‘Ōbei’, un relato de Fernando Iwasaki
¿Qué somos? ¿De dónde venimos? ¿Acaso importa? A veces el origen de uno no es ni Oriente ni Occidente. Y sólo cuando cae el tronco del árbol es posible descubrir a qué se agarraban las raíces de una familia
La madrugada que falleció abuelita, a fines de 1984, mi papá me mandó a recoger un hábito de las monjas de la Buena Muerte para amortajarla. Al parecer, abuelita había encargado su último traje de noche a esas monjitas y así me fui hasta los Barrios Altos, dejando a mi viejo velando la eternidad dormida de su madre. Me sentí aliviado al abandonar el depósito de cadáveres del Hospital Militar, porque ningún celador nos acompañó a reconocer su cuerpo y tuvimos que levantar más de una sábana hasta que dimos con ella. Nunca olvidaré cómo besaba su frente sollozando, tal como la garúa limeña me iba calando frente al portón cerrado de la iglesia de la Buena Muerte.
Me pareció raro que abuelita no quisiera enterrarse con el hábito morado del Señor de los Milagros ni con el áspero manto de la Beatita de Humay, sus dos grandes devociones. ¿Por qué la Buena Muerte? Yo jamás había entrado en aquella iglesia, porque cada vez que mi papá nos llevaba hasta esa plazoleta donde había jugado cuando era chico, era para comer ceviche, jaleas, tamalitos de pescado y arroz con mariscos en el restaurante de su amigo, el señor Kunigami. El portón seguía cerrado, la rasca del amanecer arreciaba y un cálido aroma a café recién hecho salía de la fonda del señor Kunigami. De un salto me levanté de las escaleras del atrio y crucé la pista, casi saboreando sus chicharrones en la memoria.
Encontré al señor Kunigami tomando su desayuno, pero los chicharrones brillaban por su ausencia: apenas una sopa miso, pescado revuelto con arroz y un jarro de café pasado. Cuando le conté que la abuelita había muerto, me invitó a tomar el mismo desayuno en el mostrador y me dio sus condolencias con mucho sentimiento. Me rogó que le presentara sus respetos a mi papá y con austera solemnidad me pidió que le dijera que la señora Kunigami también había fallecido unos meses antes. Sé que balbucí precipitado un “lo siento”, pero al instante advertí que aquella expresión precisaba un lenguaje corporal que yo había confundido con la austera solemnidad del señor Kunigami. Recordé la afrancesada música interior de los versos de Darío y la métrica inglesa de los sonetos de Borges, y comprendí que el señor Kunigami me había dado el pésame desde el nihon-go que yo no era capaz de articular.
“Tu papá es bien buena gente”, suspiró el señor Kunigami. “Todas las semanas traía a comer aquí a los tenientes, los capitanes, los mayores. Yo le decía: un día tienes que traerte a un coronel, por lo menos. Y tu papá se reía”. La juventud de mi viejo era un enigma para mí, pues siempre se negaba a hablar del asunto y así su infancia era un misterio para nosotros. ¿Sufrió en persona la persecución contra la comunidad japonesa de Lima? A la menor insinuación cambiaba de tema. “Tu oba-chan era una señora valiente”, susurraba el señor Kunigami, como si hablara desde otro tiempo. “Ella solita sacó adelante a tu papá y a tu tío cuando murió tu oji-san. Pero nunca aprendió a cocinar nihon-yori”.
—¿Es un plato especial? —quise saber, porque no lo conocía.
—Nihon-yori significa comida japonesa. Toda la comida japonesa. Este desayuno que me estoy tomando también es nihon-yori —respondió el señor Kunigami, con una lentitud que se me antojó un reproche.
Me sentí tan avergonzado de mi ignorancia, que para salir de ahí pregunté a qué hora abría la iglesia de la Buena Muerte, porque tenía que recoger un hábito para enterrar a mi abuela. Entonces el señor Kunigami dijo que me había “palteado”, que ese convento era de “puros hombres” y que las monjitas estaban —más bien— en la esquina. “Anda corriendo”, agregó cortés, “y regresa para darte pan con chicharrón, que eso no es nihon-yori”. Corriendo me fui, sintiéndome hasta las patas, por ser un limeño nipón que ni sabía japonés ni conocía Lima bien.
Las monjitas resultaron ser las trinitarias y a través de una rejilla le dije a la madre de la portería que venía por una mortaja encargada por la familia. Le di el nombre de abuelita y no sé cuánto tiempo estuve junto al torno, porque la espera se me hizo larguísima y la bolsa que me entregó pesaba —me horroriza recordarlo— como un muerto. No me sentía con cuerpo para tomar desayuno, aunque el olor de los chicharrones me devolvió el gusto por la vida. Yo había comido sánguches de chicharrón en Mala, Lurín y Pachacámac, pero los del señor Kunigami tenían un sabor único. Y sobre el mostrador había dejado dos panes que habrían merecido un bodegón en cualquier museo europeo.
