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En la Sierra de Cádiz aún creen en curanderos

Un estudio científico apunta que el 73% de la población rural gaditana aún recurre a remedios entre lo natural y lo mágico para tratar problemas de salud

Curanderos Cadiz
Pepa Amaya (a la izquierda) quema incienso junto a algunas de las hierbas con las que elabora un alcohol que regala como remedio natural. Junto a ella, su amiga María Jesús Fernández.Juan Carlos Toro
Jesús A. Cañas

La nube de incienso, la luz tenue y la música étnica que sale de un móvil contribuyen, como pueden, al misterio. Sobre la mesa camilla, un maremágnum de objetos: matas de romero y laurel, un bote de alcohol, figuritas de una virgen y dos ángeles, una herradura, una vela blanca y el quemador a tope que nubla el salón. Al otro lado de la humareda, asoma el circunspecto rostro de Pepa Amaya y aclara de entrada: “Yo no soy bruja, en todo caso, curandera o sanadora. Que luego en el pueblo me señalan...”. Está nerviosa por hablar abiertamente de un tema tabú en la Sierra de Cádiz, aunque en su pueblo, Zahara de la Sierra, muchos saben que pueden acudir a ella si creen que sus rituales, a medio camino entre la medicina tradicional y los mitos, sirven para algo.

Que en la serranía gaditana pocos se decidan a hablar abiertamente de los curanderos no significa que hayan dejado de creer en ellos. Es más, una muestra de profesionales sanitarios consultados en la zona asegura que “el 73,3% de la población que atienden tiene mitos o creencias sobre la salud”, según el artículo académico Comportamientos de salud de la Sierra de Cádiz ¿Mitos y creencias?, publicado en la revista científica internacional Journal of Tissue Viability. El 70% de los pacientes cree que estas “sanadoras” son capaces de curar los herpes, el 30% confía en los remedios con hierbas del campo o el 45,5% sostiene que comer tocino es saludable. Son los resultados a los que llegó la autora del estudio, María de los Santos Oñate, enfermera, profesora de la Universidad de Cádiz y vecina de la zona.

Acostumbrada a “escuchar desde pequeña” la creencia en estas pseudociencias, Oñate se lanzó a analizar si realmente seguía viva, en el seno de una tesis doctoral que analiza la relación entre salud y medio rural. La investigadora consiguió que una muestra de 45 profesionales sanitarios de Arcos de la Frontera, Ubrique, Villamartín u Olvera —pertenecientes a las cinco Zonas Básicas de Salud en las que se organizan los 19 municipios de la Sierra— contestasen a un cuestionario, que luego cotejó con los pacientes. Los resultados corroboraron las sospechas de la enfermera, pero abrieron una nueva vía de investigación que cree que habría que explotar para evitar que sus vecinos se expongan a peligros sin base científica: “Tenemos que conocer a nuestros pacientes para saber sus necesidades en salud y para prestarles una atención de calidad. Sería ver hasta dónde llega esa creencia y ese tratamiento para realizar una educación sanitaria para disipar dudas y falsas nociones”.

Sentadas en corro en torno a ese bodegón de hierbas y símbolos, Pepa Amaya y sus amigas María Jesús Fernández y Teresa Arias —la primera, creyente; la segunda se define también como “sanadora”— enumeran mitos que conocen o practican: pólvora negra para “las culebrinas” —herpes—, cruces de torvisca como protección, ajo para las verrugas o masajes de hierbas secretas maceradas en alcohol para los dolores esqueléticos y musculares, esta última, especialidad de Amaya. La mujer, de 60 años, se define “con gracia” y asegura que un curandero “nunca cobra”, porque entonces pierde esos supuestos poderes. “Algunos remedios pueden tener sentido y lógica, no dejan de ser una aplicación de la química de origen natural a un problema, otros son de origen mítico y no son justificables. Pero, como médico, no puedo aceptar que haya cuestiones que se muevan sin base científica”, resume el especialista en Emergencias Sanitarias Orestes Rodríguez.

De izquierda a derecha, Teresa Arias, Pepa Amaya y María Jesús Fernández, en Benamahoma, en la Sierra de Cádiz.
De izquierda a derecha, Teresa Arias, Pepa Amaya y María Jesús Fernández, en Benamahoma, en la Sierra de Cádiz.Juan Carlos Toro

Rodríguez conoce bien algunas de estas soluciones porque fue capaz de documentarlas en el artículo Un acercamiento a la medicina popular en Ubrique (1996-1997), en el que enumeró hasta 129 rituales para tratar dolencias tan dispares como orzuelos, resfriados, hipo, reuma o el supuesto mal de ojo. Para todas se proponen remedios que son una mezcolanza de hierbas campestres, a veces sazonados con ceremonias de extraña procedencia. Para el historiador de Benamahoma Joaquín Gómez —en cuya casa se citan Amaya y sus amigas— no son más que manifestaciones de cómo “todas las culturas han usado ancestralmente ritos y plantas para el saneamiento de la comunidad”. Rodríguez ejemplifica incluso cómo el uso de lagartos —y su sangre— se señala como remedio tanto a finales del siglo XX, cuando él hizo su estudio, como en referencias en obras del autor latino Plinio el Viejo, hace 1.900 años.

