Las almas rotas de los ‘chukri’ en la noche ceutí
La cruda realidad de la calle atropella a los menores marroquíes que se escapan de los albergues de emergencia para no ser repatriados
Hay estos días por las calles de Ceuta más personajes de lo habitual que parecen escapados de las obras de Mohamed Chukri. Decenas de niños deambulan sin rumbo a la caza de un mendrugo que aterrice en el estómago o de un colchón improvisado en el que dejar caer sus huesos. Muchos se han escapado de los albergues de emergencia improvisados desde los que temen ser repatriados. Ese miedo se ha disparado desde que Madrid y Rabat sellaron un pacto que pusieron en marcha el viernes pasado a un ritmo de 15 traslados a la frontera por día.
Chukri, el incómodo escritor marroquí fallecido en 2003, radiografió en El pan a secas no solo su sórdida existencia sino la de miles de ciudadanos que hacen de la lucha en la calle su modo de vida. Da igual que las autoridades de Rabat tuvieran el libro prohibido durante años. Todos saben que los chukri han existido siempre. Uno de ellos es Mohamed, de 17 años, hijo de un imán de El Jebha, localidad costera a medio camino entre Tetuán y Alhucemas, no lejos de la aldea natal del escritor. En ese puerto cuenta el chaval que se ganó algún que otro amago de salario entre las capturas de los pesqueros antes de cruzar hacia Ceuta hace casi tres meses. Muestra un móvil con tarjeta marroquí con el que dice que a veces contacta con su familia.
Más que pereza o pasotismo lo que aflora es la desconfianza del chaval ante la presencia de un periodista que, pese a la cámara y la libreta, ha de asegurar varias veces entre tanta pregunta que no es un policía que va a aguarle la fiesta.
“Cochillas”. Esta es la única palabra que pronuncia cuando el reportero le pregunta por su herida. El corte de varios centímetros, con la sangre todavía fresca, que presenta en el dedo anular de su mano derecha dice que es el recuerdo que le han dejado las alambradas al escapar del campamento de Piniers. Se trata de una explanada rodeada por muros de hormigón y alambre de espino donde permanecen cientos de menores marroquíes de los más de 700 que se quedaron en la ciudad autónoma tras la llegada entre el 17 y 18 de mayo de unos 10.000 marroquíes de manera irregular. Piniers está junto a la cárcel de Ceuta y, por fuera, parece eso, una prisión.
A Mohamed le escucha su colega Usama, también de 17 años, procedente de Tetuán y fugado asimismo de Piniers. Ambos se han buscado la sombra y el mullido suelo de goma bajo el tobogán de un parque infantil en el paraje conocido como antiguo puente del Quemadero, detrás de la barriada del Príncipe. Están convencidos de que en el lado español de la frontera, pese a la penosa coyuntura actual, la vida va a ser más fácil. No aspiran a sueños inalcanzables. De hecho, sus anhelos se resumen en estudiar, trabajar, ayudar a mantener a su familia...
Aparecen enfilando carretera abajo otros cuatro chavales, todos de Tetuán, a 40 kilómetros de Ceuta. Acaban asomados a la herida de Mohamed. Uno de ellos, que luce una camiseta del barcelonista Dembelé y también se llama Mohamed (16 años), hace un gesto para demostrar que él no es menos. Enseña entonces el dedo pulgar de su mano izquierda, que presenta un corte similar y realizado de la misma manera. Los cuatro recién llegados también han puesto pies en polvorosa del albergue de Piniers al escuchar que habían empezado las expulsiones a Marruecos.
Tres se fueron el viernes y pasaron la noche de prestado en una chabola del barrio de Hadú, pero cuentan que el dueño no les daba más acomodo. Son el citado Mohamed, Eisa (15) y Ayman (16). El otro, Mohamed (15), escapó de Piniers el sábado. Este es el único de todos que lleva mascarilla. “¿Por qué no nos echaron el primer día y quieren echarnos ahora?”, se pregunta Eisa, hijo de escayolista, con el argumento de los derechos supuestamente adquiridos durante estos tres meses en España. “Marruecos es un país de enchufes donde tras estudiar una carrera acabas de camarero o taxista”, recalca uno de los Mohamed.
Cuentan que los rumores de las repatriaciones empezaron a llegarles a mediados de semana, antes incluso de que los primeros 15 fueran enviados al otro lado de la frontera el viernes. Ni siquiera son chavales de Piniers, pues los elegidos hasta el momento por el Ministerio del Interior son de los acogidos en el polideportivo de Santa Amelia. Pero los menores interpretan que, iniciado el proceso, les puede tocar en cualquier momento. “Ya se han ido muchos”, afirma uno de ellos sin saber evaluar el número de los que han dejado el albergue. La cifra el sábado por la tarde era de unos 80, es decir, más del 10% de los acogidos en los distintos recursos para menores en Ceuta.
La calle pasa factura
Ya avanzada la noche, circunda la rotonda un coche de la Policía Local. Algunos de los chavales se inquietan y echan una carrera para ocultarse tras las vallas de una obra. Otros ni se inmutan dando a entender que casi les da lo mismo. Los agentes pasan de largo. Ayman, agotado, bosteza repetidas veces. En breve se sienta en el suelo reclinando su espalda sobre la valla de colorines del parque. No tarda en pegar las primeras cabezadas sobre las rodillas usando sus brazos como almohada.
El reportero fotografía la escena y las risas de los presentes rompen el duermevela. Ayman no es el único que, hastiado, deja entrever que haber escapado del albergue para no ser repatriado obliga a pagar otros peajes. ¿Dónde dormir? ¿Qué comer? ¿Cómo conseguir ropa? Lograr lo básico es una proeza para un niño solo que, además, está fuera de su país. La calle pasa factura de inmediato a estos aprendices de chukri.
La intemperie es inmisericorde pese a la bonanza del vientecillo agosteño que suaviza las noches en el estrecho de Gibraltar. A tres kilómetros de donde los fugados de Piniers sueñan con una vida nueva y mejor, la realidad lleva años imponiéndose sin piedad. El paso del tiempo ha endurecido a golpe de fracaso a los niños que, sin albergue ni nada parecido, revolotean día y noche por los alrededores del puerto de Ceuta. Buscan una oportunidad para colarse en uno de los barcos que cruzan a la orilla andaluza.
Son almas perdidas desde hace décadas en el embudo de la frontera entre África y Europa. Perennes sin importar los vaivenes de las relaciones entre Madrid y Rabat. Frente a esos lazarillos zarrapastrosos que se juegan la vida a diario por tratar de colarse en el remolque de un tráiler o los bajos de un autobús, los llegados a nado el pasado mayo son unos principiantes. La ignorancia que reina en el parque infantil lleva a uno de los chavales a señalar con la mano el horizonte mientras dice: “Mañana, Península”.
No han pasado dos horas de la atrevida afirmación cuando varios de los protagonistas de este reportaje tratan de dar marcha atrás. La frase de “Al centro no volvemos ni muertos” se ha evaporado. En la madrugada que da paso al domingo, la puerta de Piniers es un hormiguero de media docena de chavales que quieren recuperar su catre aunque sea muros y alambradas adentro. Siguiendo instrucciones de arriba, los guardias de seguridad no pueden dejarles regresar en medio de la noche. “Quiero volver a Marruecos”, implora uno de ellos al periodista.
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