Sánchez, camisa blanca de su esperanza
Cuando el presidente empieza a meterse en las veredas políticas del discurso (“la derecha”), entre la gente que está detrás se produce, automáticamente, el fenómeno del asentimiento
La última vez que fui a la sede del PSOE en la calle de Ferraz de Madrid (voy poco, si no diría “la última vez que fui a Ferraz”) fue hace seis años, cuando se le montó un comité federal a Pedro Sánchez para echarlo de la secretaría general. Fueron aquellos días en los que apareció una peatona, se hizo rodear de cámaras, dijo que en esos momentos ella era la máxima autoridad del PSOE y, fíjense cómo estaba el PSOE, era verdad. Aquello parecía una reunión de los Trinitarios. Seis años después, con menos policía y menos cámaras, y sin peatones que griten las verdades del barquero, el ambiente es otro. Incluso afloja el calor. La Policía controla el tramo de acera de la sede, pero basta que digas que eres periodista para que te deje pasar, no hay que enseñar nada. Y como en España todo el mundo tiene un periodista y un seleccionador nacional dentro, el tráfico de gente apenas se interrumpe.
Pedro Sánchez da su discurso ante el comité federal en abierto. Es decir, se puede ver desde la tele en la sala de prensa. Viste una camisa blanca abrochada hasta arriba, parece un cocinero. Va a juego con el mechoncito cano que tiene en el flequillo y que probablemente esté explotando ya en aras de proyectar estabilidad y confianza. Empieza su discurso citando a muchos con los que acaba de hablar y según los va viendo entre el público, que esas cosas gustan a la gente muchísimo. Salvo que el que lo haga sea José María García, como recordamos los asistentes a la presentación de la biografía que escribió Vicente Ferrer Molina, Buenas noches y buena suerte, hace años en la librería Le, de Madrid. “Veo también por aquí a mi querida amiga Susanna Griso, muchas gracias por venir. A los que dicen que te has puesto bótox, ni puto caso”, dijo con el micrófono poco antes de tocar cumbre, que fue al ver a Pipi Estrada. “Y está aquí entre el público mi querido Pipi, que un día entró en mi despacho para decirme que se estaba liando con la Campos y le dije: ‘Pero Pipi, ¿la madre o la hija?”. La gente acabó agachándose según paseaba el maestro la mirada.
Sánchez, sin embargo, citaba para pasar la mano por el hombro, que es un gesto que en política a veces significa solo marcarte de cara a los demás, no se sabe aún para qué. La paz en el PSOE, según se desprende de la conversación en los pasillos, es la paz del partido que está en el poder, aunque el poder amenace con descomponerse. Eso quiere decir que las justificaciones de las dimisiones y los cambios funcionan como tales, si lo hacen, de cara al público, mientras los cuchicheos van por otro lado. Los sobreentendidos son fundamentales para la supervivencia política, como el fingimiento. Sánchez empieza su charla con una grave reflexión que tiene que ver con los incendios, las olas de calor y las víctimas. Recuerda que la superficie quemada es prácticamente la misma extensión que la isla de Gran Canaria. Homenajea a los bomberos y vecinos que están luchando contra el fuego. Aplausos.
Y empieza a meterse en las veredas políticas del discurso (“la derecha”), momento en el que, automáticamente, entre la gente que está detrás se produce el fenómeno del asentimiento. Ese mover silenciosamente la cabeza cuando alguien dice algo que te convence, o que te la sopla, pero quieres ser empático (pelota, se decía cuando éramos pequeños). Lo curioso es que a esa gente, la que asiente de vez en cuando, Sánchez no la ve, aunque sí los espectadores. Esa afirmación silenciosa a lo que dices, que te da mucha seguridad, es muy buena cuando uno va en la dirección correcta, pero directamente espectacular cuando va en dirección al abismo, como el Woody Allen que dirige desde la acera al conductor que aparca con un “sigue, sigue”, hasta que estampa el coche con el de atrás, y Allen dice “perfecto, listo”. Yo no tengo ni idea de adónde va Sánchez con sus cambios, si por el buen o el mal camino, pero bien es verdad que yo no asiento; los que asienten, ¿lo saben o es porque asentir da puntos —a veces de sutura—?
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