Por el altiplano central de México: Guadalajara, Morelia, el mejor tequila y un fascinante volcán
Una cuidada arquitectura colonial, la zona arqueológica de Teuchitlán, las destilerías en Tequila, el lago de Chapala, Michoacán y otras paradas en un viaje para empaparse de la historia, la gastronomía y la cultura mexicana
El altiplano central de México es donde nacen algunas de las señas de identidad del país, entre volcanes inactivos, plantaciones de aguacates y ruinas prehispánicas. Aquí se puede degustar el mejor tequila del mundo entre un mar de agaves azules, escuchar a los mariachis en su tierra natal o asombrarse ante la magnífica catedral de Morelia. Menos conocido y visitado es el lago de Pátzcuaro, donde los indígenas purépechas exhiben sus habilidades artesanales y celebran con especial fervor el Día de Muertos.
Naturaleza, gastronomía, música, museos, yacimientos arqueológicos o el barrio más cool del mundo se concentran en este viaje.
Guadalajara: tierra de los mariachis y capital de vanguardia
Los mariachis, los sombreros charros, el jarabe tapatío o las charrerías son algunas de las imágenes más difundidas y típicas de México. Y todas ellas vienen de Guadalajara, la segunda ciudad más grande del país. Esta gran capital del llano puede servir como alternativa menos frenética al distrito federal: por un lado, es la guardiana del antiguo México y, por otro lado, presume de ser la vanguardia del nuevo: los museos y teatros impulsan la vida cultural, la cocina fusión ha mejorado una escena gastronómica ya de por sí legendaria, y los urbanistas locales hacen lo imposible por resolver el problema del tráfico.
Guadalajara no tiene la homogeneidad arquitectónica de otras ciudades coloniales más pequeñas, pero su casco histórico en torno a la catedral y el Museo Cabañas resultan muy atractivo. Son, junto con el teatro Degollado y la plaza Guadalajara, son los cuatro grandes hitos de la ciudad. La plaza es un lugar de encuentro, a la sombra de docenas de laureles, con vistas fantásticas de la catedral y un puñado de buenos cafés. El teatro Degollado es un edificio decimonónico, sede de la Filarmónica de Jalisco. Y el Instituto Cultural Cabañas es uno de los iconos arquitectónicos de Guadalajara y patrimonio mundial de la Unesco desde 1997. En la cúpula de la llamativa capilla Mayor sorprenden una serie de inesperados murales modernos de José Clemente Orozco, pero también otras muchas obras del mismo artista y de otros contemporáneos mexicanos.
Para encontrar un aire más bohemio y relajado solo tenemos que acercarnos a la bohemia Colonia Americana, salpicada de restaurantes, cafés y locales nocturnos de moda, o dar un paseo por los apacibles barrios residenciales de San Pedro Tlaquepaque (más exclusivo, y en el que viven muchos artistas y artesanos) y Tonalá (más popular y bullicioso, que apunta maneras para tomar el relevo a Tlaquepaque con nuevas galerías y cafés, un paraíso para los amantes del arte popular). A ellos se añade Zapopan, uno de los barrios de moda, con interesante arquitectura colonial, sobre todo presidida por la basílica de Zapopan, a la que llegan feligreses de todo México. El equilibrio con lo tradicional lo pone el Museo de Arte de Zapopan, centrado en el arte contemporáneo, con exposiciones temporales que ponen de actualidad a los artistas mexicanos del momento.
Un vistazo a Orozco, el precursor del arte callejero
Mucho antes de Banksy y del resurgimiento del arte callejero con contenido político, los muralistas mexicanos ya hacían audaces proclamas en forma de coloridos murales públicos gigantes. La aportación de Guadalajara al género fue enorme. Generalmente se considera que el abuelo del muralismo mexicano es Gerardo Murillo (1875-1964), un artista nacido en Guadalajara que se hacía llamar Dr. Atl. Uno de sus discípulos, José Clemente Orozco (1883-1949), era natural de la cercana Ciudad Guzmán.
