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Segovia en globo sobre el acueducto: un invento de 1783 y otro del siglo I

Un paseo en la aeronave ideada por los hermanos Montgolfier permite sobrevolar las iglesias románicas, la catedral gótica y el monumento romano. Una actividad cada vez con más demanda

Segovia en globo

José Luis Borges, que se quedó ciego, montó en globo para ver lo que se sentía: “Una felicidad casi física”, dictaminó. Y añadió —él siempre tan libresco— que su paseo aerostático había sido “un viaje por aquel paraíso perdido que constituye el siglo XIX. Viajar en el globo imaginado por Montgolfier era también volver a las páginas de Poe, de Julio Verne y de Wells. Se recordará que sus selenitas, que habitan el interior de la Luna, viajaban de una a otra galería en globos semejantes al nuestro y desconocían el vértigo” (Atlas, 1984). Borges seguramente sabía —y si no, le hubiera gustado saberlo— que en la cara oculta de la Luna hay un cráter llamado Montgolfier, como los inventores del globo.

En realidad, volar en globo es viajar a finales del siglo XVIII, de las épocas más inventivas de la humanidad, cuando se crearon los Derechos del Hombre, el sacacorchos, la vacuna y la guillotina. En 1783, diez años antes de ser guillotinado, Luis XVI vio cómo una oveja, un pato y un gallo sobrevolaban Versalles con el flamante invento de los hermanos Montgolfier, y dio permiso para que pudieran disfrutarlo los seres humanos. Solo un año después, el 6 de junio de 1784, el francés Charles Bouché volaba en globo sobre Aranjuez. Un cuadro del museo del Prado lo recuerda. Pero el globo se incendió y Bouché casi se mata. En agosto de 1792, el italiano Vicente Lunardi volaba sin percances desde El Retiro madrileño hasta la villa de Daganzo, a 23 kilómetros. Y en noviembre de ese mismo año, el químico francés Joseph Louis Proust diseñaba y ensayaba en el Alcázar de Segovia —sede por aquel entonces del Real Colegio de Artillería— el primer globo creado con fines militares de la historia.

Preparativos en los Altos de la Piedad

El Alcázar de Segovia, al rayar el sol, asoma su torre de Juan II como la de un gigantesco submarino amarillo que navegara sumergido entre los pinos del Clamores y los álamos del Eresma. Así lo ven los que van a volar en globo desde los Altos de la Piedad, al oeste de la ciudad, donde hay un campo idóneo para despegar y, al otro lado de la carretera, en el Hospital General de Segovia, un estacionamiento gratuito al aire libre perfecto para aparcar los coches antes de iniciar una actividad bastante segura: solo suceden accidentes graves en siete de cada 10.000 vuelos.

Pero lo que mejor se ve desde los Altos de la Piedad no es el alcázar. Lo que mejor se ve cuando el sol aparece radiante por detrás de las últimas cumbres de la sierra de Guadarrama, las más orientales, es la silueta negra e imponente de la catedral de Segovia, que se alza a 600 metros justos, en lo más alto de la ciudad, y que el astro rey recorta arrancando chispas con sus tijeras de oro. Una buena idea, ya que el vuelo dura solo una hora, es visitar luego la catedral y felicitarla por haber cumplido 500 años.

Mientras el sol se despereza y se infla el velamen piriforme e historiado del globo, es un buen momento para conversar con Javier Tarno (Melilla, 1955), que lleva 43 años pilotándolos —¡más de 4.500 horas de vuelo!— y ha sido seis veces campeón de España de aerostación. En Segovia, Tarno es a los globos aerostáticos lo que José María Ruiz a los cochinillos: el sumo hacedor. Su empresa, Globos Boreal, vuela en la ciudad del acueducto desde 2000, acumula una experiencia de 10.000 vuelos y mueve 1.300 pasajeros al año: 1.300 personas que pagan 205 euros por una hora de “felicidad casi física”, más dos o tres de preparativos, brindis final con cava, entrega de diplomas, fotos y aperitivo —o más bien desayuno, porque el vuelo suele acabar a eso de las 9.30—.

