Gelita del Cabanón y Rodrigo Cuevas: el arte de cantar por los caminos
El músico y defensor del folclore asturiano encontró en esta mujer octogenaria una inspiración única
El Cabanón no sale en Google Maps. Al final de una carreteruca empinada y en zigzag se encuentra esta aldea de cinco casas asomada al valle del río Negro, concejo de Aller, Asturias, así llamado porque en otros tiempos bajaba negro de carbón. En una de esas casas nació Gelita del Cabanón, y en ella sigue viviendo 88 años después. Gelita recibe sonriente, con esa bata floreada que usan las mujeres de los pueblos, acompañada por su hija Olga y su yerno Luis, que hace unos años han regresado para acompañarla. Otros convivientes son tres gatos, las pites y los conejos. De fondo se oye un cencerro.
En sus largos años de vida, Gelita ha almacenado en su cerebro, sin proponérselo, una buena muestra de la música popular asturiana. Cuando canta, su voz melodiosa retumba en el silencio del valle, como si fuera el propio valle quien cantara. Ya nadie canta en los alrededores, solo Gelita, y su melodía pone los vellos de punta.
—¡Cuánto tiempo sin verte! —dice Gelita.
—Claro, con tanta pandemia… —dice Rodrigo.
Rodrigo es Rodrigo Cuevas, músico y showman que nos presenta a Gelita, conocida administrativamente como María de los Ángeles González. Entre ellos hablan en lengua asturiana, que aquí ha sido traducida para mayor claridad. Nacieron un mismo día: el 24 de septiembre, ella de 1932, él de 1985, aunque eso lo descubrirán más tarde. Cuevas la conoció, por recomendación del folclorista Xosé Ambás, en un viaje de exploración por la Asturias profunda para la preparación de su disco Manual de cortejo, que desarrolló en colaboración con el productor Raül Refree, también colaborador de otras artistas interesadas en las músicas populares, como Rosalía o Sílvia Pérez Cruz. En Gelita, Cuevas encontró un pozo de conocimiento y tradición. “Tiene un repertorio que es una pasada, y es precioso cómo canta, cómo adorna”, dice Cuevas. “Aluciné cuando la conocí”.
Gelita vivió una vida dura, de las que parecen de otra época, más agreste. Su padre no la reconoció, la madre murió pronto, cuando fue a Oviedo a ganarse la vida, Gelita se crio con tíos y abuelos. Fue poco a la escuela, trabajó mucho, las cosas que sabe las conoce del campo. Las canciones las aprendió cuando vivía encima de un chigre (taberna, en asturiano), donde trabajaba cuidando a la familia del dueño, y desde donde escuchaba los cantares de los paisanos. “Canto desde que tenía cinco años”, cuenta Gelita, “siempre decían: ‘Esta nena va a cantar muy bien’. Aunque nunca actué en escenarios porque soy muy nerviosa. Cantaba mientras trabajábamos en el campo”.
—Gelita, ¿de dónde vienen estas canciones?
—De los que venían de antes, de mucho para atrás, de los que no conocimos.
Cuevas comenzó su andadura por chigres y verbenas de pueblo, como una vedete con madreñas, y fue haciéndose una fama que fue de boca en boca. No estaba claro que con un espectáculo tan enraizado en el humor y las tradiciones locales fuera a ser comprendido más allá de la cordillera Cantábrica, pero hete aquí que ahora es demandado, con un trabajo cada vez más maduro, en toda España y parte del extranjero, por ejemplo, con su última función, Trópico de Covadonga.
En Asturias es conocido y querido, le saludan con confianza por las terrazas, por las sidrerías, por las confiterías (también, quizás, debido a su programa El camino en la televisión autonómica asturiana TPA). Es como si fuera de la familia: se percibe cierto orgullo por este chaval que anda por el mundo reivindicando la asturianía en códigos electrónicos y gamberros, totalmente contemporáneos. “En realidad”, apunta Cuevas, “esto de volver a la tradición y actualizarla lleva pasando toda la vida, no es algo que nos hayamos inventado los que lo hacemos ahora. Hay muchísimas olas de artistas que, a través del tiempo, se han dedicado a esto. Solo somos una ola más”. Lo bueno, opina, es que así se atrae a mucha gente a cantar, a bailar, a tocar la pandereta.
