Un viaje por la España de Berlanga
El centenario del cineasta sirve de pretexto para recorrer las localizaciones en las que rodó algunas de sus principales películas y hablar con algunos de los personajes que en ellas participaron
Nació hace 100 años y en noviembre se cumplieron 10 de su muerte. Más allá del genial cineasta, fue uno de los mejores cronistas del pasado reciente de España. Y aunque no hace falta pretexto ninguno para disfrutar del universo del director y guionista valenciano, sin duda es buen momento para asomarse al balcón de Luis García Berlanga (Valencia, 1921-Madrid, 2010), un verso libre militante del humor negro, el contraste entre la ternura y la mala baba y el “no todo es lo que parece”.
Asomarse, por ejemplo, al balcón del ayuntamiento de Guadalix de la Sierra junto al inolvidable alcalde José Isbert. O subirse al motocarro de Plácido en Manresa. O pasear por la Peñíscola llamada Calabuch. O asistir al milagro de san Dimas en Alhama de Aragón. O dejarse seducir en Madrid y Mallorca por la bonhomía de un verdugo. O perseguir suecas en Sitges. Conocer a los pobres, a los ricos, a los necios, a los miserables (de toda clase y condición), a la buena gente. “Parecía que tenía radiografías en los ojos, parecía que veía lo que no podía verse”, dice Sol Carnicero, amiga y jefa de producción en varias películas.
Conviene también volver al magisterio de su amigo y pareja artística Rafael Azcona, un sabio. Es lo que hemos hecho en estas páginas, que evocan los rodajes de 10 de sus películas a través de las localizaciones donde fueron rodadas y de algunos de los personajes que en ellas intervinieron. Bienvenidos a la España de Luis García Berlanga. Comienza el viaje.
Bienvenido Mister Marshall 1953 Guadalix de la Sierra, Madrid
¡Como alcalde vuestro que soy, os debo una explicación!
Chencho Esteban tenía 16 años y ayudaba a su tío ordeñando vacas en la pequeña localidad madrileña de Guadalix de la Sierra, que Berlanga convertiría en la andaluza Villar del Río. Trabajaba de sol a sol y ganaba cosa de dos pesetas al día. Una vez estaba tan cansado que se echó en un pajar y se quedó dormido dos días, dice. Un buen día vio a un señor de fuera paseándose por la plaza del pueblo. El señor se le acercó y le dijo que si quería trabajar en una película. Contestó, claro, que sí y pasó a ganar 25 pesetas/día. Y encima podía ver cada día a la actriz Lolita Sevilla, de la que se quedó prendado del todo.
Chencho sale en varios planos de ¡Bienvenido, Mister Marshall!, la película cuyo guion firmaron al alimón Juan Antonio Bardem, Miguel Mihura y Luis García Berlanga, y que acabaría suponiendo el pasaporte a la celebridad para este último, con viaje al Festival de Cannes incluido, donde esta sátira claroscura de la ayuda estadounidense a Europa, el Plan Marshall y el paupérrimo estado de cosas en la España de la posguerra logró un premio a la mejor comedia. Pero, sobre todo, Chencho sale en esa secuencia memorable en la que la gente del pueblo pide cosas a los americanos como quien se las pide a los Reyes Magos. “Yo quiero una bici de carreras. ¡Y con timbre!”. Debajo del mismo balcón del ayuntamiento en el que el alcalde encarnado por José Isbert lanzaba su perorata a sus vecinos (“¡Como alcalde vuestro que soy os debo una explicación, y esa explicación os la voy a pagar!”) y donde hoy sigue en forma de estatua, Chencho se pone ante la cámara y a petición nuestra repite la escena. Le sale a la primera. De 10.
El rodaje resultó infernal por las broncas entre Berlanga y algunos actores, y sobre todo entre el director y su operador Manuel Berenguer (llegaron a las manos durante la escena del duelo de wéstern entre Pepe Isbert y Manolo Morán). Parte del equipo le puso al director el mote de Mister Cagada, lo que da una idea del ambiente. La película se estrenó el 4 de abril de 1953 en el cine Callao de Madrid. Permaneció dos meses en cartel. Ya casi no quedan restos del Guadalix de aquella época, apenas tres casas, y muy pocos de los extras del rodaje. “Pero el pueblo sigue girando en torno a esta película, un legado importantísimo que nos dejó Berlanga y que vamos a mantener”, comenta Borja Álvarez, actual alcalde. Asegura que los festejos programados para abril de 2020 y que no pudieron celebrarse tendrán lugar en cuanto la covid lo permita (en 2022 se cumplirán 70 años del rodaje). Habrá que creerle. Porque ya se sabe: “Como alcalde vuestro que soy…”.
