Los viejos fantasmas de Génova 13
El exgerente Cristóbal Páez describe la sede del PP como un lugar caótico y lleno de envidias. Dice que llegó a sentir miedo de Luis Bárcenas
Cristóbal Páez es de esa clase de personas que se lía hablando y que, cuando al cabo de media hora ya no sabe por dónde salir, le suelta al interlocutor: “¡Usted me está liando!”. Fue eso, literalmente, lo que el exgerente del PP le dijo al fiscal Antonio Romeral en un momento de la sesión del juicio. Tanto levantó la voz el tal Páez que el presidente del tribunal, muy poco tarjetero hasta el momento, rompió su silencio para llamarlo al orden. El acusado se dio cuenta de que había metido la pata y quiso enmendarlo dorándole la píldora al fiscal:
—Disculpe, si usted se caracteriza por algo es porque es supereducado...
Luis Bárcenas se ha quedado en la cárcel esta mañana. Si cualquiera pudiera pensar que qué raro, que cómo prefiere pasar la mañana en chirona en vez de venir al juicio, es que ese cualquiera no ha probado estos asientos de madera. La sede de la Audiencia Nacional en San Fernando de Henares no es el Tribunal Supremo, con sus sillones forrados de damasco junto a la plaza de París. Es un polígono industrial en medio de un descampado, un outlet gigante y un Mercadona. De hecho, el único ambiente se lo daba la presencia de Bárcenas y su eterna promesa de tirar de la manta. Ha sido desaparecer el extesorero y esfumarse también las cámaras de televisión y hasta los abogados de las acusaciones populares. Cristóbal Páez, nada más sentarse ante el fiscal, dice que está dispuesto a contarlo todo, pero en ese todo no incluye respuestas concisas y razonablemente verídicas, sino una verborrea innecesaria en la que se va hundiendo su propia credibilidad.
Más que una declaración de inocencia, lo que se puede construir con la declaración de Cristóbal Páez, abogado de profesión, es un croquis de lo que era la sede de Génova 13 cuando, en 2004, Bárcenas lo ficha como adjunto. “Me dijo que me ocupara de poner en orden la casa”, explica, “porque había mal ambiente laboral, envidias, no existía comunicación interna y las plantas además eran un laberinto del que a veces yo no sabía por dónde salir. Me ocupé también de los servicios de limpieza y de informática, que tampoco funcionaban bien”. El paisanaje, según Páez, no era mucho mejor. El fiscal le pregunta qué relación tuvo con sus superiores. Dice que con Álvaro Lapuerta muy poca, porque el entonces tesorero del PP ya “tenía síntomas de demencia”. Páez reconoce que, pese a ello, Lapuerta lo llamó una vez. Describe la escena: “Me dijo: estamos muy contentos con tu trabajo, hijo, y me entregó un sobre con 6.000 euros. Yo le dije que me merecía más y de forma legal, pero me dijo que eso era lo que había. Me sentí incómodo, pero me guardé el sobre”. El año siguiente recibió otro, con una cantidad idéntica.
El retrato que hace Páez de Bárcenas tiene dos caras. La de los primeros años es la de un personaje poderoso y distante, que “cerraba la puerta de su despacho incluso cuando estaba solo”. Ese perfil coincide con el que trazó en la jornada del martes el arquitecto Gonzalo Urquijo, el de una persona que se hacía respetar con su sola presencia. La situación se empieza a torcer hasta convertirse en pesadilla cuando Bárcenas se ve envuelto en los primeros escándalos. El tesorero llama a Páez a su despacho:
—Me dijo: ‘Quiero darte una cosa para que me la guardes...’. Yo le dije: ‘¿por qué me pones en este compromiso?’. Me respondió: ‘porque tengo confianza en ti’. Yo le insistí: ‘No me comprometas. Pero aun así sacó los papeles y me los enseñó'.
El fiscal le pregunta, en el momento más tenso de la sesión, sobre el contenido de aquella carpeta. Cristóbal Páez se intenta escapar diciendo al principio que ni siquiera los miró, que no los quería ver, que tenía miedo.
Es la primera vez que lo dice. Miedo. Una palabra que empieza a repetirse como un estribillo hasta el final de la declaración. Un miedo que sube de categoría cuando, según cuenta, se vio envuelto en la lucha de poder entre Luis Bárcenas y Dolores de Cospedal, la entonces secretaria general del PP. El todavía tesorero se siente traicionado y llama a Páez a su despacho. Lo amenaza, lo insulta, le tira un encendedor que consigue esquivar. Según la declaración que prestó ante el juez Pablo Ruz en el verano de 2013, Bárcenas llegó a decirle a Páez que iba a “arrancarle la cabeza”. Se lo creyó, se refugió en su casa. Buscó la ayuda de Ángel Acebes, de Dolores de Cospedal, incluso de Mariano Rajoy. Aquí el relato de Páez se resquebraja. Hasta ahora ha dicho que era un mandado, prácticamente un don nadie en el PP. Lo que cuenta ahora es que puede acceder a los principales despachos de la séptima planta de Génova 13. Cuando quiere ver a Rajoy, no tiene más que llamar a la puerta. Pero el entonces presidente del PP le sirve de poco. Fiel a su estilo, no mueve un dedo, espera que las cosas se arreglen solas...
Cuando termina su declaración, Cristóbal Páez se marcha con un gesto triste que parece sincero. Las cosas no se arreglaron solas. Lo despidieron del PP con una indemnización excesiva que sigue oliendo a pacto de silencio. Huyó de España. Se construyó una nueva vida en Argentina. Ahora ha vuelto para revivir los viejos fantasmas de Génova 13.
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