Junto a Diego Rivera y David Alfaro Siqueiros, Orozco está considerado uno de los “tres grandes” del muralismo mexicano. Sus enérgicas pinceladas trazan figuras potentes y, a veces, doloridas, y crean estudios muy animados, con un simbolismo polémico. Su obra decora escaleras, techos y espacios públicos desde Nueva York hasta Ciudad de México, pero sus trabajos más personales se encuentran en Guadalajara. No hay que perderse los 57 murales que pintó en el Museo Cabañas entre 1937 y 1939, incluido el caleidoscópico El hombre en llamas. O el impresionante y reproducidísimo mural de 1937 de Miguel Hidalgo sujetando una antorcha, en la escalera principal del Palacio de Gobierno. El Museo de las Artes MUSA, frente a la universidad, que alberga dos murales en su auditorio: El hombre creador y rebelde, en la cúpula, y El pueblo y sus falsos líderes, en el fondo del escenario, ambos realizados en 1937. Y en la Casa Orozco contemplaremos La buena vida (1945), un estudio atípicamente optimista de una escena festiva con un chef que porta un pescado rodeado por mujeres ligeras de ropa y comida de lugares lejanos.
Evocación colonial
Por toda la ciudad, como en todo México, se encuentran iglesias coloniales más o menos conservadas casi en cada esquina. En el centro de Guadalajara hay decenas de ellas, grandes y pequeñas, casi todas abiertas al público y al culto, pero la iglesia por excelencia es la catedral, el punto más visible de la ciudad, con representativas torres neogóticas reconstruidas después de que un terremoto derrumbara las originales en 1818. En realidad, este templo es casi tan antiguo como la propia ciudad, ya que se empezó en julio de 1561. Por ello puede presumir de su cripta gótica, de sus enormes columnas de estilo toscano realzadas con pan de oro y de guardar una Asunción de Murillo en la sacristía. El conjunto, como en tantas iglesias, es un batiburrillo de estilos barroco, churrigueresco y neoclásico, que es también la característica principal del otro gran edificio de la ciudad: el Palacio de Gobierno, de tonos dorados, que se visita sobre todo para contemplar los murales de Orozco.
Entre las iglesias coloniales más bonitas de Guadalajara está el templo de Nuestra Señora del Carmen, una capilla del siglo XVII encarada a una pequeña plaza arbolada, que fue remodelada en la década de 1860 con mucho pan de oro, antiguas pinturas y murales en la cúpula. También llama la atención el templo de la Merced, más cerca del centro urbano. Esta es una iglesia profusamente decorada que se construyó entre 1650 y 1721 y cuyo interior atesora pinturas, arañas de cristal y mucho pan de oro.
Donde estuvo la primera catedral de la ciudad, construida en el siglo XVI, lo que hoy vemos es el templo de Santa María de Gracia, con un interior bastante tosco y austero porque formó parte de un convento en el siglo XVII. Otra de las iglesias más antiguas y bonitas de la ciudad es la dedicada a San Agustín, al sur del emblemático teatro Degollado, en la plaza de la Liberación, una edificación barroca blanca y dorada construida desde finales del siglo XVI. Y hay otras muchas iglesias que evocan tiempos coloniales, como la de Santa Eduwiges o la de Aranzazú, de las iglesias más bonitas de la ciudad, con tres altares dorados de estilo churrigueresco y un precioso techo abovedado.
Un viaje al mundo precolombino en Guachimontones
A unos 60 kilómetros al oeste de Guadalajara, se halla la fascinante y peculiar zona arqueológica Teuchitlán o Guachimontones, una de las pocas ruinas antiguas en el mundo cuyas estructuras se construyeron en círculos concéntricos casi perfectos, entre ellas una inmensa pirámide cónica escalonada. La excursión recompensa al observar unas estructuras bien conservadas, un museo excelente y los servicios gratuitos de guías expertos para recorrer el conjunto.
Ocupada entre los años 300 antes de Critso y el año 350 de nuestra era por el pueblo de Teuchitlán, se cree que Guachimontones fue un centro ritual utilizado principalmente para ceremonias relacionadas con Ehécatl, el dios del viento. En total había 10 complejos circulares que rodeaban una imponente pirámide central y, en lo alto de ella, un agujero que presumiblemente se utilizaba para sostener un poste del que los sacerdotes se colgaban para simular el vuelo de un pájaro.