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Mito reconvertido

Apartada de los grandes núcleos poblacionales y antes sin acceso directo a médicos —por la lejanía o lo costoso—, la Sierra de Cádiz ha mantenido vivas estas creencias durante milenios, algo que no fue ajeno a otras áreas rurales españolas. El investigador Ventura Leblic García —citado por Oñate en su estudio—ya explicó en 1979 cómo todos estos remedios y supersticiones se fueron superponiendo en los montes de Toledo como tradiciones judeomusulmanas, herencias hispanorromanas e incluso indígenas anteriores. “Con la llegada del catolicismo, se liga a él, pero al margen de lo oficial”, detalla Gómez. Y, en ese contexto, la mujer y su cultura del cuidado del hogar queda unido al concepto de curanderas, sanadoras o personas con supuestos dones.

“A nadie le molestaba que una mujer que sabe manejar plantas atendiese casos a los que la ciencia no podía llegar”, detalla el historiador. Aunque eso no las libró de graves sobresaltos. El Museo de las Brujas de Zugarramurdi (Navarra) recuerda cómo la Inquisición española se cebó entre 1610 y 1611 con mujeres que, en su mayoría, solo aplicaban remedios naturales heredados. Aún hoy en día, Amaya no quiere ni oír hablar de brujería, algo que ella vincula a algo maligno, peligroso y negativo. “En el pueblo, eres la que ha hecho algo, es un doble filo porque si fallo, me pueden señalar”, explica la mujer, preocupada.

Ni Oñate ni Rodríguez saben a ciencia cierta el motivo por el cual todas estas supersticiones aún siguen vivas en la Sierra de Cádiz. La investigadora apunta como hipótesis el aislamiento del pasado, que “ha resultado en una evolución más lenta en las sociedades rurales que en las sociedades urbanas”. Rodríguez, además, apunta que los mitos han encontrado un acomodo aparentemente pacífico en los huecos que deja la medicina científica. Es lo que él denomina “teoría de las lagunas” o la cobertura que estos remedios hacen a las carencias que aún sufre el sistema sanitario del presente. Amaya no entra en razones, pero sí deja clara una recomendación que hace a la gente que acude a ella: “Si estás de médicos, no lo dejes, eso es lo primero”.

Con todo, eso no es suficiente para María de los Santos Oñate, que tiene esperanzas en que algún investigador recoja el guante que ella ha lanzado con su estudio. “Es crucial comprender los mitos y creencias sobre la salud de una población, con el objetivo de brindar conocimientos confiables”, afirma en las conclusiones de su análisis. La profesora cree que es necesario “ir a la evidencia científica para ver si se está haciendo daño a los pacientes”. Orestes apunta en la misma dirección: “La cuestión es si con lo que se te prescribe con infusiones consigues una dosis suficiente para tratar el problema: difícilmente vas a controlar una ansiedad tomándote una tila doble. Además, los productos naturales producen efectos indeseables, hay setas jugosas y otras que te pueden matar. La idea siempre es que, por lo menos no haga daño, pero eso tiene un riesgo”.

Quizás, para cuando llegue esa necesaria investigación que acabe en campañas de concienciación para los pacientes que aún creen en los curanderos, en la Sierra de Cádiz ya hayan dejado de creer en ellos. Cuando Rodríguez realizó su estudio, en 1996, ya la media de edad de su medio centenar de encuestados estaba en casi 52 años. La septuagenaria María Jesús Fernández es lo que también aprecia como tendencia, muy a su pesar: “Mis hijos me dicen que estoy loca. Esto se acabará perdiendo”. Pero Pepa Amaya le replica y deja claro que se lo pondrá difícil a la lógica evolución de los tiempos: “El mío dice que no cree, pero siempre me pregunta: ‘Mamá, ¿qué puedo hacer para remediar esto?”.

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Sobre la firma

Jesús A. Cañas
Es corresponsal de EL PAÍS en Cádiz desde 2016. Antes trabajó para periódicos del grupo Vocento. Se licenció en Periodismo por la Universidad de Sevilla y es Máster de Arquitectura y Patrimonio Histórico por la US y el IAPH. En 2019, recibió el premio Cádiz de Periodismo por uno de sus trabajos sobre el narcotráfico en el Estrecho de Gibraltar.

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