
Grumos de oscuridad
Lo que usted, amable lector, tiene ante los ojos ahora mismo es la foto de un edificio de oficinas de Madrid, aunque podría pasar por una sucesión de fotogramas de la película de la existencia

Lo que usted, amable lector, tiene ante los ojos ahora mismo es la foto de un edificio de oficinas de Madrid, aunque podría pasar por una sucesión de fotogramas de la película de la existencia. Me gusta por eso, porque me recuerda que las biografías se pueden editar y de hecho se editan cuando se las contamos a los otros. Disponemos de distintas versiones: la que le endilgamos al taxista, pobre, durante una carrera de veinte minutos; la que le referimos al amado o a la amada en la cama, tras el primer encuentro sexual, o la que desplegamos frente al compañero de asiento, en el avión, a lo largo de un viaje transatlántico. Luego está el “montaje del director”, que es la versión reservada para nosotros mismos y en la que no hemos podido eliminar las secuencias que nos hicieron daño y que nos da vergüenza visitar de nuevo, aunque no dejamos de hacerlo para ver si, a base de proyectarla, se desgaste esa emoción masoquista o autodestructiva.
Me gusta pensar que el movimiento, en la vida, ha sido una ilusión, como en el cine, producto de la velocidad a la que se pasaban las imágenes. Me complace imaginar que la vida ha tenido también mucho de sueño, de ahí que en la imagen, pese a su realismo, solo apreciemos sombras, perfiles de gente que trabaja o destrabaja o habla, perfiles de escritorios u ordenadores, manchas, en fin, porque la vida es asimismo la caverna de Platón. Creemos ver la realidad, movernos entre objetos y personas auténticas cuando, con suerte, apenas vislumbramos grumos de confusión. Si accediéramos al escenario auténtico, nos deslumbraría su luz.
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