Las ruinas se extienden en un monte cubierto de vegetación que custodia la aldea de Teuchitlán y la presa de La Vega. Se pueden distinguir tres de los diez complejos, totalmente excavados, aunque el que llama más la atención es el de la pirámide principal: perfectamente circular, con escalones curvos cubiertos de musgo que se elevan unos 18 metros, aunque no se puede subir a la cima. Completan el yacimiento dos juegos de pelota, dos plazas largas y varias estructuras que aún están por excavar.
Tradición y nueva cocina mexicana
Guadalajara se está convirtiendo en un destino gastronómico, además de cultural. Las birrias (estofado picante de cordero o cabrito) o la carne de vaca en su jugo son algunas de las especialidades locales pero, sobre todo, están las omnipresentes tortas ahogadas, un panecillo relleno de carne de cerdo en salsa de chile que dicen que lo cura todo (especialmente la resaca).
Los más atrevidos seguro que se animan a ir al mercado San Juan de Dios, con innumerables puestos donde se sirven algunas de las comidas más baratas y sabrosas de la ciudad. Un buen lugar para disfrutar de tacos, tortas ahogadas y elotes (mazorcas de maíz a la parrilla con mayonesa y queso) hasta bien tarde por la noche.
Un escalón más arriba están los restaurantes de barrio, como la Birriería Las 9 Esquinas, en el centro histórico, especializado en la famosa birria. Se trata un restaurante encantador, parcialmente al aire libre y decorado con azulejos blancos y azules que tiene fama en todo el país. Mucho más sofisticada es la comida de La Fonda de la Noche, una laberíntica casa de estilo art nouveau que sirve platos sabrosos de la región mexicana de Durango. Para probar las famosas tortas ahogadas escogemos Migue, un alegre café de colores amarillo y naranja en la Colonia Americana, donde se dicen que sirve las mejores de la ciudad.
Y para probar los platos de grandes chefs hay opciones como Alcalde, uno de los mejores restaurantes de Guadalajara, apuesta del chef local Paco Ruano tras su paso por El Celler de Can Roca de Girona y el Noma de Copenhague. Su impresionante interiorismo es un buen marco para probar las elaboradas creaciones. Está en la Colonia Americana, igual que otros tres recomendables restaurantes de alta cocina: el Sacromonte, Hueso o Allium, que van acercando la cocina de Guadalajara a las ambicionadas estrellas Michelin.
Tequila y la ruta del agave
Estamos en la región que ha dado al mundo una de las bebidas mexicanas más universales: el tequila. Y a unos 70 kilómetros al noroeste de Guadalajara está la ciudad que lleva el nombre de este licor de agave. Tanto el tequila como el mezcal, la otra gran bebida original de México, se destilan a partir del agave, pero, legalmente, el tequila debe elaborarse con agave azul cultivado en el Estado de Jalisco o en zonas designadas específicamente en otros Estados cercanos. Los métodos de producción varían de un lugar a otro, lo que significa que no hay dos destilados que tengan el mismo sabor.
Una forma de llegar hasta Tequila desde Guadalajara puede ser el José Cuervo Express, un tren de elegantes vagones que permite realizar un circuito hasta la destilería Mundo Cuervo, en Tequila. Sale de la estación de trenes de Guadalajara los sábados y domingos a primera hora de la mañana y se ofrece en forma de paquetes turísticos que incluyen también la visita guiada por la destilería, comidas, un espectáculo y, por supuesto, tequila. El regreso se hace en autobús.
A Tequila, por supuesto, se puede llegar también por libre, conduciendo por un mar de agave azul. La ciudad es un centro industrial que resulta sorprendentemente atractiva, con tres destilerías que son su principal reclamo turístico, junto con las antiguas instalaciones industriales, a la sombra del volcán que lleva el mismo nombre que la ciudad y que la bebida. El paisaje de agaves y antiguas instalaciones industriales de Tequila son patrimonio mundial de la Unesco desde 2006.