‘Todos a la cárcel’ 1993 Cárcel Modelo (Valencia)
Berlanga, entre rejas: sacudiendo estopa a diestro y siniestro
Todos a la cárcel, decimosexto y penúltimo largometraje en la filmografía de Luis García Berlanga, es un escaparate perfecto de su maniática vocación de miserabilizar los modos y costumbres de todas las capas sociales, económicas, culturales y políticas de España, ricos y pobres, rojos y azules, creyentes y ateos. Así que en el tórrido verano de 1993 metió a todos juntos —presos, carceleros, políticos corruptos, activistas de dudosa ralea, empresarios de ética ausente, curas, putas, comunistas, falangistas, transexuales, heterosexuales, homosexuales y hasta al mismísimo Torrebruno— en la Cárcel Modelo de Valencia, agitó la coctelera y salió este disparate marca de la casa. Que desde luego no pasó a la historia del gran cine carcelario, pero que sirvió para sacudir estopa igual a la ya exhausta y corrupta izquierda en el poder que a la derechona rancia y cínica que ya afilaba los dientes. Y para que el anarcoide Berlanga ganara los premios Goya a la mejor película y al mejor director.
Rafael Maluenda entró como meritorio de dirección en el rodaje de la película, así que pudo acceder virgen al mundo berlanguiano. Posteriormente volvería a trabajar con el director, primero en París-Tombuctú, última película de su filmografía, y después en la serie que Berlanga hizo sobre Blasco Ibáñez para TVE y Canal Nou. También puso en marcha el museo virtual Berlanga Film Museum, dependiente de la Generalitat valenciana, proyecto que abandonó en 2016, y ahora prepara un documental sobre el director. “Siempre ha habido cierta polémica en torno a él, incluso por parte de amigos suyos, que apunta a que era un caos, pero yo ese caos nunca lo vi. No dejaba nada al azar, todo estaba en el plan de rodaje. Otra cosa es que luego él llegara y se le ocurriera de repente que unas falleras con una paella se cruzaran con un condenado a muerte”, explica Maluenda sentado en una galería de la antigua cárcel, reconvertida desde 2013 en un mastodóntico edificio administrativo de la Generalitat valenciana donde trabajan 3.000 funcionarios. Qué cosas. Con la tirria que le tenía Berlanga a la burocracia.
Y hablando de actores: al director le ponían enfermo los que venían de la escuela de interpretación, “donde te enseñan a no actuar”, decía, y aún más los actores “del método”. A veces, a sus ayudantes de dirección, y en referencia a algún actor o alguna actriz, les susurraba: “A este métele un pincho en el culo a ver si espabila”. En cambio, a otros como José Sacristán o Luis Ciges o Agustín González o Galiardo les decía en el rodaje de Todos a la cárcel: “Vosotros lo que queráis, vosotros meted vuestras morcillas”. A Saza, no. Saza era un actor germánico y matemático que necesitaba decir lo que ponía exactamente en el guion.
‘Patrimonio Nacional’ 1980 Palacio de Linares-Casa América (Madrid)
“¡Bienvenido a casa, señor marqués!”
Palacio de linares (hoy Casa América), Madrid. Exterior día.
—Bienvenido a casa, señor marqués.
Cuarenta años después, José Lifante, el actor que dio vida a Goyo, el mayordomo de los marqueses de Leguineche, repite aquella toma. Abre el portón y recibe imaginariamente al señor, que regresa al hogar en busca de honores de corte y chanchullos varios. Arranca la crónica de una España en derrumbe, la del tardofranquismo y la de la Transición, y de otra que nace, la del socialismo. El retrato magistral de una familia de aristócratas en desbandada.
