Una República Dominicana más allá de playas y palmeras
Explorando los montes y vegas de la cordillera Central desde Constanza, el enclave más frío de la isla, hasta Jánico, un pueblo de casas blancas, para así descubrir la que Colón llamó “la tierra más hermosa que ojos humanos hayan visto”
Ya en Santiago de los Caballeros, la segunda mayor ciudad de la República Dominicana, te advierten del frío que vas a pasar adentrándote en la cordillera Central. Es la otra cara del cliché tropical dominicano, una sucesión de montes entre la cadena norteña del Cibao y el sur isleño de clima caribeño.
Constanza va a ser nuestro primer destino, un pueblo que registra las temperaturas más bajas de la isla. No es raro que ronden los cero grados y no suelen fallar sus pungentes y célebres heladas matutinas. El pueblo se alza a 1.250 metros de altitud, lo cual no parece excesivo considerando que a 43 kilómetros de distancia se alza el pico Duarte. Elevándose a 3.120 metros, este no solo es el monte más alto de esta isla, sino de todo el Caribe. Comprobarlo entraña una escalada seria, que en algunos tramos se puede aliviar alquilando mulos en el poblado de Los Corralitos.
También en los alrededores de Constanza se encuentran sitios poco hollados, como bosques húmedos a unos 2.000 metros de altitud. Es el caso de Pueblo Nuevo y Ébano Verde, declaradas reservas naturales por su rica biodiversidad. Constanza dista un centenar de kilómetros de la ciudad de Santiago de los Caballeros, por una carretera asfaltada, pero repleta de curvas y desniveles. La mejor bienvenida al llegar a Constanza es que luzca el sol. No hace falta el anorak.
El valle donde se enclava el pueblo es de un verde casi irlandés, un verde animoso basado en continuos cultivos que, aparte de sanos, parecen opulentos. Lejos de las guayabas y otras frutas tropicales aquí se da el triunfo aplastante de las hortalizas.
El señor Valdés, de origen español, alto, con bigote cano y vestido hoy que es fiesta con una camisa rosa de manga larga, pasea con cierto orgullo junto a su campo de apios. Él fue de los emigrantes españoles que vinieron a colonizar Constanza a mediados del siglo XX. Los españoles, lo mismo que los otros dos grupos que llegaron aquí, de japoneses y de húngaros, eran gentes hechas a tierras y climas duros. Y volcaron todo su esfuerzo en una región dominicana como Constanza donde lo que se aclimata es precisamente lo que no es tropical. Así salen de ufanas fresas y rosas, cebollas y repollos. O los apios del señor Valdés, de un verde reluciente en una alineación prieta y perfecta. Valdés quiere enseñar luego una parcela vecina sembrada con patatas. Salen casi a flor del suelo, y quitándoles un poco el polvo lucen rotundamente redondas, y con una piel como aterciopelada. Parecen frutas. “Hay gente de la capital que viene aquí y hace fotos como si nunca hubiesen visto una patata”, cuenta.
En la colonia japonesa se alzan sólidos chalets, como el del señor Toru Kami, de 86 años. Le acompaña su hija y su nieto. Toru frunce los párpados sin perder la sonrisa. “Yo vine desde Kagoshima, una isla al sur de Japón, pero es que allí puede nevar en invierno. Constanza no nos asustaba”. Los resultados son que las fresas de Constanza representan un sueño cumplido en la República Dominicana. Y a eso se añade que, entre frutas y hortalizas, Constanza aporta en torno al 4% del PIB dominicano.
Jarabacoa
Una cincuentena de kilómetros separa la hortícola Constanza de Jarabacoa y su profusión de atracciones naturales. Su salto Baiguate, con su piscina de agua fría y vigorizante, amortigua la residual añoranza por las olas del Caribe. Esto es ya un mundo aparte, donde ríos grandes, como el mayor de la isla, el Yaque del Norte, y pequeños, como es el Guaraguao, ofrecen desde rápidos serios a los amantes del kayak hasta aguas mansas de color turquesa. Para alojarse en Jarabacoa abundan las cabañas de troncos. Los pinos llevan la imaginación a sitios del norte de Europa. En los restaurantes del centro urbano tampoco es extraño encontrar una hamburguesa. Aunque lo que nunca falla es un sancocho, un buen cocido dominicano.