Desde 2018, la ciudad de Tequila es también un punto cultural muy interesante tras la apertura del moderno Centro Cultural Juan Beckmann, instalado en un edificio de estilo colonial que acoge un museo moderno con exposiciones sobre historia y cultura de la región.
Para sumergirse en el mundo del tequila una buena propuesta es la que hace la hacienda La Cofradía, en las afueras de la ciudad. Aquí se destila el tequila Casa Noble, elaborado exclusivamente con agave azul. La elegante fábrica está rodeada de mangos y usa barricas de roble francés para envejecer el licor. Aparte de ofrecer circuitos por la destilería, aquí están el Museo de Sitio del Tequila y La Taberna del Cofrade, un restaurante evocadoramente cavernoso. Otra hacienda es Casa Sauza, que evoca el clásico cuento de hadas El jardín secreto, de Frances Hodgson Burnett. Los jardines coloniales están adornados con fuentes de estilo italiano, plantas colgantes e incluso una capilla. No tiene ningún aire industrial, pero aquí se elabora tequila desde principios de 1800 (cuando estemos plácidamente tumbados tomando el sol, transportados a otro mundo, si afinamos el oído, podremos escuchar el zumbido de la maquinaria de la destilería). Muy diferente es la destilería Mundo Cuervo, casi un parque temático del tequila y principal atracción de la ciudad, propiedad de la empresa José Cuervo. Cada hora se ofrecen circuitos por la destilería La Rojeña, la más antigua de América. La oferta alcohólica de la ciudad se completa con una visita al Museo Nacional del Tequila, instalado en un viejo edificio colonial al lado de la plaza principal.
Más allá de la ciudad de Tequila, todo Jalisco está volcada en la producción de agave o de tequila. Por ejemplo en El Arenal, una pequeña población en el camino entre Guadalajara y Tequila y puerta de entrada a la región. Allí está Cascahuín, una de las mejores destilerías del Estado. Si solo tenemos tiempo (o ganas) de ver una única destilería, tal vez esta es la más aconsejable, ya que se puede ver de cerca el proceso completo, desde la recolección de la piña del agave hasta el etiquetado. Algunos de los elementos empleados, incluidos hornos de ladrillo y tahonas, son reliquias familiares, y el producto final, ya sea tequila blanco, reposado o añejo, está delicioso.
Por el lago de Chapala
Uno de los lugares más bonitos del altiplano es el lago de Chapala, el más grande de México, a unos 60 kilómetros al sur de Guadalajara. Rodeado de espectaculares montañas y con un clima templado, atrae sobre todo a jubilados norteamericanos y, los fines de semana, también a multitud de mexicanos de la zona que buscan aire fresco, paseos en barca y un almuerzo a base de pescado.
Al norte del lago, la ciudad de Chapala fue un destino muy popular de vacaciones a principios del siglo XX, desde que el presidente Porfirio Díaz la eligió para pasar sus vacaciones. Más tarde llegarían personajes célebres como los escritores D. H. Lawrence y Tennessee Williams, que certificaron el pedigrí literario de Chapala. Actualmente es solo una sencilla pero encantadora población mexicana de clase obrera que ofrece buenos paseos a orillas del lago, un mercado y un animado ambiente los fines de semana.
En el interior del lago se asoma la isla Mezcala, presidida por las ruinas de un fuerte donde estuvieron apostados varios combatientes independentistas mexicanos de 1812 a 1816; repelieron varios ataques de los españoles hasta que, finalmente, se ganaron el respeto y el perdón de sus enemigos. Y en otra isla, la de los Alacranes, hay algunos restaurantes y puestos de recuerdos, pero poco más.
Fines de semana genuinamente mexicanos
Al sur del lago de Chapala, esta zona de Jalisco de escalonadas montañas aparentemente interminables, es un destino de fin de semana cada vez más popular entre los tapatíos, que acuden a disfrutar de sus prados, pinares, pueblos coloniales y cocina local. Tapalpa es la capital de la zona, un laberinto de paredes encaladas, tejas rojas y calles adoquinadas alrededor de dos impresionantes iglesias del siglo XVI, que realmente se merece su inclusión en el listado de pueblos mágicos. Evidentemente, esta belleza no ha pasado inadvertida y los fines de semana una multitud de tapatíos llega al lugar atraída también por sus opciones de excursionismo y un clima fresco y neblinoso. Entre semana, cuando hay pocos visitantes, conserva un ambiente de lugar remoto, con caballos por las calles y ancianos tocados con sombreros de vaquero apostados en los bancos de la plaza.