Gelita es una mujer alegre y cariñosa, ágil de mente, enérgica; solo se le asoma la tristeza cuando recuerda algunos de los episodios más duros de su vida. “Yo sufrí mucho”, dice, “un calvario”. Durmió en cuadras, pasó hambre, temió a los zorros. Perdió varios hijos. La primera nació mal, envuelta en una bruma, su único contacto con el mundo exterior era uno de sus oídos. “Solo yo la quería, solo yo la cuidaba”, cuenta Gelita. “Un día, mientras guardaba a las vacas, sentí como que pasaba un paxarín. ‘Morrió la mi fía’, pensé”. Y así fue: había muerto.
Aunque aquí todo parezca quieto, el mundo ha cambiado mucho en poco tiempo. La nieta de Gelita vive lejos del ganado, los pastos y los arroyos: es ingeniera aeronáutica en Valladolid. A Gelita le piden ahora que cante en las excursiones en autobús de los jubilados. Dice que en los pueblos ya nadie se ayuda, que la gente es muy individualista. “Antes, cuando uno acababa lo suyo se ponía a la faena con el vecino”, recuerda, “ahora nadie quiere trabayar por los otros”. Algunos solo aparecen los fines de semana.
Cuevas se ha traído el acordeón y su ropa de actuar: las madreñas doradas, la faja, el sombrero de ala ancha, que se pone cuando descansa y canturrea apoyado en la puerta de la cuadra. “Antes todo el mundo cantaba o silbaba, mozos o paisanos, de todo, siempre se oía cantar por los caminos y los pueblos: sabías si había gente por el monte”, explica Gelita, “ahora como nadie canta hay que llevar ropa de colorines para hacerse ver”. La música popular, al menos, debería resistir a la erosión del tiempo. “Eso es lo más importante”, dice Rodrigo, “no tanto lo que hagamos tres o cuatro en el escenario, sino que se siga cantando en las cocinas, por los caminos, en los patios, en las fiestas. Eso es que el folclore siga vivo, no que yo coja unas cuantas canciones que son de todos y haga un espectáculo con ello”. Cree, además, que es importante que no se desvirtúe el folclore: “Lo que hacemos en el escenario, modificado, no es lo tradicional, lo tradicional es otra cosa, eso tiene que quedar claro: si no, estás engañando”.
Cuevas vive en un pueblo del concejo de Piloña, tiene dos burras y trata, en la medida de lo posible, de llevar una vida acorde con el mundo rural. Gelita residió varios años sola en la aldea, en mitad de este mundo que se va quedando despoblado. Aquí viven asomados a un abismo donde se muestra un amplio catálogo de verdes. Ya no queda casi nada de la mina que fue el motor de estos valles y de Asturias entera, los pozos donde trabajó la familia de Gelita, y hasta su yerno, ahora jubilado. La ganadería es un negocio dificultoso, sin demasiado futuro, según confirman sus familiares, que siguen dedicándose a ello. La juventud deja los concejos y se va a otros lugares de España. “Mira, por ahí abajo va el tren turístico”, señala Olga, la hija. Pasa algunos días de la semana, por la carretera que sigue al río, y parece la única posibilidad en el futuro de estos valles: convertirse en una atracción, en un mero recuerdo de otro pasado. Al lado de la casa de Gelita transcurre una senda que recorren visitantes con ropas técnicas de colores fluorescentes, la “ropa de colorines” de los que no van cantado. Cuando la mujer canta, siempre se detienen para curiosear. Hay quien viene expresamente a escucharla, va ganando cierta fama. “Después de vieya, gaitera”, repite Gelita el refrán popular.
—Cómo me presta cantar contigo, Gelita —reconoce Cuevas.
Gelita y Rodrigo siguen cantando entre las flores de la ladera, en un mundo que parece tocar a su fin. Las enormes montañas, los árboles longevos y las nubes efímeras los escuchan: estos elementos naturales seguirán ahí siempre, destruyan lo que destruyan, olviden lo que olviden, los humanos. Más tarde, Gelita nos invitará a pasteles.
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