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El Constitucional fija las líneas rojas del derecho a la protesta

El tribunal de garantías establece unos límites a la libertad de expresión y manifestación al avalar la condena del Supremo por el asedio al Parlamento de Cataluña

Protestas ante el Parlamento catalán en junio de 2011.
Protestas ante el Parlamento catalán en junio de 2011.
José María Brunet

La sentencia del Tribunal Constitucional sobre el asedio al Parlamento catalán en 2011 marca los límites del ejercicio del derecho de reunión y manifestación en España. Después de mucha deliberación, el tribunal decidió mantener la condena a tres años de prisión que el Supremo impuso a cinco implicados en aquellos hechos, sentando el principio de que “el ejercicio de las libertades de reunión, manifestación y expresión no es ilimitado”.

La tesis de la sentencia es que cada vez que se plantee un conflicto por un supuesto exceso en el ejercicio del derecho a la protesta —en aquel caso contra los recortes presupuestarios— habrá que examinar si quienes hacen uso de su libertad para manifestarse están lesionando otros derechos igualmente dignos de protección. En el supuesto del Parlament, esos derechos eran los de los parlamentarios, como representantes de los ciudadanos.

El fallo sostiene que el derecho a protestar no cubre ni justifica que se pueda llegar a impedir el acceso de los diputados a la sede parlamentaria, como sucedió en aquel caso, en el que el entonces presidente de la Generalitat, Artur Mas, tuvo que acceder al edificio en un helicóptero de los Mossos d’Esquadra. El esquema de valores del fallo del Constitucional es distinto al de la sentencia que en 2014 dictó la Audiencia Nacional sobre este asunto, absolviendo a los acusados.

Frente a la tesis “institucional” —que ha prosperado en el Constitucional en el sentido de que no existe el derecho a paralizar la labor de un Parlamento—, en la Audiencia prosperó el criterio de que “las conductas” de los implicados “estaban destinadas a reivindicar los derechos sociales y los servicios públicos frente a los recortes presupuestarios y a expresar el divorcio entre representantes y representados”. El trasfondo de este debate reside, en sustancia, en dos concepciones distintas sobre el funcionamiento del sistema democrático.

Para el magistrado Ramón Sáez, ponente del fallo de la Audiencia, “la democracia se sustenta en un debate público auténtico, en la crítica a quienes detentan el poder”. En consecuencia, el derecho más digno de protección es el del ciudadano que se rebela y protesta, en aquel caso contra la regresión en las políticas sociales. Para el magistrado Antonio Narváez, encargado a su vez de la reciente sentencia del Constitucional, el derecho que debe prevalecer es el de los diputados acosados, porque “lo que perseguían los allí concentrados era atacar las raíces mismas del sistema democrático”, impidiendo a los diputados ejercer su labor.

El cerco al Parlament no se pareció al asalto al Capitolio del pasado enero, ni tuvo las mismas fuentes de inspiración ni los mismos propósitos y resultados. Pero en ambos casos se logró paralizar una institución parlamentaria. ¿Es más digna de protección la protesta cuando tiene acento social, cuando el que se manifiesta lo hace contra las desigualdades? La tesis de la Audiencia fue que “cuando los cauces de expresión se encuentran controlados por medios de comunicación privados resulta obligado admitir cierto exceso en el ejercicio de las libertades de expresión o manifestación”. El fallo añadía que para muchos la protesta es el “único medio” por el que “expresar y difundir sus pensamientos y opiniones, el único espacio en el que puede ejercer su libertad de palabra”.

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El Constitucional ha puesto pie en pared en este punto clave, bien es cierto que con un considerable nivel de disidencia interna, puesto que la sentencia se aprobó por siete votos a cuatro. El tribunal de garantías ha coincidido con el Supremo —que anuló en 2017 la absolución inicial de los implicados— en que determinados excesos no se pueden tolerar. La libertad de expresión, ha dicho el Constitucional, es “garantía del disentimiento razonado”, pero no ampara “la forma exorbitante e intimidatoria” de la protesta consistente en el asedio a un Parlamento.

La sentencia del Constitucional no pone punto final al debate sobre la prevalencia del orden público o la sensibilidad social. “La calle es mía”, dijo Manuel Fraga en los albores de la democracia, en 1976, siendo ministro de la Gobernación. Los escraches —la protesta frente al domicilio de un político— son “el jarabe democrático de los de abajo”, afirmó a su vez Pablo Iglesias en 2013, en puertas de la creación de Podemos.

Vía intermedia

¿Con qué y con quién hay que quedarse? La respuesta del Constitucional ha sido que en los sistemas de democracia representativa existe una vía intermedia, que consiste en proteger “los derechos de participación política”, de modo que se garantice el derecho a la protesta, pero con exclusión de las fórmulas “innecesariamente coercitivas”.

Este tipo de debates ya se produjeron en el Constitucional cuando tuvo que examinar los recursos contra la ley de seguridad ciudadana. Habían surgido iniciativas como las que llamaban a rodear el Congreso que preocuparon al Gobierno, entonces en manos del PP. Ahora el Congreso de los Diputados tramita una proposición de ley para reformar la que es también conocida como ley mordaza. Unidas Podemos negocia con el PSOE derogar el artículo 36.2 de la norma, que sanciona “la perturbación grave de la seguridad ciudadana que se produzca con ocasión de reuniones o manifestaciones frente a las sedes del Congreso, el Senado y las asambleas legislativas de las comunidades autónomas, aunque no estuvieran reunidas”.

Es posible que una modificación de esa ley suponga cambios en el enfoque del Constitucional. Al fin y al cabo, este fallo ha resuelto un caso concreto, en el que lo determinante para las condenas no fue el hecho de la protesta, sino lo que el tribunal ha calificado como “un clima de tensión física”, en el que hubo “confrontación personal” de los imputados con los diputados, y “conductas objetivamente capaces de incidir sobre quienes trataban de acceder al recinto, parcialmente bloqueado” para ejercer su “función parlamentaria representativa”.

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