Uno de sus puntos fuertes es Las Piedrotas, un gran e impresionante grupo de formaciones rocosas en el llamado valle de los Enigmas, unos seis kilómetros al norte de Tapalpa. Es un buen sitio para caminar, gatear entre rocas o tirarse en tirolina entre las dos formaciones más grandes. Otro punto interesante cerca de la ciudad es el Salto del Nogal, una impresionante cascada de 105 metros de altura.
Recorriendo Michoacán
Al sur del lago de Chapala encontramos otra zona del altiplano donde las tradiciones prehispánicas y la arquitectura colonial se mezclan de forma espectacular. Es el Estado de Michoacán, que alberga tres de las ciudades más geniales y menos conocidas de México: Pátzcuaro, Morelia y Uruapan. En Pátzcuaro, una ciudad hecha de adobe y adoquines, las mujeres purépechas venden fruta y tamales a la sombra de iglesias del siglo XVI. La exuberante y agrícola Uruapan sirve de puerta de entrada al mítico volcán Paricutín, mientras que la animada y sofisticada Morelia resulta una magnífica ciudad colonial llena de encanto, con su catedral y un acueducto construido en piedra de tonos rosados.
Uruapan también se ha hecho un hueco como destino artesano; los habilidosos purépechas de la cordillera Neovolcánica crean preciosas máscaras, cerámica, objetos de paja e instrumentos de cuerda, todo ello a la venta en el anual Tianguis de Domingo de Ramos.
Con abundantes tesoros naturales, Michoacán cuenta también con una de las atracciones que hay que ver al menos una vez en la vida: la migración anual de mariposas hasta la escarpada Reserva Mariposa Monarca, donde millones de estas mariposas forman una resplandeciente alfombra que cubre hierba y árboles mientras se aparean.
Morelia, la patria de Morelos
Los habitantes de Morelia, la capital del Estado de Michoacán, presumen de ser la patria de José María Morelos (1765-1815), un importante líder independentista. En su casa natal una llama eterna en el patio marca el lugar donde su madre lo trajo al mundo, cuando estaba de camino a misa el 30 de septiembre de 1765. Ahora la casa es un museo en su memoria, llena de fotografías y documentos.
Pero al viajero lo que le llama la atención de Morelia es que es una de las ciudades más bonitas de México, con un casco colonial en torno a una fabulosa catedral; un centro histórico tan bien preservado que la Unesco lo declaró patrimonio mundial ya en 1991. Elegantes edificios de piedra de los siglos XVI y XVII con fachadas barrocas y bonitos soportales bordean las calles del centro y albergan museos, hoteles, restaurantes, chocolaterías, cafés con terraza, una popular universidad y baratas y atractivas taquerías. También hay conciertos públicos gratis, frecuentes instalaciones de arte y relativamente pocos visitantes. Los que llegan hasta aquí suelen quedarse enamorados del lugar, pero de momento no es todavía un destino masivo. Callejear por su casco antiguo puede dar gratas sorpresas, como la calzada Fray Antonio de San Miguel, un amplio, arbolado y romántico paseo peatonal bordeado de exquisitos edificios antiguos. O como el estrecho callejón del Romance, de piedra rosa, lleno de enredaderas y parejitas acarameladas.
Otra sorpresa es la biblioteca pública de la Universidad Michoacana, instalada en una antigua iglesia jesuita del siglo XVII, una impresionante biblioteca donde las estanterías se elevan hacia los techos abovedados y pintados, abarrotadas con decenas de miles de libros y manuscritos antiguos (22.901 para ser exactos), incluidos siete incunables que datan del siglo XV.