Tras el éxito de La escopeta nacional, Luis García Berlanga, Rafael Azcona y el productor Alfredo Matas decidieron prolongar con Patrimonio nacional una saga que lo mismo bebe de la España negra de Solana que de los chistes de Gila (aún harían una tercera entrega, Nacional-III, conformando así lo que dio en llamarse la Trilogía Nacional). Luis Escobar, José Luis López Vázquez, Mary Santpere, Amparo Soler Leal, José Luis de Vilallonga, Luis Ciges, Alfredo Mayo…, un plantel de órdago para otra obra maestra.
Berlanga era intransigente en las localizaciones, recuerda hoy Sol Carnicero, jefa de producción en las tres películas de la trilogía y en La vaquilla: “Nos podíamos pasar años buscando un lugar”. “¡Yo quiero el palacio de Linares!”, tronaba el director. Pero no les daban el palacio, que en aquel 1981 era propiedad de la Confederación Española de Cajas de Ahorros. Su director general, Luis Coronel de Palma, marqués de Tejada, se negaba a cederlo. Hasta que María Jesús Manrique, la esposa del director, dijo: “¿A que si le doy una paella en casa nos lo deja?”. Y tuvo razón. También era innegociable la voluntad del director en cuanto a los repartos. Quería a SUS actores y a SUS actrices. A veces insistía en nombres que ya habían fallecido y se cabreaba al ver que no podría tenerlos, como cuenta Sol Carnicero: “Decía: ‘Para ese papel, Fulanito’. Y yo: ‘Luis, se ha muerto’. Y él: ‘¿Estás segura? Compruébalo bien, que a veces…”.
Berlanga odiaba tener que explicar mucho a los actores lo que tenían que hacer. Así que les soltaba, por ejemplo:
—Tú eres el mayordomo de una gran familia venida a menos, sal y hazlo.
Y entonces salía alguien como José Lifante y lo hacía. “Fue un rodaje fantástico, y eso que estuvimos metidos aquí dos meses seguidos”, recuerda. Y cuando le mostramos el uniforme de mayordomo que lucía en la película —rescatado de entre los fondos de Sastrería Cornejo— y le ofrecemos que se lo ponga, a este actor de cine y teatro con 200 películas a sus espaldas se le humedecen los ojos. Evoca así a Berlanga: “Él no contrataba a cualquiera, te llamaba sabiendo lo que tú le ibas a aportar. Te decía: ‘Quiero esto’. Y tú se lo dabas. Y si le gustaba, se lo quedaba, y te regalaba un dólar. Y si no le gustaba, te decía que estaba hasta los cojones”.
‘Plácido’ 1961 Manresa (Barcelona)
Los ricos, los pobres y el motocarro más mítico del cine español
El motocarro está ahí, solito. En el garaje de la familia Martí, buena gente de Manresa. Marca Iso, unos 700.000 kilómetros a sus espaldas. Llevará inmovilizado cosa de 25 o 26 años, las ruedas sin aire (una delante, dos detrás), la chapa azul marino vetusta y el peso de la historia del cine sobre la carrocería. Hay objetos que son metáforas de otras cosas, que son iconos, que son emblemas. Este lo es del esfuerzo diario de tanta gente trabajadora, del sudor por llevar perras a casa. Y, claro, de una de las obras maestras de Luis García Berlanga, en lo que supuso su primer matrimonio artístico con el genial Rafael Azcona.