Antes de despegar, Javier Tarno cuenta que empezó a volar con Jesús González Green —pionero de la aeroestación en España—, que durante 15 años recorrió las mayores fiestas del país con un globo-anuncio de JB y que, cuando la crisis nubló la península Ibérica, se marchó a Turquía —a Capadocia, la meca mundial de los vuelos en globo— y a Myanmar, a sobrevolar los 2.000 templos de Bagan, los que había descubierto alucinado en sus viajes hippies de juventud, en los primeros ochenta, y que el golpe de Estado de 2021 dejó huérfanos de turistas terrestres y aéreos. “Era el mejor lugar del mundo para volar en globo”, murmura con melancolía.

El acueducto de piedra y su sombra alargada

Un pequeño globo de goma inflado con helio y soltado momentos antes de embarcar por el que será nuestro piloto, Daniel Tarno, el hijo del jefe, no vaticina nada bueno: se aleja hacia el noroeste, donde no hay nada, solo campos de cereales, aburridos de ver y malos para aterrizar sin mosquear a los agricultores, a los que este colorido pedrisco de 25 metros de diámetro y 2.000 kilos de peso no les hace ninguna gracia. Por suerte, en esta época del año, las mieses están recogidas. Es el mejor momento para volar en Segovia: por eso y porque los fresnos y álamos del Eresma se visten bonito, de amarillo.

Por suerte, windy.com —la aplicación que todos los pilotos llevan en sus móviles— dice que a 800 metros de altura el viento sopla casi en dirección contraria que a ras de suelo. Así que, al poco de despegar, cuando los nueve pasajeros estamos ya resignados a no ver nada memorable y acabar en un trigal de Zamarramala, el globo vira de pronto al este-sureste, como atraído por el sol, pasa justo por encima de la catedral gótica, de la judería medieval, de la iglesia románica de San Martín y, para rematar la magistral jugada turístico-aerostática, se planta sobre el acueducto romanos cuando la campana Santa María de la catedral acaba de dar las 9.00.

1.700 años separan al acueducto de Segovia y el invento de los Montgolfier en el que se montan docenas de viajeros todos los días que el tiempo lo permite, porque aparte de Globos Boreal, hay seis empresas que ofrecen paseos aerostáticos en Segovia y globos para todos los públicos, hasta para personas con movilidad reducida.

De California a Capadocia, pasando por la ciudad del Eresma

Mucho ha cambiado el mundo, no ya desde los tiempos de Montgolfier, sino desde que Borges voló en globo sobre el californiano valle de Napa, hace 40 años. Últimamente se ven globos por doquier: sobre los templos de Luxor (Egipto) y sobre las pirámides de Teotihuacán (México), en el Serengueti (Tanzania) y en Masai Mara (Kenia), en el valle del Loira (Francia) y, sobre todo, en Capadocia (Turquía), que es el epicentro del turismo aerostático, con un centenar de globos en el aire todos los días.

Segovia no tiene nada que ver con Capadocia, pero cada vez hay más viajeros que ponen ambos lugares en la misma balanza: la que mide cuál es el mejor destino del mundo para volar en globo. Muchos eligen sobrevolar las chimeneas de hadas y las iglesias trogloditas turcas. Pero el que sabe pone en el otro plato el acueducto de Segovia, el alcázar, la dama de las catedrales —así llaman, por su elegancia, a la seo gótica, la última de su estilo que se hizo en España— y las montañas más altas del Guadarrama, y el fiel de la balanza no es que se incline para este lado, es que sale disparado como una flecha. Prueba del creciente peso que va teniendo la ciudad del Eresma en el mundo aerostático es el Festival de Globos de Segovia, que este año celebró del 18 al 20 de julio su segunda edición reuniendo a una veintena de globos.

El alcázar y en santuario de la Fuencisla

Pero volvamos a nuestro vuelo. Al perder altura para ver más de cerca el acueducto, el mismo viento del principio, el que arrastró el globito de prueba hacia el noroeste, vuelve a llevarnos como una terca mula hacia Zamarramala, pero ahora pasando por encima de la alameda del Parral, que ya empieza a pintarse de amarillo, y por delante del alcázar, que visto así, rodeado de globos —hasta diez, algunos fines de semana— y con la sierra de la Mujer Muerta al fondo, parece un castillo de fantasía. Nada tiene de extraño que Walt Disney se inspirara en él para dibujar el castillo de Blancanieves y los siete enanitos.