En Jarabacoa, nombre taíno, importa practicar la calma como mejor deporte. Escuchar a los árboles que hacen engordar los piñones. Mientras en las casas de algunos resistentes campesinos sorprenden sus patios. Montan ahí emparrados que dan unos frutos que confunden. Si fueran uvas habrían de ser las del mítico país de Jauja. Más cerca aprecias que lo que cuelgan son una especie de peras gigantes llamadas tayotas. En realidad son hortalizas, como gruesos calabacines periformes que se suelen cocinar al horno con relleno de carne.
Santiago Viejo
Santiago de los Caballeros es un buen punto para irradiar por destinos varios de la cordillera Central. Pero si por algo sorprende es por su modernidad. Están construyendo un tren suspendido, que enlazará el centro con el barrio de Cienfuegos y que saldrá cada noventa segundos. Y se prevén 20.000 pasajeros por hora.
Fue Nicolás de Ovando, gobernador de la isla Hispaniola (hoy compartida por la República Dominicana y Haití), quien en 1515 mandó ubicar aquí la ciudad bautizada como Santiago de los Caballeros. Y eso por la participación de 30 caballeros de la Orden de Santiago el Mayor. Esa inicial Santiago se enclavó en el actual barrio de Jacagua, en los últimos confines de la ciudad. Ahí quedan las ruinas de Santiago Viejo, lo que queda tras el terremoto que la arrasó en diciembre de 1562.
La cuestión es dar con el sitio en un sector como el de Jacagua donde las fincas agropecuarias se extienden casi hasta las faldas de la sierra. Fijándose bien, en una pequeña carretera por donde apenas pasan coches, hay una finca en el lado izquierdo con una puerta metálica y un cartel pequeño que dice “Santiago Viejo”. Sin timbre a la vista se puede dar alguna voz hasta que alguien aparezca.
Por fin, Emanuel López Benoit viene a abrir rodeado de perros que no paran de ladrar. Tras el reciente fallecimiento de su madre, él es el propietario de esta finca, que ha estado en manos de su familia en los últimos cien años. Su problema es que las autoridades no tienen aún un plan para hacer visitable las ruinas de Santiago Viejo. Emanuel, un hombre animoso ahora en su treintena, nada puede hacer él solo. Salvo enseñar las ruinas a quien aparezca. Así caminamos entre ladridos y bajo las copas de grandes manzanillos, pisando una tierra negra y esponjosa. Por fin, a unos 10 minutos, se ve un muro de unos dos metros de altura, y de poco más de una decena de metros de largo. Se interpreta que eso pudo haber sido la iglesia mayor de Santiago Viejo. Y luego, por doquier sobre la hierba, piedras y cachos de antiguos ladrillos. Pero no hay duda de que este fue el llamado Solar de Jacagua y, por tanto, la ubicación más certera del primer Santiago de los Caballeros. La que duró poco, pero con aires de opulencia, no faltándole templos, monasterios, carpinterías… como la mayor promesa urbana entre el norte y el sur de la Hispaniola.
Según Emanuel si un día se excavara aquí aparecería una gran cantidad de vestigios arqueológicos. Pero el seísmo habló y a la postre la que prosperó fue Santo Domingo, la actual capital dominicana fundada por Bartolomé Colón en 1498.
La Vega Vieja
A una treintena de kilómetros de Santiago no tiene pérdida la actual Concepción de la Vega. A su modo es hoy como la capital de la muy feraz La Vega, Vega Real en tiempos españoles. Es la zona que, con más extensión y clima más suave que Constanza, concentra la mayor riqueza agrícola del país. Con su póker de tesoros verdes: caña de azúcar, café, cacao y tabaco.