“Este me lo ha dado todo, todo lo que tenemos es gracias a él”. Llora como un niño Enric Martí, de 86 años, el propietario del motocarro más mítico del cine español. Aquel que recorría las calles y las plazas de Manresa con Cassen y José Luis López Vázquez a bordo, esos dos pobres diablos a quienes, como a tantos otros personajes berlanguianos, la ingenua ilusión permite afrontar toda perspectiva de ruina. Cassen era Plácido, y el motocarro, su sustento y el de los suyos. Como le pasaba a Enric. Plácido andaba loco por pagar las letras del vehículo. Como le pasaba a Enric. Plácido iba y venía haciendo apaños, llevando gente, animales, comida, trastos. Como Enric, que transportaba asientos de Seat 600 desde Manresa hasta Barcelona por aquellas carreteras de Dios. Y un día Berlanga le dijo a Cassen que si quería salir en su película. Como a Enric. Casto Sendra, Cassen, nunca había hecho cine. Tampoco Enric. Fue el griego Plutarco quien habló de las vidas paralelas. Quién sabe. A Enric, que no tenía padres, le tocó hacer la mili en Sidi Ifni. Cuando había guerra: dos años pegando tiros. Al volver, apenas tenía dos duros: lo que se había sacado ahorrando la paga y vendiendo bolsitas de piedras de mechero que había comprado en Marruecos. Con eso dio la entrada del motocarro. Berlanga citaba cada mañana a Enric en el bar Perdiu de Manresa. Rodaron 10 días. Le pagó al final del rodaje. “Más de lo que habían acordado”, explica Xavi, su hijo, en la plaza de Sant Domènec, donde arrancaba la película. Ahí están los mismos edificios y los urinarios donde trabaja la mujer de Plácido (Elvira Quintillá), y ahí estaba el hostal Santo Domingo, donde dormían los actores de la película. Ese microcosmos de cercanía era el contexto en el que le gustaba rodar a Berlanga: un pueblo, a poder ser un barrio, incluso un único edificio.
Con este largometraje, el sexto de su carrera, inaugura su magisterio absoluto en el arte del plano-secuencia, como ese inolvidable en el que se cruzan la caravana de los pobres, los ricos y los artistas de cine con un sepelio. Plácido concursó en Cannes y fue nominada al Oscar a la mejor película de habla no inglesa en 1962. Billy Wilder le pidió a Berlanga que les explicara cómo rodó esa secuencia. “Fue la única vez que levité en toda mi carrera”, declararía el director español. Incomprensiblemente, la censura franquista no se metió demasiado contra esta sátira feroz de la falsa caridad y la buena conciencia burguesa. Solo puso un pero. No dejó que se titulara Siente un pobre a su mesa, como querían Berlanga y Azcona. Hasta ahí podíamos llegar. Por Dios.
‘El verdugo’ 1963 Plaza de la Marina Española (Madrid)
Cachondeo y denuncia de la pena de muerte
“¡Con la alegría que yo traía, el día más feliz de mi vida, y me lo habéis destrozado!”. “¿En Palma de Mallorca? Ahí no he actuado yo; si no, te daría una tarjeta”. “Me hacen reír los que dicen que el garrote es inhumano. ¿Qué es mejor, la guillotina?”. Y podríamos llenar todo este espacio de texto solo con las memorables frases que pronuncia José Isbert en la película El verdugo, un alegato contra la pena de muerte como ya se ha repetido mil veces, sí, pero sobre todo, y como prefería retratarla Berlanga, un retrato feroz de la pérdida de la libertad individual frente a la sociedad y de las miserias y las mezquindades consustanciales al ser humano, sea cual sea su clase social o su adscripción ideológica o económica. Para ello recurrió de nuevo —como ya había hecho en ¡Bienvenido, Mister Marshall!, Calabuch y Los jueves, milagro— a un Isbert en estado de gracia. El verdugo es una obra maestra no del cine español, sino del cine a secas, y si Pepe Isbert hubiera nacido en Los Ángeles en lugar de en el barrio de Embajadores de Madrid, seguramente habría sido una estrella planetaria.
Las secuencias que Berlanga rodó con él, junto a Emma Penella y Nino Manfredi, en la plaza de la Marina Española de Madrid, delante de lo que hoy es el edificio del Senado, cuando Isbert/el verdugo Amadeo intenta convencer a Manfredi/el aspirante a verdugo José Luis así lo demuestran.
“Realmente yo creo que en el conjunto de la obra de mi padre, El verdugo es la obra maestra”, asegura José Luis Berlanga, hijo del director, en el mismo lugar en el que fueron rodadas esas tomas hace 58 años. “Tiene varias, pero este es el culmen, porque es una auténtica genialidad saber contar desde el humor cómo la sociedad te obliga a hacer lo más contrario a la naturaleza humana, que es matar a otro ser, y todo para poder acceder a un piso de protección oficial”. Es el tercer guion que escriben juntos Berlanga y Rafael Azcona, tras Se vende un tranvía y Plácido, y, en opinión de su hijo, “en este momento se encuentran en el punto sublime de su colaboración”. Como en otras de sus películas, el tema de la muerte lo sobrevuela todo. Era para el director, tal y como dejó dicho él mismo, “una forma de tocar madera”.