Pátzcuaro, la magia de los purépechas
Las tejas de barro, las paredes combadas de adobe blanco y rojo y las callejuelas adoquinadas le dan a Pátzcuaro un aire de pueblo grande. A diferencia de Morelia y Guadalajara, fundadas por los españoles, esta ciudad echó raíces en la década de 1320 como parte del Imperio purépecha, dos siglos antes de la llegada de las huestes hispanas. Y lo más curioso es que aún mantiene el ambiente indígena.
La historia susurra desde las persianas cubiertas de telarañas que dan a las animadas calles que se extienden desde las atractivas y ajardinadas plaza Grande y plaza Chica. Además, acoge una de las celebraciones del Día de Muertos más espectaculares de México y es una práctica base para explorar el lago de Pátzcuaro y los pueblos purépechas y centros de artesanías de sus orillas.
En la ciudad se produce uno de esos sincretismos tan representativos de México: en una colina sobre un lugar ceremonial prehispánico se alza una catedral y lugar de peregrinación. Se empezó a construir a mediados del siglo XVI aunque no se concluyó hasta el siglo XIX. Por unos escalones por detrás del altar en el extremo este de la basílica se sube hasta la muy venerada imagen de la patrona de la basílica, Nuestra Señora de la Salud, hecha por los purépechas en el siglo XVI con pasta a base de médula de caña de maíz seco y tazingue, un engrudo natural. Poco después de ser consagrada, la gente empezó a experimentar curaciones milagrosas y todavía hoy es muy venerada en todo el país. Los peregrinos cruzan la plaza, entran en la iglesia y recorren su nave de rodillas y muchos de ellos dejan a los pies de la imagen pequeños exvotos como agradecimiento.
Pero el centro de todo en Pátzcuaro es la arbolada plaza Grande, la mayor de México después del Zócalo de la capital y la única del país en la que no hay una iglesia. Está bordeada por edificios del siglo XVII cuyos bajos se han ido convirtiendo en tiendas, hoteles y restaurantes, y también por el Ayuntamiento. En sus soportadles se alinean los puestos de comida, joyerías y vendedores de artesanías, y el ambiente, sobre todo los fines de semana, cuando hay conciertos y se llena de artistas callejeros, es de lo más animado y envolvente.
Aquí se encuentra una fantástica comida callejera, con especialidades muy curiosas como el atole de grano (una variante local anisada, de color verde intenso, de la popular bebida a base de maíz), la nieve de pasta (helado de almendra y canela) o la calabaza escarchada. Y también están la sopa tarasca, una deliciosa sopa de frijoles con nata, chile seco y trozos de crujiente tortilla. Si preferimos las populares corundas (tamales triangulares servidos con y sin relleno), solo hay que ir a la basílica por la mañana y buscar a las mujeres que las venden en una cesta.
Un lago lleno de rincones mágicos
Unos tres kilóemtros al norte del centro de Pátzcuaro está el lago de Pátzcuaro, un lago natural que se nutre de varios arroyos y que, a pesar de la contaminación, todavía es precioso. En el interior hay varias islas, algunas de ella muy populares como destinos turísticos locales, como la de Janitzio, sin coches y llena de calles y senderos escalonados. Desde lo alto, una tirolina comunica con otra isla, Tecuena. Toda una experiencia.
Alrededor del lago hay muchos pueblos, es el caso de Erongarícuaro. El poeta francés André Breton (1896-1966), que consideraba que México era “el país más surrealista del mundo”, vivió en Erongarícuaro una temporada a finales de los años treinta, donde conoció a León Trotsky y fue visitado por Diego Rivera y Frida Kahlo, además de diseñar la inusual cruz de hierro forjado del patio delantero del templo de Nuestra Señora de la Asunción. Detrás, se asoman unos fabulosos jardines del viejo monasterio franciscano contiguo a la iglesia.
En Quiroga encontraremos un gran mercado y cientos de puestos de artesanía de madera, cerámica y cuero, y también muchos puestos de tacos. La especialidad local son las carnitas, que atraen a muchísimos clientes hambrientos. También hay mucha artesanía en Tzintzuntzan, que fue la capital purépecha y guarda reliquias de aquel periodo y del periodo misionero español, como un antiguo convento franciscanos y una zona arqueológica con cinco templos semicirculares de la época purépecha.