—Gracias por el dato, señor. No sabía que las monjitas no eran de la Buena Muerte, porque por aquí todo se llama la Buena Muerte. Como su restaurante.
—El nombre del restaurante es “Oeste” —me corrigió—. Todo el mundo dice “vamos a comer ceviche a La Buena Muerte”, pero el cartel de la entrada dice “Oeste”.
—¡Mmmm! —asentí con la boca llena, mientras pasaba el bocado y miraba de refilón hacia la puerta—. Lógico, porque estamos en el Perú, en Occidente.
—Chigaimasu —negó moviendo la cabeza—. Japón está al oeste. Y, además, el Perú no es Occidente. En todo caso, no en japonés —zanjó rotundo.
El señor Kunigami me explicó que, en nihon-go, la palabra Ōbei significaba “Occidente”, pero que sólo se aplicaba a Europa, Canadá y Estados Unidos (“Perú no es Ōbei, Argentina no es Ōbei, Brasil no es Ōbei”). Me asombró descubrir que no existiera en japonés una palabra que incluyera a América Latina dentro de la cultura occidental. Sin embargo, el señor Kunigami me confesó que lo que sí existía era un sabor que los clientes de su restaurante disfrutaban, sin saber que se trataba de experimentos inspirados en el gusto de los amigos que eran ainokos, como mi padre (”tu papá mezclaba comida peruana con japonesa: le echaba shõyu al bisté apanado, leche de tigre al yakimeshi, wasabi a los frejoles y rocoto al sashimi). Esa palabra sí que la había escuchado —ainoko significaba injerto, cruzado—, porque mi tío Lucho, mi padrino, me había contado que mi papá se trompeaba con los abusivos de la colonia japonesa que los insultaban llamándolos ainokos. Ellos eran ainokos porque el abuelo se había casado con abuelita, que era chola y de Huaraz. Ellos eran ainokos porque no podían ser nihon-jin: japoneses japoneses. Alguna incomodidad se me debió notar porque el señor Kunigami me habló con más dulzura que cortesía.
“Ya todos somos ainokos”, sentenció en un tono que instilaba tanto alivio como resignación. “Los nisei que fueron a Japón para dekasegi regresaron corriendo, porque allá les hicieron sentir que no hablaban nihon-go, que no eran nihon-jin”. Entonces el señor Kunigami sacó de una despensa diversos frascos llenos de salsas, para decirme que ahí estaba la esencia de lo que todos nosotros éramos en realidad: yakiniku de ají panca, kabayaki de algarrobina y ponzu de huacatay. Luego me enseñó un tamari que había conseguido macerando algas y rocoto en jugo de limón, así como una teriyaki que se había inventado con aceite, yonezu, culantro y licor de arroz para sazonar los chicharrones (“tus sánguches no son nihon-yori, pero tampoco son criollos criollos, porque todos mis platos tienen un alma japonesa, su tamashī”). De pronto comprendí que los nikkei peruanos habitábamos una región intermedia entre ese oeste —donde estaba Japón— y el Ōbei occidental. La voz del señor Kunigami me hizo regresar a la Buena Muerte: “¿Por qué el hábito de tu oba-chan tiene kanjis?”.
Me había olvidado de la mortaja que llevaba en la bolsa y que había colocado de mala manera en el suelo. Con infinita delicadeza, el señor Kunigami la extendió sobre una de las mesas del Oeste y descubrimos que no era un hábito, sino un kimono con letras japonesas bordadas. Del cinturón del kimono sacó un papel amarillento con más letras incomprensibles (“menos mal que está en hiragana, porque no me sé muchos kanjis”). Luego de pasar varias veces el índice por cada columna, el señor Kunigami me explicó que la carta la había escrito un compañero de trabajo de mi abuelo (“tu oji-san se escondió en el convento con otros trabajadores de la Casa Suetomi, durante los saqueos de la guerra mundial”). Al parecer, llegó muy grave a la iglesia, donde falleció (“muchas patadas, muchas familias presas, muchos llantos”) y fue enterrado en una fosa común, sin el kimono que guardaba desde que salió de Japón (“seguro tu oba-chan pidió a las madres que le guardaran el kimono, por miedo a los registros y las persecuciones”).
Antes de regresar al Hospital Militar, el señor Kunigami me pidió que le permitiera ponerle al kimono un broche de la señora Kunigami, porque ella se habría sentido muy honrada de acompañar a mi oba-chan en su camino. Y así salí del Oeste, bajo las últimas gotas de la garúa, para amortajar a la abuelita con el kimono de la Buena Muerte, y con la homérica certeza de que su épica secreta no habría desentonado en un poema del Ōbei.
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