Dos días en Melilla: La Ciudadela, sus edificios modernistas y los olores del Mercado Central
En Melilla hay muchas Melillas: culturales, religiosas, étnicas, históricas, artísticas, gastronómicas… Situada a caballo de dos continentes, la ciudad autónoma es una muy sugerente fusión entre el exotismo norteafricano y la modernidad del mundo occidental
Como Teruel, Melilla podría proclamar igualmente aquello de “Melilla también existe”, porque pese a sus sorprendentes atractivos turísticos y culturales es uno de los destinos más ignorados y menos visitados de España. Es verdad que viajar aquí, pese a las ocasionales y también complejas bonificaciones aéreas existentes, ni es barato —por ejemplo, volar desde Madrid puede costar lo mismo que un paquete turístico completo al Caribe—, ni tampoco resulta fácil si uno se inclina por combinar tren hasta Málaga y luego, barco o avión. Pero quien se decide a conocer la sorprendente ciudad autónoma no se arrepiente.
Nada más aterrizar, la primera sensación será la de haber volado no solo a un lugar exótico, sino también a otro tiempo; porque las actuales dimensiones de la pista del aeropuerto solo permiten operar aeronaves de turbohélices; y, una vez en tierra, únicamente se puede acceder a la pequeña terminal andando desde la misma escalerilla del aparato.
Mucho antes de que Melilla fuese Melilla, fue la Rusadir fenicia y púnica; un codiciado enclave mediterráneo disputado después por mauros y romanos; convertida en el siglo VIII en la Melilla árabe, y, a partir de 1497, transformada en la ciudad fortaleza que, con el tiempo, daría lugar a la actual Melilla La Vieja, El Pueblo o La Ciudadela, que de todas estas formas se conoce a la formidable ciudad amurallada construida a lo largo de los siglos sobre un colosal peñón que se adentra y afirma altivo en el mar. En Melilla hay muchas Melillas: culturales, religiosas, étnicas, históricas, artísticas, gastronómicas… Situada a caballo de dos continentes, es una muy sugerente fusión entre el exotismo norteafricano y la modernidad del mundo occidental. Una ciudad en la que el pasado medievo-renacentista de la vieja Melilla y la brillante explosión modernista y art déco de la Melilla contemporánea se amalgaman con las culturas, costumbres y ambientes judíos, musulmanes, cristianos e hindúes; creando un entorno verdaderamente singular y seductor.
Después de instalarse en el hotel —el parador, con su cierto aire de colonial decadencia, puede ser una buena opción—, lo mejor es irse dando un paseo hasta La Ciudadela para recorrer, tranquilamente, los encantadores rincones e impresionantes vistas que ofrecen los cuatro soberbios recintos amurallados del monumental conjunto histórico-artístico de Melilla La Vieja. Construidas de dentro hacia fuera entre el siglo XV y el XVIII, las sólidas fortificaciones de apretados y viejos sillares se encaraman sobre vertiginosos acantilados y colosales farallones dejando a sus pies tranquilas calas de aguas turquesas y finas arenas. Al atardecer, las inmensas moles doradas de piedra y un mar refulgente y destellante crean estampas maravillosamente irreales.
A lo largo del recorrido de los tres primeros recintos fortificados se suceden sin cesar murallas, torres, fosos, almenas, arcos, puentes, pasarelas, baluartes, túneles, aljibes, plazas, garitas… componiendo todo ello un evocador conjunto pétreo que nos habla de la larga y agitada memoria del lugar. Para entender bien la significación y evolución histórica de esta estratégica plaza fuerte, lo mejor es visitar algunos de los museos instalados en los antiguos almacenes y torreones de La Ciudadela. Entre ellos están el Centro de Interpretación de Melilla La Vieja o el Museo de Historia, Arqueología y Etnografía de la ciudad, en el que se exponen las distintas influencias culturales —bereberes, sefardíes, gitanas, hindúes…— que, a través del tiempo, han ido conformando la multi identidad melillense.
Antes de abandonar la histórica ciudadela merece la pena detenerse y conocer las cuevas del Conventico. A pequeña escala, son algo parecido a las famosas ciudades subterráneas de la Capadocia (Turquía), que, como auténticos hormigueros humanos, fueron los más eficaces refugios para algunos pueblos frente a las agresiones de sus enemigos. Estas datan del siglo XVIII y se excavaron en plena roca, en tres distintos niveles, para dar cobijo a la población frente al bloqueo del Sultanato de Marruecos de 1774.
Después de recorrer los tres recintos fortificados del istmo de la ciudad vieja hay que darse una vuelta por el fuerte del Rosario y el fuerte de Victoria Grande, construidos en el siglo XVIII y desde donde el 14 de junio de 1862, y dentro del acuerdo hispano-marroquí de Wad-Ras, se efectuaron —con el famoso cañón Caminante— los disparos que fijarían los límites territoriales de la soberanía española en Melilla. Los proyectiles del referido cañón alcanzaron una distancia de tres kilómetros, constituyendo el radio del semicírculo que determinaría los actuales 12 kilómetros cuadrados de extensión de la ciudad autónoma.