Viendo el alcázar desde el aire, es difícil no acordarse del infante Don Pedro, que el 22 de julio de 1366 saltó al vacío desde una de las torres del castillo después de soltarse de los brazos de su aya, una cuidadora cuyo nombre se ignora pero se sabe que se arrojó detrás del niño desolada y temerosa de la ira del rey. Y viendo poco después el santuario de Nuestra Señora de la Fuencisla, cómo no acordarse de María del Salto, la judía a la que en 1237 despeñaron por adúltera desde las Peñas Grajeras, ahí mismo, y cayó sin sufrir un rasguño por milagrosa intercesión de la Virgen. La virgen de la Fuencisla es la patrona de Segovia. María del Salto podría serlo, con todo derecho, de los que vuelan sobre ella.

Aterrizaje perfecto en Zamarramala

Después de sobrevolar el alcázar y la casa de la patrona de Segovia, el globo decide por su cuenta dirigirse hacia Bernuy de Porreros, provocando a bordo la habitual hilaridad que este topónimo suele despertar la primera vez que se oye. El piloto, Daniel Tarno, que vive en —y conoce bien— Segovia, explica que Porreros viene de porrum, puerro en latín. Entonces el globo, como si tuviera oídos y no le gustaran los porros de comer, recula, vuelve a su natural querencia —hacia Zamarramala— y saluda a los conductores que lo admiran mientras cruza a baja altura la autovía de circunvalación de Segovia (SG-20). A continuación, pasa raspando sobre un majano, levanta un milano que estaba desayunándose un conejo en la orilla de un sembrado, adelanta a un tractor y roza con el suelo de la barquilla un pedrusco, lo justo para quedarse parado sobre un camino al lado mismo de Zamarramala, antiguo pueblo y hoy barrio agregado de Segovia por el que el globo siente esta mañana una atracción irresistible, fatal.

Aterrizar en un camino de tierra de cinco metros de ancho sin invadir un palmo de los campos circunstantes tiene mucho mérito, pero no es nada comparado con la maniobra que Daniel Tarno efectúa segundos después, antes de que se desinfle el globo: con un golpe fugaz de quemador para ganar dos metros de altura y con un par de tirones de los cabos oportunos —de los ventiles, para rotar, y del paracaídas, para perder la altura recién ganada—, aparca la barquilla a la primera, delicadamente, sobre el remolque de la furgoneta que conduce su padre. La celebración final con cava está más que justificada. Y el piscolabis que lo acompaña. Pero el diploma, en vez de a los pasajeros, habría que dárselo a Daniel Tarno.

‘Cow burner’: un silenciador para vacas

Otras veces —“muy pocas”, dice Javier Tarno mientras regresamos en la furgoneta al campo de despegue—, los vientos dominantes hacen que los globos acaben en algún prado donde pastan vacas, animales que, según la Unión de Campesinos de Segovia, son muy sensibles a las visitas inesperadas y más si llegan del cielo. Un mundo lleno de globos de colores, que el viento lleva siempre en la dirección deseada y cuyo paso no inquieta ni a las a las cigüeñas que anidan en las torres puntiagudas de sus iglesias y palacios, es una quimera, una película animada de Walt Disney. En ese mundo de fantasía, las vacas estarían ya acostumbradas después de 25 años al continuo vaivén de globos por el cielo segoviano. Pero como no es así, existe una forma de que no confundan el ruido del quemador con el rugido de un león.

Para no espantar a las vacas de los prados, los pilotos de Globos Boreal usan el cow burner, un quemador silencioso. Si estuvieran dormidas, no las despertaría. Por cierto, que hace 17 años, el entonces jugador del Fútbol Club Barcelona Giovani dos Santos contrató un vuelo privado en globo para sobrevolar Segovia con su enamorada, la actriz y cantante mexicana Belinda Peregrín, y Eolo quiso que acabaran en un prado. Como el vehículo de apoyo se demoraba, porque no es fácil abrirse paso por fincas privadas, la pareja decidió esperar tumbada sobre la lona colorida y sus rescatadores la encontraron en aquella actitud tan romántica y sosegada, ajena por completo a las airadas protestas de los vaqueros y a las pesquisas de los guardias civiles que encabezaban la comitiva. Eran la imagen de la “felicidad casi física” de la que hablaba Borges.

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