La Haya, ruta por una ciudad sorprendentemente disfrutona con final frente al mar
La sede del Tribunal Internacional de Justicia es una urbe discreta y cómoda que atesora pinturas de Rembrandt, Rubens y Vermeer, innumerables cafés y ‘bruine kroegs’ y el kilométrico arenal de Scheveningen
En la mente colectiva, La Haya, más que una ciudad, es un complemento circunstancial de lugar, irremediablemente unido a un sujeto, Tribunal, que la coarta y limita. El famoso Tribunal de la Haya o Corte Internacional de Justicia tiene un peso tan grande que su sola mención opaca las muchas virtudes de una ciudad sorprendentemente disfrutona, y totalmente alejada del estereotipo. De hecho, este es uno de esos lugares inesperados que, cuando lo conoces, te llegas a plantear por qué no todas las ciudades son así. Y es que a pesar de tener más de medio millón de habitantes —es la tercera ciudad de los Países Bajos tras Ámsterdam y Róterdam— se trata de una localidad totalmente formada a escala humana, que sigue conservando un aire de población pequeña, casi de pueblo, donde la naturaleza es una presencia cotidiana —es una de las ciudades más verdes de Europa—, la gente aún es amable y las distancias son cortas y caminables. Y cuando pesan las piernas, siempre hay una bicicleta o un tranvía a mano.
La primera evidencia de esto se confirma al llegar a la Estación Central (Den Haag Centraal) tras el viaje de media hora en tren directamente desde el aeropuerto de Schiphol en Ámsterdam. A la salida, maleta en mano, en unos 10 minutos a pie se llega al hotel Des Indes, en pleno corazón histórico de la ciudad. Corazón e historia en este antiguo palacio construido específicamente para albergar las legendarias fiestas del barón Van Brienen y sus amigos aristócratas y transformado en el alojamiento más lujoso de los Países Bajos en 1880. En la II Guerra Mundial fue primero sede de las fuerzas nazis de ocupación, después refugio de judíos y más tarde, tras la guerra, residencia de estadistas como Eisenhower y Churchill. Por sus suites han desfilado reyes, emperadores, premios Nobel y todos los grandes nombres de la cultura. Josephine Baker reservaba una habitación para ella y otra para su mascota; la gran bailarina Anna Pavlova murió en una de sus habitaciones; y en el mismo salón donde hoy toca un cuarteto de jazz el pianista Arthur Rubinstein desplegó su magia en noches memorables.
Salgo del hotel aún saboreando en mi cerebro historias ocurridas en sus rincones cuando el estómago pide saborear también algo más consistente. El delicioso merengue de avellana recién hecho en el obrador de la cafetería/pastelería ChiqueoLatte es justo ese algo. Pronto uno descubre que en La Haya nunca se está lejos de un delicioso café en donde hacer una parada. Cafés donde devorar un buen brunch, como en Vascobelo; lugares al abrigo de cientos de libros como Bookstor, una preciosa librería-café —¿o es un café-librería?— con terraza y patio arbolado; o sitios como el Lola Bikes & Coffee, mitad café, mitad tienda y taller de bicicletas, donde se combinan dos de las pasiones de los habitantes de esta ciudad.
Si el número de cafés de una ciudad es un buen baremo de su calidad de vida, otro es la cantidad de espacios dedicados a la cultura. De nuevo, aquí, La Haya aprueba con nota. La matrícula de honor se la lleva el coqueto Mauritshuis Museum, a orillas del lago de Hofvijver y pegado al espectacular complejo de edificios políticos de Binnenhof, que al atardecer dibujan la silueta más romántica de la ciudad reflejada en las aguas del lago. La idea de la escala humana me vuelve a la cabeza al atravesar las puertas de este museo. Pequeño, casi íntimo, las estancias de esta mansión van desvelando sus secretos casi susurrando. Una misteriosa Escena nocturna de Rubens, el rostro de Rembrandt en el más famoso de sus autorretratos y su icónica Lección de anatomía y, al entrar en una habitación, un encuentro por sorpresa con La joven de la perla de Vermeer. En la misma habitación, otra de las joyas del pintor holandés, Vista de Delft, su ciudad natal retratada en el paisaje urbano más importante de la Edad de Oro del arte holandés. A diferencia de la saturación que suelen producir la inmensidad de los grandes museos, uno sale de aquí con ganas de más.
En la otra orilla del lago, otro museo aún más pequeño, el Bredius Museum, exhibe orgulloso su joya más reciente, un boceto de La Ascensión a la cruz que, tras permanecer olvidado en un rincón del museo durante años, fue atribuido el pasado noviembre, tras un minucioso estudio, a Rembrandt. Y un museo más: el Escher in Het Paleis, en la plaza Lange Voorhout, se sumerge en la fascinante colección de obras e instalaciones del pionero del arte gráfico y maestro del surrealismo M. C. Escher. Cientos de grabados que plasman ilusiones ópticas y universos geométricos que contrastan con la sobriedad de las columnas y las lámparas de araña del Palacio de Invierno de la Reina Madre donde se aloja. La colección ya mira de reojo al edificio brutalista West Den Haag —sede de la antigua Embajada americana— del icónico arquitecto Marcel Breuer, donde se trasladará el museo en lo que será una perfecta unión de dos genios de la vanguardia.
