explican Carmen Balfagón y Ramón Chippirrás, del despacho criminológico jurídico que atiende a los denunciantes. “Vamos a recurrir al Constitucional y, si no lo aprueban, al Tribunal Europeo de Derechos Humanos”, indican los especialistas, que piden que se inspeccione una cueva de la zona que la Guardia Civil veía en un sumario de 1995 “idónea” para deshacerse de cadáveres, pero que admitía no tener “medios técnicos” para analizar. Hoy, esgrimen la abogada y el criminólogo, sí se podría.
Los testimonios recabados en estos 30 años apuntan a que las adolescentes se metieron en un Seat 127 blanco en la avenida de Castilla de Reinosa, a donde habían llegado en tren, a 37 kilómetros de Aguilar. El coche lo conducía, precisan los abogados, “un hombre de entre 20 y 25 años, moreno y bien vestido”, según los testigos. Las investigaciones policiales sobre sospechosos y el rastreo de miles de vehículos de ese modelo no dieron resultado ni cuando hace un año, tras un reportaje televisivo sobre Virginia y Manuela, una mujer denunció que a ella le pasó algo similar en esa época y con ese automóvil, pero que pudo escapar y huir. La investigación tampoco arrojó novedades.
El agotamiento se nota en la voz de quienes han sufrido de cerca el caso. Chari Mendia, de 45 años, vive “una pesadilla que dura ya 30 años”. La mujer, asentada en Toledo, afirma que el día de los hechos las chicas le sugirieron que se sumara al plan de Reinosa. Declinó. Aún cree que, de haber aceptado, nada hubiera ocurrido. “Es que si yo hubiera ido…”, barrunta. Su padre trató de desmontar sus sentimientos de culpa meses después, cuando en Alcàsser (Valencia) fueron asesinadas tres chicas de edades similares en las mismas circunstancias. No importó que fueran dos o tres. Al menos encontraron sus cuerpos y no se produjo una “pesadilla de hipótesis” como la que sacude a Mendia, que llegó a ir a una casa okupa de Madrid donde se rumoreaba que se encontraban las palentinas. Ese, como tantos otros indicios truncados, no dio resultados.
La mujer lloró por primera vez por este suplicio cuando en 2017 unos restos óseos hallados en el embalse de Aguilar fueron relacionados con las muchachas. Las pruebas de ADN descartaron que fueran de ellas, lo que a sus allegados les volvió a impedir cerrar el duelo de su ausencia. Guerrero cree que los investigadores han podido actuar “con más coordinación” a lo largo de estos 30 años, aunque en sus palabras no hay ni rencor ni reproches más allá de la insistencia en que se siga buscando a su hermana. La madre de Manuela, contactada por EL PAÍS, remite al despacho criminológico jurídico que lleva el caso.
Guerrero, trabajador de una fábrica de galletas como tantos otros en Aguilar de Campoo, encuentra algo de paz charlando sobre cine o sobre el pantano, mermado por la sequía, al que guía a los periodistas. Él cita, como fuente de optimismo, otros episodios de desapariciones juveniles que años después tuvieron desenlace feliz. A ese hilo de esperanza se aferran Chari Mendia o su madre, a la que prefiere no exponer ante los medios. “Vivíamos en la misma casa, pero no nos conocíamos, estábamos en épocas muy diferentes. Es como si me faltara tiempo con ella… pero yo no podía saber lo que iba a pasar”, dice el hermano mayor. Su otra hermana ha llamado Virginia a su hija, lo que mantiene aún más viva la memoria de la adolescente.
Emilio Guerrero es padre de una hija única, de 12 años. Tuvo que contarle el drama familiar cuando apenas tenía siete, al ver la cría en la biblioteca dibujos de una tal Virginia con su mismo apellido. Cuando salió el tema, su padre se olió que estaba al tanto. “Por la cara que pones, tú sabes algo”, le dijo. “¿Cómo le explico esto a una niña de siete años?”, reflexiona Guerrero, que aclaró todas las dudas de su hija y le rogó que le informara de cualquier cosa que le contaran en el pueblo. Ella reacciona con silencio ante el asunto, pero “no es tonta, por suerte”, dice el padre. Este reconoce cierta inquietud cuando su hija hace planes por Aguilar. Sabe que no tiene por qué pasar nada, pero la recoge en coche para que ella no recorra una larga avenida poco concurrida, rumbo a su hogar. Por si acaso. Le falta un año para cumplir la edad que tenía su tía cuando desapareció.
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