La moderna Concepción de la Vega se ubica en una colina, el Santo Cerro, con un mirador que es su mayor atractivo. Abajo se extiende la vega que al verla hizo exclamar a Cristóbal Colón en su segundo viaje: “La tierra más hermosa que ojos humanos hayan visto”. Más punzante, Bartolomé de las Casas definió esa belleza como “pintada”. Y tenía razón: es como un mar verde donde cualquier camino que la cruza, cualquier puebla o caserío queda diluido como en una inmensa tela de conjugaciones verdes. O la tozudez de la feracidad, los cultivos que nunca fallan salvo en caso de ciclones y terremotos.
Junto al mirador han puesto una gran cruz de cemento con objeto de recordar la que hubo en el siglo XVI hasta que un terremoto la derribó. El caso es que en el Santo Cerro aún la historia se mezcla con la leyenda. En la contigua iglesia moderna, en una capilla a mano derecha, se encuentra el Santo Hoyo. Un agujero en el suelo de en torno a un par de metros de diámetro, cerrado ahora por una reja que permite ver, pero no tocar, la tierra que hay abajo. Lo recuerda el vigilante laico del templo: “Hubo que poner esa tapa enrejada porque venía gente a llevarse puñados de esa tierra. Para hacer brujería”. Al parecer, hay quienes creen que la tierra del Santo Hoyo siempre sube y baja. Y eso porque ahí se hincaba la cruz que colapsó con el famoso seísmo. Claro que la fantasía es la que alimenta sus extrañas réplicas.
A los pies de Concepción por pequeñas vías, casi vericuetos, se llega al lugar llamado la Vega Vieja. Es la zona histórica de esta visita. Un recinto en pleno campo con ruinas del primer emplazamiento español en la zona. Queda parte de un muro de la antigua fortaleza. Con sus aspilleras para disparar arcabuces o tal vez ballestas. Y alrededor, piedras sueltas por clasificar. También hay un pequeño almacén donde se acumulan otras piezas que se van encontrando en la vieja Vega Real.
Jánico
En el lado opuesto de La Vega, en una especie de triángulo, cuyo vértice fuera Santiago, se encuentra Jánico, un pueblo de casas blancas que se arraciman a los pies del cerro Santo Tomás. Aquí ya triunfa la producción cafetera. Pero en las mismas afueras del pueblo se abre un espléndido parque botánico, de 700 hectáreas. Su fin es promover el disfrute de la naturaleza, y también aleccionar a las nuevas generaciones con la conservación y conocimiento de la abundante flora local. Sin olvidar dar cuenta de la cultura de los indios taínos que vivían en este territorio. Un punto aún debatido es dónde se ubicaba la Fortaleza de Santo Tomás, la segunda construida por los españoles después del Fuerte Navidad en la costa norte de la isla. Santo Tomás fue, en todo caso, el primer fuerte español en el interior de la Hispaniola y si bien se desconoce su exacto emplazamiento, ni hay constancia de hallazgos al respecto, han puesto un monolito en una pradera que recuerda esa temprana y estratégica edificación.
Dentro del parque botánico hay un pequeño museo con piezas arqueológicas de los taínos encontradas en la zona. Como dos cemíes, o ídolos de piedra, de unos veinte centímetros de altura. Y fragmentos de cerámica, y numerosas hachas petaliformes. Es la bella definición que tienen aquí para hachas de sílex cuyas hojas semejan los pétalos de una flor.
Jánico debe su nombre a un río también singular. Describe una curva casi cerrada, y sus aguas no solo son frescas, de montaña, sino que sus arenas se consideran auríferas. Al menos hay gente que intenta sacar oro con una batea como se supone que hacían los taínos, y los propios españoles de Colón al ver trajinar en eso a los indígenas. El río Jánico, o el cercano río Bao, son sitios que, con todos los cambios del mundo, aún permitirían ver, con suerte, a un martín pescador, de alas lapislázuli, volando al ras de la corriente.
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