Con el espíritu bien nutrido por un festín de arte, es hora de alimentar el cuerpo. También en esto La Haya tiene todos los frentes cubiertos. En Prinsestraat se suceden los restaurantes orientales con barras de sushi, pequeños locales indonesios e incluso alta cocina china en el restaurante Zheng. Los locales de pescado y marisco típico de aquí tienen en la zona de Scheveningen, más cerca del mar, su espacio natural, mientras que coquetos bistrós franceses y trattorias italianas colonizan las calles del centro. La Brasserie Walter Benedict, en la calle Denneweg, es un local de ladrillo visto que entra primero por los ojos, para entrar luego por el estómago. Ostras fresquísimas, un steak tartar espectacular y los mejores huevos benedictinos de La Haya (el nombre del lugar ya pone sobre esa pista). Con la luz de la tarde, es un buen momento para acercarse a pie hasta el Palacio de la Paz y observar sus contornos neorrenacentistas mientras se camina por las frondosas avenidas donde se encuentran las lujosas embajadas del mundo entero. Alargando el paseo 20 minutos entre los bosques y lagos de Scheveningse Bosjes se llega hasta Madurodam, la ciudad en miniatura con las maquetas de los edificios más famosos de los Países Bajos, construida en 1952, donde las ya de por si evocativas casas y barrios neerlandeses se transforman definitivamente en lugares de cuento.
De vuelta a la ciudad, las calles del centro invitan a perderse entre ellas, sin rumbo ni prisa, disfrutando de las librerías, las tiendas y la aparición, casi por sorpresa, de edificios nobles como el palacio de Noordeinde, una de las residencias oficiales de la familia real neerlandesa. Las calles alrededor de Oude Molstraat se animan con la gente entrando a los típicos bruine kroegs, bares agogedores con luz tenue donde disfrutar de una cerveza al final de la tarde. En el más bohemio de todos, el De Oude Mol, fluyen la cerveza y los cócteles entre conversaciones cruzadas y risas en una barra de bar repleta. Old timers, modernos e intelectuales recién salidos del trabajo o de un espectáculo de danza contemporánea en el vecino teatro Korzo, brindan por una noche que se promete larga. La noche puede continuar en Dekxels, uno de los restaurantes más innovadores de La Haya. Ambiente joven y desenfadado y un menú degustación que recorre continentes y cocinas del mundo.
De camino al hotel, una parada en otro, el Hotel Indigo —abierto en el edificio que fuera el banco nacional de Holanda— para tomar un martini en el speakeasy de su sótano, en la cámara de seguridad donde se almacenaba el oro del país. Estética vintage y una impresionante puerta acorazada circular de más de un metro de espesor que custodiaba los lingotes, para que te sientas como el mismísimo James Bond.
A por el mar
Amanece en La Haya y tras desayunar un trozo de tarta casera y un sándwich de queso holandés curado en el coqueto café Dolly’s el día invita a explorar esa otra La Haya que vive frente al mar. Antes, una parada en el curioso museo Panorama Mesdag para descubrir cómo era la ciudad en 1881, cuando el pintor Hendrik Willem Mesdag detuvo el tiempo en este espectacular ciclorama, de 14 metros de altura y 120 metros de circunferencia. La arena real de playa, las redes y vegetación en el espacio entre la pintura y los espectadores refuerza la sensación de tridimensionalidad, aumentada por la cambiante luz natural que entra por una claraboya. El sonido del mar y las gaviotas completan una experiencia inmersiva creada más de un siglo antes de que se pusiera de moda ese término.
Para llegar, ahora sí, al mar de verdad el camino más corto es la línea recta trazada por tranvía en dirección a la costa de Scheveningen. Aquí, frente a la playa, reconozco uno de los edificios que ya aparecía en la pintura del Panorama, el Grand Hotel Amrath Kurhaus, construido en 1818. Merece la pena visitar su impresionante salón de baile, lo suficientemente grande para acoger un concierto de los Rolling Stones en agosto de 1964, y adentrarse en el interior de su inmensa cúpula para apreciar la estructura construida totalmente en madera.
Más allá del hotel, el resto de edificios recuerdan todos los horrores de la arquitectura de los años sesenta y setenta en cualquier costa del mundo. A pesar de no ser el más evocativo de los paisajes, la kilométrica playa de Scheveningen con su Pier y su inmensa noria se convierte, durante los meses de verano, en lugar de recreo de los habitantes de La Haya, atraídos hasta aquí por los restaurantes de pescado, los eventos deportivos, los conciertos, las clases de surf y los chiringuitos. Para los que persiguen algo más parecido a aquella evocativa pintura de Panorama aún es posible encontrarlo en los arenales desiertos y las dunas salvajes alrededor de Westduinpark. A tan solo 20 minutos en autobús desde el centro de la ciudad, un frondoso bosque, atravesado por senderos, desemboca en un terreno de dunas bajas que se asoman a la playa. El viento agita el mar del Norte y la temperatura no invita precisamente al baño, pero para los valientes que llegan hasta aquí en bicicleta con traje de neopreno y la tabla bajo el brazo esto es lo más.
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