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IDA Y VUELTA
Columna
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El borrador infalible

Rubens es un Spielberg de las superproducciones visuales del Barroco, un Cecil B. DeMille del catolicismo belicoso de la Contrarreforma

Antonio Muñoz Molina
'La caza del león', de Rubens, expuesta en el Museo del Prado. 
'La caza del león', de Rubens, expuesta en el Museo del Prado. the national gallery

La mano del artista dibuja o pinta a toda velocidad sobre una superficie cualquiera: una hoja de papel, una tabla de pequeño formato que ha encontrado en el desorden del taller. La elección es tan rápida, tan descuidada en apariencia, que el papel puede tener en el reverso unas cuentas garabateadas, y la tabla haber sido usada para un boceto previo. La mano con el pincel o el carboncillo se mueve a la misma velocidad infalible con que se moverán las de un músico improvisando sobre el teclado, explorando en busca de algo que no se sabe bien lo que es, porque será preciso haberlo hecho para averiguarlo.

El artista Peter Paul Rubens suele trabajar en formatos enormes, en composiciones de mucha complicación que cuando están colgadas de un muro parece que van a desbordarse sobre el espectador en una catarata de abundancia: santos, ángeles voladores, caballos, mártires, leones, columnas, aludes de alimentos y de piezas de caza, ejércitos en combate. El taller de un artista así se parece más a un plató de Hollywood que a los estudios de los pintores modernos, con sus soledades tortuosas de trabajo monacal. El taller de Rubens sería un espacio enorme, lleno de gente, de ayudantes que preparasen colores y lienzos y fueran completando las partes menos comprometidas, de maniquíes con trajes, de estatuas de yeso, de maquetas, de modelos que posaran como extras para papeles genéricos, santos, pastores en adoración, espectadores de milagros. Rubens es como un Spielberg de las superproducciones visuales del Barroco, un Cecil B. DeMille del catolicismo belicoso de la Contrarreforma. Su imaginación plástica, su destreza técnica se combinan con las cualidades organizativas y ejecutivas propias de un director en la era de los grandes estudios. Igual que en el caso de muchos de ellos, el esplendor de sus creaciones tiene también algo de desmedido y de impersonal, una sospecha de vacuidad retórica, de manufactura a gran escala. A Rubens las instituciones eclesiásticas y las monarquías católicas de las primeras décadas del siglo XVII le encargan montar desfiles de pompa ceremonial con carros mitológicos y arcos del triunfo de madera y cartón, porque un gran pintor ha de ser también un consumado escenógrafo, y también le encargan que pinte desfiles y pompas semejantes para cubrir los muros ingentes y los techos de sus palacios. El espectador ha de ser abrumado por tales despliegues de poderío, simultáneamente religioso y político, en una época en que la religión y la política alimentan guerras de exterminio y hogueras de quema de herejes por el corazón de Europa.

Rubens es un Spielberg de las superproducciones visuales del Barroco, un Cecil B. DeMille del catolicismo belicoso de la Contrarreforma

Hectáreas agotadoras de pinturas de Rubens llenan museos, muros, techos, cúpulas de palacios y de iglesias. Uno circula por sus proximidades como bajo las naves y las columnatas de lujo insolente de la basílica de San Pedro en Roma. Es un arte de propaganda beligerante, de ortodoxia católica literalmente en pie de guerra contra la Reforma protestante. Exalta justo todo aquello que la Reforma ha querido abolir: el culto a los santos, a sus milagros y a sus reliquias; la veneración de la Virgen María; la supremacía espiritual y terrenal de la Iglesia; y sobre todo, abarcándolo todo, es un arte que exalta el lujo, la omnipresencia, la fascinación de las imágenes, precisamente porque los herejes han querido abolirlas. El arte de Rubens celebra las imágenes como un antídoto y un desmentido de la austeridad visual del protestantismo, de una manera semejante a como el cine, la televisión y la publicidad americana, en los años de la Guerra Fría, celebraban la abundancia y el esplendor de los bienes de consumo frente a la disciplinaria escasez del mundo comunista.

Como en todo arte de propaganda belicosa, Rubens no se permite la menor sutileza en el retrato del enemigo ni en el júbilo por su derrota. La rueda del carro de la Iglesia triunfal aplasta las cabezas de los herejes y de los paganos. La lanza de san Jorge atraviesa las fauces abiertas del dragón vencido y pisoteado igual que la espada o la lanza del arcángel san Miguel traspasa el cuello de un demonio. El sadismo pormenorizado de las torturas eleva todavía más la santidad de los mártires que las padecen sin vacilar ni en su virtud ni en su fe. Una muerte pelada como una calavera de Ensor arrastra por los cabellos a la Eva pecadora que está siendo expulsada del paraíso.

Ahora, en el Museo del Prado, descubrimos algo como los storyboards de aquellas superproduccciones, los bocetos que dibujó y pintó Rubens para prepararlas. Nuestra visión del artista cambia de pronto, porque esos borradores lo vuelven cercano a nosotros, nos lo hacen más inteligible, como si se nos acercara en el tiempo. Una pintura de enorme formato requiere mucha preparación, mucho tiempo, un cierto número de colaboradores. Además, ha de ser vista a una cierta distancia, en un espacio público, como aquellos cines lujosos en los que proyectaban las películas bíblicas de Hollywood. El boceto se ve casi a la misma distancia que separaba el ojo de la mano del pintor. La rapidez de su ejecución ha quedado impresa en los trazos, igual que los tanteos y las incertidumbres, las ocurrencias repentinas, los pasos en falso. En lo imperfecto y lo inacabado hay para nosotros una belleza mucho más estimulante que la de la obra ya cumplida. En los cuadros percibimos la distancia que nos separa del tiempo en el que fueron pintados, y el pasado del que eran herederos. Vemos en Rubens la huella de Italia, del sentido tempestuoso del color de la pintura veneciana, Tiziano y Tintoretto, de las anatomías masculinas heroicas de Miguel Ángel.

En los bocetos lo que vemos es el porvenir. La soltura de líneas, la rapidez caligráfica, las manchas de color que disgregan las formas, el atrevimiento en la expresión del erotismo o de la crueldad. Miro ese Rubens y ya no pienso en la Contrarreforma. Hay en él una energía que estalla sobre la superficie breve de la tabla, una vehemencia existencial que me recuerda a los visionarios de los orígenes del arte moderno, a Goya, a Delacroix, a Géricault: el perfil de indiferencia cruel de Dalila en una escena de negrura en la que Sansón se debate contra los soldados me hace acordarme de la Salomé simbolista de Gustave Moreau. Quién sabe si no hay un punto de esterilidad en el deseo de perfección, en el cuidado excesivo que pone uno en lo que hace, si la obra acabada no será muchas veces la lápida que sepulta borradores memorables, posibilidades que habrían brillado sin necesidad de cumplirse.

Rubens. Pintor de bocetos. Museo del Prado. Madrid. Hasta el 5 de agosto.

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