La censura fue inmisericorde con una película que, como apunta Luis Alegre en su delicioso libro ¡Hasta siempre, Mister Berlanga! (Random Comics), resulta “altamente inoportuna”. Primero, por la imagen que da de España como “un país impresentable” en tiempos de promoción turística. Por otra, porque justo antes de rodarla Franco había enviado al paredón al comunista Julián Grimau, y justo después dio garrote vil a los anarquistas Francisco Granados y Joaquín Delgado.
El verdugo concursó en el Festival de Venecia, donde ganó el premio de la crítica internacional. Antes de eso, el entonces embajador español en Italia, Alfredo Sánchez Bella, la vio en un pase privado y trató, sin éxito, de prohibir su proyección. “Berlanga no es un comunista, pero sí un mal español”, zanjó Franco.
‘Calabuch’ 1956 Peñíscola (Castellón)
Bombas atómicas en la Arcadia mediterránea de Berlanga
Un famoso científico de EE UU que sabe hacer bombas atómicas (Jorge Hamilton, interpretado por Edmund Gwenn) se harta de todo y recala —nadie sabe cómo— en una minúscula Arcadia a orillas del Mediterráneo para alejarse del mundanal ruido. La gente del pueblecito, de Calabuch, le acoge como a uno de los suyos. Y son felices y comen perdices hasta que…
No, no todo es lo que parece. A Luis García Berlanga, Calabuch le parecía una de sus peores películas, o al menos la más ñoña, o al menos, son palabras suyas, “la más envejecida por ser paternal y rousseauniana, por ser todos los personajes tan buenos, y esto me jode porque, si mi cine habla del enfrentamiento entre la sociedad y el individuo, es incongruente que este sea bondadoso”. Pareció darle la razón el mismísimo François Truffaut, quien, en su crítica a la película en Cahiers du Cinéma, vino a escribir que la bomba debería haber caído sobre la propia cabeza de Berlanga. Pero donde cayó de verdad, en forma de puñetazo, fue en la cabeza del actor italiano Franco Fabrizi, uno de los protagonistas y a quien Berlanga no aguantaba: “Le metí una hostia, sí, era un rompecojones” (en el libro El último austrohúngaro).
Aunque en el primer guion la historia iba a desarrollarse en un pueblo del interior, al director valenciano le pudo su mediterraneidad y su levantinismo militantes y acabó rodando en la bella Peñíscola (Castellón), donde 43 años después volvería para rodar París-Tombuctú, su última película. El pueblo entero se transformó con la llegada “de los del cine”, aunque todavía no habían visto nada los lugareños, ya que cinco años más tarde el mismísimo Hollywood desembarcaría en el castillo del Papa Luna de la mano del productor Samuel Bronston, Charlton Heston y Sophia Loren para rodar El Cid.
Rafaela Biosca, nacida en Peñíscola hace 72 años, tenía 8 cuando participó como extra en varias secuencias rodadas en las antiguas escuelas, hoy Museo del Mar. “Aquello fue una fiesta”, rememora mientras sorbe un cafelito en una terraza sobre los acantilados de Peñíscola. “Rodamos en las escuelas y en la iglesia de la Ermitana. Lo recuerdo con mucho cariño, figúrate, en aquellos años en Peñíscola no había casi nada, estaba casi en ruinas, era un pueblo de pescadores y labradores, había mucha miseria, hasta que se rodó aquí El Cid. También salí, pero poco. Iba vestida de mora”.
Pese a la metamorfosis de una aldea de pescadores en un enclave turístico de primer orden, algunos rincones siguen casi iguales que cuando Berlanga rodó en ellos: el faro del farero José Isbert, la playa de les Viudes, la Ermitana, el Portal de Sant Pere… Y ahí sigue Casa Jaime, el restaurante predilecto de Berlanga en el rodaje. Tan predilecto que allí continúa en la carta, en su honor, el célebre arroz Calabuch con espardeñas y ortiguillas de mar. No se lo pierdan.
