Plovdiv, una leyenda y 100 mansiones en la Bulgaria más señorial
La segunda ciudad más grande del país balcánico deslumbra con su rico patrimonio de costumbres, gastronomía y estilos artísticos en torno a siete colinas míticas
Las leyendas confieren un halo de misterio, heroísmo o, simplemente, dramatismo al escenario en el que se desarrollan. La que alumbra el origen de las siete colinas sobre las que se levanta Plovdiv, la segunda ciudad más grande de Bulgaria, tiene mucho de esto último. El relato asegura que un joven originario de este lugar de la antigua Tracia partió junto al victorioso ejército de Alejandro Magno y alcanzó gloria y poder en sus conquistas por Babilonia. Cuando su familia le pidió que regresara al hogar para ayudarles, no lo hizo, lo que provocó la terrible maldición de su madre: si retornaba, se convertiría en piedra. Ya de anciano, intentó volver, pero cuando estaba a las puertas, él y los siete camellos que le acompañaban cargados de riquezas se transformaron en las siete elevaciones naturales de roca sobre las que se asienta la ciudad.
Hoy, seis de estas colinas —la séptima ya no existe tras verse convertida en material con el que pavimentar calles— aún marcan el perfil de Plovdiv, situada al sureste a solo dos horas por carretera o por tren de la capital búlgara, Sofía. La ciudad presume de asentarse en uno de los lugares más antiguos que han permanecido permanentemente habitados, con asentamientos neolíticos que se remontan más de 6.000 años. Privilegiado punto de paso entre Oriente y Occidente, este enclave ha visto asentarse a tracios, macedonios, romanos, bizantinos, otomanos, cruzados… y, por supuesto, búlgaros. Con ellos lo hicieron también costumbres diversas, gastronomías variadas y, cómo no, estilos artísticos diferentes. Todos dejaron una impronta, más o menos visible aún, en un lugar que hoy tiene cerca de 350.000 habitantes y que se extiende a orillas del pausado río Maritsa.
El resultado es una Plovdiv salpicada de vestigios de todas las épocas que se entremezclan. Así, a pocos metros del monumento al soldado búlgaro Gyuro Mihaylov, héroe de finales del siglo XIX, surgen las milenarias columnas del fórum y del odeón romanos, que recuerdan que las legiones imperiales y el latín dominaron el territorio y bautizaron el enclave como Trimontium (los tres montes). De hecho, la vía principal de la localidad, la cercana calle Alejandro I, hoy peatonal y repleta de comercios y cafés, cubre los 240 metros de largo que ocupó el estadio romano levantado en el siglo II. Capaz de acoger a 30.000 personas, de aquella construcción aún se puede ver la parte de sus graderíos que se conservan tanto al aire libre como en las plantas inferiores de algunos comercios entre mostradores de vestidos en oferta.
A solo unos metros, se levanta la mezquita Dzhumaya, con sus nueve cúpulas y un minarete de 23 metros de altura que se empeña en recordar el pasado otomano de la ciudad y que allí está una de las pastelerías más célebres y antiguas de la ciudad. No muy lejos, y si se callejea, aparece casi por sorpresa la poco visitada iglesia ortodoxa de Sveta Marina, del siglo XVI, con su peculiar campanario de siete pisos con aspecto de exótica pagoda. Y poco más allá se abre el barrio de Kapana (“trampa” en búlgaro, en referencia a lo intrincado de sus callejuelas), el lugar donde hace siglos se disponían los talleres de los artesanos, como se encarga de recordar la nomenclatura de su callejero, con referencias a los materiales con las que estos trabajaban: Kozhuharska (cuero), Zhelezarska (hierro) o Ziatarska (oro). Kapana es, gracias al impulso restaurador que supuso que Plovdiv fuera declarada Capital Cultural Europea en 2019, el barrio de moda, repleto de casas transformadas en lienzos de multicolores murales, pequeños restaurantes que presumen de ser gastrotecas, galerías de arte de vanguardia y rincones donde hacer fotos para subir a Instagram.
Sin embargo, para llegar a la parte más señorial de Plovdiv hay que ir más allá y cruzar la avenida del Zar Boris III para después ascender, no sin cierto esfuerzo, hasta la ciudad vieja, enclavada sobre las colinas Taksim, Dzhamhaz y Nebet Tepe, las tres donde se situó el primer asentamiento humano y que hoy representan una única elevación. Allí, el vetusto teatro romano, aún en uso, despliega sus asientos como un gigantesco mirador hacia el resto de la ciudad. Es el monumental preámbulo de un paseo por callejuelas empedradas que suben, bajan y se retuercen repletas de sorprendentes mansiones —los que las han contado hablan de más de un centenar— levantadas en un peculiar estilo conocido como Renacimiento Nacional búlgaro (siglos XVIII y XIX). Sus fachadas de color, repletas de dibujos florales y con ventanas y miradores que sobresalen sustentados en vigas de madera, atestiguan la riqueza que llegaron a atesorar los comerciantes de esta ciudad. Hoy, tan mimadas como lo fueron por sus antiguos dueños tras haber sufrido años atrás cierto abandono, muchas acogen ahora museos, como el etnográfico, o centros culturales.
Cada una de estas mansiones tiene su historia, su marca personal y su encanto. La conocida como Casa Hisar Kapia encarama su fachada azul a la antigua muralla medieval y una de sus puertas. La Casa Giorgi Danchov recuerda al fotógrafo y revolucionario que vivió en ella. La antigua farmacia Hipócrates ocupa la planta baja de la casa de Sotir Antoniadi, quien fuera uno de los primeros médicos titulados de la ciudad. La Casa Lamartin se llama así porque el poeta y viajero francés Alphonse de Lamartine se alojó en ella, aunque fuera tan solo tres días en el verano de 1833, de regreso de un periplo por el cercano Oriente. Y la Casa Balabanov, levantada por un rico usurero, pasó por diferentes propietarios hasta quedarse con el nombre de su último dueño, un comerciante maderero.
Espectaculares por fuera, con cuidados jardines en muchos casos, su interior no lo es menos. Cobijan una lujosa decoración pictórica en paredes y techos que representan motivos geométricos, elementos arquitectónicos, flores, paisajes y, a veces, detalles de lo visto por sus pudientes dueños en sus periplos por las ciudades europeas de moda entonces: Venecia, Estocolmo, San Petersburgo… Todo ello acompañado de suelos de madera, pero también de detalles entonces al alcance de muy pocos como baños con inodoro, sistemas de comunicación internos para llamar a los sirvientes o lámparas de gas. Además, muchas aparecen ligadas a un momento clave de la historia búlgara: el fin de la dominación otomana a finales del siglo XIX. Sus lujosos salones cobijaron reuniones clandestinas en los que se hablaba de la entonces ansiada independencia. Hoy, 145 años después, dan lustre a las siete legendarias colinas.
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