Andrea Ene: confinada y encerrada con un maltratador
La historia de esta mujer conjura seis años de agresiones, un intento de asesinato y la amenaza de no ver más a su hijo. Ahora vive refugiada y lejos de su expareja
Para esta entrevista se hace llamar Andrea Ene, un nombre bajo el que conjura seis años de maltrato, un intento de asesinato y la amenaza de no ver más a su hijo. Él nunca quiso que trabajara fuera, pero ella lo logró en 2019 como gerente en un restaurante. A los pocos meses llegó la pandemia y la devolvió al infierno de la casa multiplicado por los tragos de licor y las golpizas constantes. “Nada de lo que hacía le gustaba, no me daba dinero para las despensas, apenas 200 pesos [unos 10 euros] a la semana para alimentar a cuatro personas; el tiempo que pasábamos encerrados por la covid él se estresaba, me echaba en cara que era él el que nos mantenía, que no tenía por qué hacerlo con mi hijo mayor porque no era suyo. Y salía a tomar con sus amigos. Yo ya no tengo amigos porque él se encargó de correr a los pocos que conocía”. El Zoom permanece sin imagen para que nadie pueda verla y a veces se corta: no es la señal, Andrea llora en silencio y apenas se escucha cómo sorbe su desgracia.
El relato de esta mujer de 34 años estremece. Llegó a México desde Colombia con un hombre que se convirtió en un desconocido violento. Cuando el Gobierno decretó el cese de las actividades no esenciales, Andrea perdió el trabajo y no se confinó en casa, sino en su habitación, donde trataba de proteger su vida y la de sus hijos. Hasta que cesaban los gritos, las ofensas y las humillaciones. La Red Nacional de Refugios, una organización que proporciona hogares temporales a estas mujeres, ha incrementado sus rescates un 300% durante la pandemia respecto al año anterior. En los últimos dos meses de 2020, una mujer les pedía ayuda cada dos horas. Han auxiliado a 15.692 víctimas, un 39% más que en 2019. Andrea Ene vive con su hijo pequeño, fruto de la relación con el agresor, en uno de esos refugios en la zona centro de México. Al mayor lo envió a Colombia. El confinamiento ha convertido las viviendas de estas mujeres en una jaula que compartían con la fiera.
Uno de aquellos días de ruido insoportable, Andrea salió a la calle y pidió ayuda a la policía. Ya estaba en el coche cuando los alcanzó el marido: “Jefe, bájenla”, les dijo, “es colombiana, ¿saben?, prostituta, ya la he pagado y no ha terminado”. Ella les decía que vivían juntos. “Pero la policía no quiso problemas y me sacaron del carro”. Con la paliza llegó una certeza: “Aquí no me puedes denunciar, ya saben cómo sois las colombianas, que te quede claro’, me dijo”.
Denunciar no proporciona la llave para salir de la jaula. Más bien es un laberinto burocrático jalonado de humillaciones. La vía jurídica es eterna y desazonadora. Alrededor del 90% de los feminicidios se quedan impunes. Si matar sale gratis, denunciar de poco sirve. La última vez que Andrea escapó para hacerlo le costó un día entero y tres visitas a distintas oficinas. Fueron los amigos de él quienes se apiadaron de Andrea. Parece que algo está cambiando en un país donde los hombres matan cada año a más de 3.000 mujeres. Unas 10 al día.
Una noche él dejó a Andrea y a su hijo mayor fuera para que durmieran al raso. Tomó la decisión. Ya nunca iba a volver. Pero allá donde iba, la furia del agresor la alcanzaba. Hasta que la Red Nacional de Refugios le dio cobijo, ayuda psicológica y empoderamiento. “En mi vida vuelvo a permitir la violencia de nadie”. Y llora en la oscuridad del Zoom. —eps
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