‘¡Vivan los novios!’ 1969 Sitges (Barcelona)
Españolitos reprimidos, madres muertas y turistas en biquini
El españolito reprimido el culo a la turista maciza. El chiringuito en la playa y la tienda de souvenirs rijosos. El ligoteo en la costa. Los toros y el flamenco. La ciudad y el pueblo. Y hasta ahí podríamos estar hablando de Pedro Lazaga, de Paco Martínez Soria y del landismo como género, y en general de esa comedia a la española de los sesenta y los setenta que, escribe Miguel Ángel Villena en su libro Berlanga. Vida y cine de un creador irreverente, “se imponía como subgénero con esa ideología reaccionaria, machista y ruralista que tanto respaldaban los jerarcas de la dictadura”. Pero ojo: el humor negro, la muerte como un personaje más de la trama, la sátira cruel de instituciones sacrosantas en la España de hace medio siglo como la familia y el matrimonio, y sobre todo el puñetazo contra lo que ya se perfilaba y por desgracia se confirmaría: el modelo económico de un país casi exclusivamente basado en el turismo. Y ahí ya hablamos de Luis García Berlanga.
¡Vivan los novios! es todo eso a la vez, y muy probablemente toda la primera enumeración estaba al servicio de la segunda en esta película, y de ahí su mérito. La crítica la vapuleó —con excepciones, como Ángel Fernández-Santos, posteriormente crítico de cine de EL PAÍS, en las páginas de la revista Nuestro Cine—, la censura la cortó y el público la aceptó: la vieron más de 720.000 espectadores. A Berlanga, aunque la defendía, no pareció convencerle mucho. Entre otras cosas, porque fue la primera película que rodó en color, y no por gusto, sino por exigencias de la productora Suevia Films. “Intenté retrasar el color lo más que pude. Yo seguiría rodando en blanco y negro…, el blanco y negro es el color del cine; nunca debería haber entrado el cine en el color”, lamenta el director en una entrevista en la página web del Berlanga Film Museum. En esa misma entrevista deja clara su intención con ¡Vivan los novios!: “Es un contraste entre la España medieval y la del turismo, y yo traté de miserabilizar las dos, porque la España del turismo es un enmerdamiento”.
Berlanga rodó en Sitges, y como siempre, en un radio de acción lo más reducido posible. En este caso, en cosa de un kilómetro cuadrado: iglesia de San Bartolomé y Santa Tecla, Baluard de Santa Caterina, paseo marítimo y calles del casco antiguo, escenarios que hoy están prácticamente igual que en 1969. Contó con algunos de sus fetiches habituales, como José Luis López Vázquez, Manuel Alexandre y Luis Ciges, a los que se sumó una gran Laly Soldevila.
¡Vivan los novios!: españolitos ligones y suecas en biquini. También humor negrísimo y toneladas de mala baba. Una película seguramente mucho más compleja de lo que algunos dieron a entender.
‘La vaquilla’ 1984 Sos del Rey Católico (Zaragoza)
La comedia sobre la Guerra Civil que tuvo que esperar 40 años
Muchos visitantes siguen preguntando cuando llegan a la preciosa localidad de Sos del Rey Católico (Zaragoza, aunque ya casi Navarra) dónde está la plaza de las vaquillas, dónde está el riachuelo en el que se bañaron el brigada Castro (Alfredo Landa) y el teniente Broseta (José Sacristán) con el resto de sus soldados (Guillermo Montesinos, Santiago Ramos, Carlos Velat…), dónde están las trincheras en las que los republicanos y los nacionales se intercambiaban tiros, insultos, cigarrillos y preguntas de qué sabes de mi novia y tal y cual. Treinta y siete años después, vas a Sos y sigue siendo el pueblo de La vaquilla, como atestiguan la estatua de Luis García Berlanga y las sillas de bronce con los nombres de los actores, obra del escultor José Luis Fernández.
Hoy hemos reunido en la plaza de la Villa de la localidad donde nació Fernando el Católico a algunos de los extras que intervinieron en aquel rodaje. Ana Belén, Rebeca, Ramona, Félix, Charo, Yolanda, Juana e Ignacio se prestan encantados a hablar de aquellos días y a posar para las fotos, y hasta a recrear delante de la cámara de vídeo la secuencia en la que los pobres soldados rojos escapan perseguidos por un coche de caballos. “Fueron tres meses de rodaje y de convivencia, y, quieras que no, eso ha quedado grabado en la memoria de la gente”, explica María José Navarro, actual alcaldesa de Sos. Maribel, camarera en el parador nacional, donde se alojó gran parte del equipo, recuerda: “El día que llegaron Landa, Sacristán y Berlanga casi no nos atrevíamos a hablarles, eran muy famosos, claro…, pero a la semana era como si fueran de casa”.
