El lado de acá


Contrastan la fragilidad y la temperatura de la carne con la dureza y el frío del acero. De ahí los guantes protectores que se ha colocado la operaria. De ahí los cascos con los que preserva sus oídos del ruido ensordecedor de la factoría. Así se ha vuelto el mundo: duro y frío y ensordecedor. En mis caminatas, alcanzo a veces el borde de una de las carreteras de circunvalación de Madrid y permanezco allí, observando el otro lado, asombrado de hallarme tan cerca y tan lejos de él al mismo tiempo. Apenas unos metros nos separan, pero son unos metros de negro y duro asfalto recorridos por un raudal de automóviles veloces y, más que veloces, ansiosos. Bastaría dar tres pasos para que me arrollaran. En solo unos segundos, sería un montoncito de carne picada y fragmentos de hueso. Mi cabeza, separada del cuerpo, rebotaría quizá unos instantes antes de estallar y convertirse en nada. Vivo la escena en mi imaginación con tal realismo que vuelvo a casa convertido en mero espíritu. Todos los vehículos que he visto pasar enloquecidos, la mayoría de los cuales están siendo pagados a plazos, tienen los días contados ya, se metamorfosearán en chatarra y vivirán una segunda vida en el desguace, y en eso también nos diferenciamos de ellos, pues los restos orgánicos, excepto los de los santos, se descomponen, se diluyen, se pierden en la atmósfera o en la tierra como lágrimas en la lluvia.
Precisamente, lo que manipula esta mujer tan frágil con relación a su entorno de metal, es el motor de uno de esos coches que yo contemplaré luego, alucinado, desde el lado de acá de la existencia.
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