Uruapan: un mundo tropical
La tercera gran ciudad de Michoacán es Uruapan. El impresionante y atronador río Cupatitzio nace bajo tierra y emerge, espectacularmente, a la superficie para nutrir el jardín subtropical de palmeras, orquídeas y enormes y frondosos árboles que es el parque nacional Barranca del Cupatitzio. Sin el río, la ciudad no existiría.
Cuando el español fray Juan de San Miguel llegó a la zona en 1533 quedó tan embelesado con el entorno que llamó a la zona por su nombre purépecha, Uruapan, que podría traducirse como “primavera eterna”. Fray Juan diseñó una gran plaza de mercado, construyó un hospital y una capilla y organizó las calles en un trazado de cuadrícula que todavía conserva. Uruapan creció rápidamente y se convirtió en un centro agrícola famoso por sus nueces de macadamia y excelentes aguacates, y todavía hoy conserva el título de capital mundial del aguacate. No está tan alta como Pátzcuaro, por lo que es un poco más cálida.
Su mayor atractivo es el parque nacional, a solo 15 minutos de la plaza Mayor de la ciudad. En muy pocos minutos estamos en otro mundo, envueltos en una frondosa vegetación tropical y subtropical, con abundantes pájaros y mariposas. El río Cupatitzio discurre entre las rocas, se precipita por cascadas y forma amplias y cristalinas pozas. Unos senderos empedrados siguen el cauce hasta su nacimiento en el helado y cristalino manantial Rodilla del Diablo.
Paricutín: el volcán de surgió de la nada
El volcán más joven de América, el Paricutín (2.800 metros), puede que tenga menos de 80 años, pero trepar por la ladera volcánica de derrubios hasta la cima y observar los campos de lava renegridos que han sepultado aldeas resulta una experiencia inolvidable.
La historia que hay detrás de este volcán es tan extraordinaria como las vistas desde la cima. El 20 de febrero de 1943 Dionisio Pulido, un agricultor purépecha, estaba arando su campo de maíz cuando la tierra empezó a temblar y a arrojar vapor, chispas y ceniza caliente. El agricultor se afanó en cubrir los agujeros creados por la explosión, pero no tardó en darse cuenta de que era inútil y corrió para ponerse a salvo. Hizo bien porque, como si fuera una película, un volcán rugiente empezó a emerger de las entrañas de la Tierra. En un año había alcanzado los 410 metros de altitud por encima de los campos ondulantes y la lava había sepultado los pueblos purépechas de San Salvador Paricutín y San Juan Parangaricutiro. Por suerte, la lava fluyó a un ritmo pausado que permitió huir a los aldeanos.
El volcán no paró de crecer hasta 1952. Hoy de su gran cono negro emanan vapor caliente algunas fumarolas. Cerca del borde del campo de lava de 20 kilómetros cuadrados, el campanario del sepultado templo de San Juan Parangaricutiro sobresale de forma escalofriante por un mar de lava negra; este y el altar colmado de ofrendas de velas y flores multicolor son los únicos vestigios visibles de las dos aldeas sepultadas.
Para subir al volcán se puede empezar en el pueblo de Angahuan, unos 40 kilómetros al noroeste de Uruapan. Hay que salir temprano, y con guías locales: que nadie intente acender por cuenta propia porque los caminos son difíciles de seguir. Hay dos rutas: una corta de 14 kilómetros y otra larga de 24, que es la que suelen recorrer los caballos para evitar los campos de lava. Independientemente de la ruta que se tome, el último tramo es a pie. Bajar ya es otra historia; basta con deslizarse por la suave arena negra para estar en tierra firme en solo un par de minutos. La ruta estándar pasa por la iglesia de San Juan a la vuelta. El altar está casi siempre cubierto con coloridas ofrendas de velas y flores y cerca de la iglesia hay algunos puestos de comida que sirven deliciosas quesadillas de maíz azul fritas a la leña en viejas sartenes.
Suscríbete aquí a la newsletter de El Viajero y encuentra inspiración para tus próximos viajes en nuestras cuentas de Facebook, Twitter e Instagram.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.