El rodaje de La vaquilla no fue fácil ni en su génesis ni en su desarrollo. Hay que decir que la génesis se remontaba nada menos que a 30 años antes, cuando Berlanga había escrito la primera versión, aunque la idea se le había ocurrido ya a finales de los cuarenta. Varias veces intentó rodar esta historia sobre las miserias de la guerra y la reconciliación, que tituló primero Tierra de nadie, luego Los aficionados y finalmente La fiesta nacional. Pero a los censores franquistas no les hacía ni puñetera gracia la idea. Hubo que esperar hasta casi una década después de la muerte de Franco para que el tándem Berlanga-Azcona pusiera en pie la hasta ese momento producción más cara del cine español (250 millones de pesetas). Y luego vino el problema de la localización. El equipo de producción de Sol Carnicero se pasó dos años buscando pueblos en Aragón, Madrid, Toledo, Valencia, Andalucía…, ninguno le gustaba al director. Hasta que vio Sos. “Él era inflexible con eso, así que nos recorrimos media España”, cuenta Carnicero.
En cuanto al desarrollo del rodaje, Berlanga se las tuvo tiesas con alguno de sus actores. Entre ellos, con Alfredo Landa —cuyo carácter volcánico creó varias situaciones límite con otros compañeros de reparto—, al que hizo repetir 27 veces la ascensión de una loma a la carrera con los consiguientes juramentos del actor navarro. Nunca, después de La vaquilla, volvieron a trabajar juntos.
‘Los jueves, milagro’ 1957 Alhama de Aragón / Bubierca (Zaragoza)
La gran trola de San Dimas
Incrustada entre recias peñas y atravesada por el río Jalón, la localidad zaragozana de Alhama de Aragón —1.006 almas— es célebre por sus aguas termales, cuyos saludables efectos se remontan, dicen, a tiempos de los romanos. Luis García Berlanga decidió situar aquí, y en la vecina Bubierca, la trama de la que él consideraba como una de sus mejores películas y, sin duda, una de las que más problemas le dieron. Los jueves, milagro tuvo la virtud de molestar tanto a los meapilas poderosos como a los sectores de lo que podría llamarse la izquierda cultural, si es que algo así existía en 1957 en España. Unos pensaron que Berlanga se cachondeaba de la Iglesia y de los milagros —lo que era cierto— y los otros vieron en la película no se sabe qué mensajes al servicio de la religión en un país en el que, recuérdese, su caudillo iba bajo palio.
El guion escrito al alimón por el director valenciano y por José Luis Colina se inspiraba en los hechos acaecidos en 1947 en la localidad castellonense de Cuevas de Vinromá, donde una niña y su madre aseguraron que se les había aparecido la Virgen. Aquel sainete era perfecto para que Berlanga —a quien le habían contado el episodio unas muy beatas tías suyas de Valencia— se descojonara a lo vivo del negocio montado en torno a la espiritualidad y la religión. Así que situó la trama en el momento en el que las fuerzas vivas de Fontecilla (el alcalde, el maestro, el médico, el terrateniente y el propietario del balneario) ven la posibilidad de paliar la caída del negocio turístico inventándose unas apariciones, en este caso de san Dimas.
Pero no contó Berlanga con la reacción furibunda de la productora italiana de la película, ligada al Opus Dei. No por la historia en sí, sino porque en el guion el milagro de las apariciones de san Dimas cada jueves salía, claro, mal. Y ellos querían que saliera bien. Así que llamaron a un vigilante de almas puras y a la vez censor franquista, el padre Garau. El cura cambió tantas cosas que Berlanga exigió —un poco en cachondeo, un poco en serio— que Garau figurara en los créditos de la película, cosa que no ocurrió.