Cerca ya del mediodía, lo suyo es dejar La Ciudadela, atravesar el barrio del Mantelete, cruzar la plaza de España y recorrer el fresco y palmeral parque Hernández hasta llegar al restaurante Instinto (calle Carlos Ramírez de Arellano, 12), estupendo establecimiento en el que degustar unos ricos chanquetes con huevos fritos, un magnífico tataki de atún y un notable tiramisú.
Una buena opción para aprovechar la tarde sería dedicarla a recorrer el largo paseo marítimo que llega hasta el paso fronterizo con Marruecos, donde comienza la tantas veces triste y famosa valla. También es una buena ocasión para darse un baño en la playa y, antes de regresar al hotel, tapear algo en El Caracol Moderno, restaurante que también merecería alguna mención o distinción en cualquiera de las más prestigiosas guías gastronómicas españolas.
Modernismo y ‘art déco’
La segunda jornada de estancia en la ciudad autónoma se debería dedicar al otro gran plato fuerte del viaje: el impresionante conjunto modernista y art déco que atesora Melilla, una auténtica joya que junto con La Ciudadela deberían ser razones más que suficientes para declarar esta ciudad patrimonio mundial de la Unesco.
El ensanche urbanístico acometido a finales del siglo XIX y principios del XX dio lugar a un catálogo de edificaciones modernistas y art déco, solo comparable en España al de Barcelona. Eso sí, con la particularidad aquí de que los más de cien inmuebles especialmente notables se encuentran agrupados en el corazón mismo de la ciudad. Melilla es un auténtico museo al aire libre de la más admirable arquitectura del inicio del pasado siglo. Para no perderse nada importante, lo más recomendable es partir de la plaza de España y seguir el plano turístico que recoge —perfectamente posicionados y numerados— el centenar largo de edificios más destacados del conjunto, e ir localizándolos y disfrutando de sus imaginativas formas constructivas y detalles ornamentales; deteniéndose, a izquierda y derecha de la avenida Juan Carlos I y la calle Ejército Español, y recorriendo el llamado Triángulo de Oro y los barrios de Gómez Jordana, del Polígono y del Carmen.
La espléndida arquitectura modernista y art déco melillense se materializa en toda clase de construcciones: cines, teatros, casinos, bancos, mercados, fuentes, iglesias, sinagogas, mezquitas, edificios públicos… Así como en todo tipo de elementos estructurales y decorativos: diseños integrales, fachadas, puertas, ventanas, vidrieras, rejas, escaleras… Se echa en falta la posibilidad de poder acceder a algunos edificios para tener la oportunidad de admirar tanto sus interiores como el posible mobiliario de época que, probablemente, atesorarán multitud de casas. Entre los muchos ejemplos arquitectónicos notables y significativos habría que destacar el Antiguo Economato Militar (Casa Tortosa), el edificio de La Reconquista, la Casa de los Cristales, el antiguo Monumental Cinema Sport o la casa de Josefa Botella.
Aunque el gran impulsor de esta tremenda explosión de arte, exquisitez y legado arquitectónico fue el discípulo de Gaudí Enrique Nieto, que se afincó en Melilla a principios de 1900 y estuvo profesionalmente activo hasta 1945, hay una larguísima nómina de otros muchos arquitectos e ingenieros que desde finales del siglo XIX y primer tercio del XX contribuyeron a su embellecimiento urbano y a dotar a la ciudad de una personalidad propia y cautivadora. Estos son algunos de ellos: Emilio Alzugaray, José de la Gándara, Francisco Herranz, Lorenzo Ros, Droctoveo Castañón, Manuel Rivera Vera, Juan de Zavala, Fernando Guerrero Strachan, Eusebio Redondo…
Si se dispone de tiempo para descubrir la más clara manifestación del ambiente y la magia multicultural y exótica de Melilla, nada mejor que visitar el Mercado Central (García Cabrelles, 16). Aquí a uno le asaltan colores, olores y sabores que, a buen seguro, le harán evocar un zoco africano. Y hablando de sabores, para comer, cenar o tomar algo hay otras dos buenas opciones posibles para experimentar en la mesa la fusión africano-mediterránea: el Rincón Casa Sadia y La Traviata. Ah, y para tomar una copa, Epoka.
No se puede dejar de resaltar que, además de todo lo anterior, se añade una interesante oferta de sol y playa, tanto para disfrutar de arenas civilizadas o calas salvajes o para practicar submarinismo y demás deportes acuáticos.
Ya de camino al aeropuerto, o si se recorre algún tramo de los 12 kilómetros de la valla, se podrá contemplar una imagen que resulta una triste metáfora visual de una cuestión que en el mundo desarrollado seguimos sin resolver. De un lado de la alambrada, el campo donde suelen concentrarse quienes tratan de entrar en Europa, y del otro, un campo de golf. Problema que una melillense calificaba en una expresión berebere que sonaba “jaguata margüeta”: algo así como todo sigue liado o manga por hombro.
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