El rodaje de las escenas del balneario transcurrió en las Termas Pallarés, un impresionante complejo con tres hoteles, casino, teatro a la italiana y un lago artificial de aguas termales que aún sigue abierto en Alhama (en realidad, cerrado desde hace un año por culpa de la covid). También se rodó en la iglesia de la Natividad de Nuestra Señora y en la plaza Mayor. Allí nos citamos con Amalia Torrecillas, que a sus 75 años es una de las pocas personas aún vivan de las que participaron en la película (justo aquí, en la iglesia). Pero ¿y el túnel y las vías de tren donde se aparecía san Dimas/Isbert? Ya nos íbamos de Alhama, como almas en pena, tras mucho buscar y no encontrar. De repente, en un recodo de la carretera, en el pueblito de Bubierca, la aparición real: el túnel, las vías, el frente de casas, la ermita. Todo igual que en 1957. Los milagros existen.
‘Novio a la vista’ 1953
El hotel Voramar, el veraneo de la burguesía y el día en el que Berlanga perdió a una tal Brigitte Bardot
“Durante el verano de 1953, en la terraza del hotel Voramar se estaba rodando una película ambientada en la época de entreguerras (…). La acción de la película transcurría en el año 1918. Familias burguesas pasaban sus vacaciones en este balneario. (…) Una madre estaba empeñada en casar a su hija adolescente con un estudiante de ingeniería de caminos, vástago de una familia muy rica, pero la niña se negaba a crecer y prefería seguir jugando con los chicos de su pandilla”. Estas líneas fueron escritas por Manuel Vicent en 2008 y pertenecen a su libro León de ojos verdes. Pero son además la sinopsis perfecta de Novio a la vista, una de las películas más peculiares en la filmografía de Luis García Berlanga y, según les dijo él mismo a Manuel Hidalgo y a Juan Hernández Les en su libro de conversaciones El último austrohúngaro, la mejor de su carrera desde un punto de vista técnico junto con Los jueves, milagro.
El director, que durante muchos años veraneó en la vecina Oropesa, decidió alquilar el Voramar para él, su familia y sus amigos, primero, y finalmente como cuartel general de rodaje de esta película producida por Benito Perojo y basada en un guion de Edgar Neville titulado 15 años que posteriormente reescribirían el propio Berlanga y Juan Antonio Bardem. El resultado fue un retrato entre cruel y tierno de la cursilería burguesa del veraneo de principios de siglo a orillas del mar, con lejanos ecos de Jacques Tati (imposible no relacionarla con Las vacaciones del señor Hulot, aunque, curiosamente, se rodaron en el mismo año). Era el tercer largometraje del director, que venía de triunfar con ¡Bienvenido, Mister Marshall!
Ahí sigue impertérrito, con su terraza ganada al mar (atestada el día en que lo visitamos), el Voramar, el restaurante-casa de baños más tarde convertido en hotel y fundado en 1929 por Juan Pallarés Picón en el “Biarritz de Levante”: Benicàssim y sus elegantes villas fin de siècle habitadas por la burguesía valenciana y madrileña: Villa Elisa, Villa Paquita, Villa Amparo, Villa Pilar. Pero un enclave que, durante la Guerra Civil, acabaría siendo hospital de brigadistas internacionales y, en la posguerra, sede de la Sección Femenina, tal y como relata Rafael Pallarés, biznieto del fundador y actual director del hotel Voramar.
Novio a la vista es una obra relevante en la filmografía de Berlanga. Pero uno piensa qué habría pasado si —en vez de tener como protagonista a la actriz francesa Josette Arno, a la que el director detestaba— la elegida hubiera sido una tal Brigitte Bardot. Sí, Brigitte Bardot. La había conocido el año anterior en el Festival de Cannes, cuando la actriz tenía solo 18 años, y se había quedado prendado. La quería en su película. Ella quería estar. Pero su representante le dijo al productor Benito Perojo que tenía compromisos y que tendrían que esperar dos semanas. Perojo dijo que no esperaban y fichó a Arno. Y Berlanga perdió a BB. No negarán que esto, en uno de los reyes de la erotomanía, debió de ser una tragedia personal, ¿no?
- Créditos
- Coordinación: Brenda Valverde y Guiomar del Ser
- Dirección de arte: Fernando Hernández
- Diseño: Ana Fernández
- Maquetación: Alejandro Gallardo
- Vídeo: Saúl Ruiz y Eduardo Nave
- Edición gráfica: Gorka Lejarcegui