Esauira, la medina de los vientos en la costa de Marruecos
Mestiza, de aires europeos y con un casco histórico patrimonio mundial, la ciudad marroquí que inspiró a músicos y cineastas hoy es un refugio para kitesurfistas y escenario de grandes festivales de música
En un mundo que se queda chico descubrir algo nuevo es un lujo. Uno de los secretos a voces que más cotiza en estos días es un enclave atlántico, azul, cálido, de acentos exóticos: Esauira. Una ciudad todavía misteriosa, al sur de Marruecos, paralela a Marraquech, pero en la costa, alejada del bullicio y trajín de turistas fáciles. Paraíso de los vientos, del surf, de las playas olvidadas. Y de los gatos: no creo que haya otra ciudad en el planeta con más mininos por metro cuadrado.
Parece que ha llegado su hora. Desde hace pocas semanas hay vuelos directos low cost desde Madrid (lunes y viernes, con Ryanair). Pero si uno teclea en Google su nombre, lo que encuentre estará posiblemente obsoleto. El rey de Marruecos inauguró recientemente la Casa de la Memoria en una sinagoga del siglo XIX, una especie de museo de la ciudad. También ha abierto un centro de artesanías que tiene tanto de zoco como de muestrario étnico. En el puerto se ultiman obras colosales, y entre los proyectos en cartera está convertir la antigua iglesia portuguesa en museo o rescatar de las dunas el soberbio palacio del sultán. Es momento de descubrir Esauira.
Esto es un decir. Porque algunos ya la descubrieron hace tiempo. A finales de 1969, Jimi Hendrix y un par de amigos fueron a relajarse, muy poco antes de la gran rave de Woodstock que pasaría a la historia como la mayor celebración de la música moderna. Fue una estancia breve, pero marcó la diana para oleadas de hippies que acudieron a refugiarse en las dunas y sotobosque que entierran todavía al palacio del sultán en la playa de Dirat. No fueron los únicos: The Rolling Stones, Frank Zappa, Bob Morrison o Cat Stevens peregrinaron en algún momento a este lugar inspirador. Tal vez para absorber la tradición musical de este enclave mestizo, donde se fusiona la música gnawa bereber con la herencia andalusí y un clima de espiritualidad que, como dice la canción “is on the air”, está en el aire.
Pueden sorprender músicos tradicionales por las calles o actuaciones en vivo en garitos nocturnos. Pero son los grandes festivales los que marcan la temporada: en abril, se celebra el Festival de los Alisios. En junio, el Festival Gnawa, la música ancestral bereber. En otoño, el Festival de las Músicas Andalusíes Atlánticas, que fusiona la tradición local con el flamenco y los ecos de judíos y moriscos expulsados de España. Y también en otoño, el MOGA, el mayor festival de música electrónica del país. Por no hablar de otros encuentros de jazz esporádicos o de menor alcance.
Si la música es ahora una de las señas de identidad de la ciudad, también el cine se fijó pronto en la pureza de líneas, casi cubista, y el vibrante color de su casba como escenario ideal. Orson Welles rodó aquí en 1948 su Otelo, premiada en Cannes (la efigie del cineasta puede verse esculpida a la puerta del hammam Pabst del barrio judío, que Welles frecuentaba). Oliver Stone rodó escenas de su Alejandro Magno (2005). Ridley Scott hizo lo propio con El reino de los cielos (2005), y entre otros muchos títulos recientes filmados aquí están la película española Lope, la serie Juego de tronos (las murallas marítimas dieron vida a Astapor, la ciudad de los esclavos) o John Wick 3.
Singularidad histórica
Claro está que músicos y cineastas lo único que hicieron fue, como reza el dicho, descubrir el Mediterráneo. Que ya habían descubierto hace siglos los fenicios y, más tarde, los romanos: unos y otros sacaban de unas conchas (murex) el preciado color púrpura; todavía en algunos mapas los islotes que escoltan a Esauira figuran como Islas Purpúreas. Cuando los portugueses, en el siglo XVI, establecieron puestos comerciales por la costa de África llamaron Mogador a este lugar, nombre que sigue ostentando en comandita. Poco antes de los portugueses habían recalado sefardíes o judíos expulsados de España, a los que siguieron más tarde los moriscos, que se fundieron con la población bereber y árabe.
Pero lo singular de Esauira entre las ciudades de Marruecos es que fue refundada, o rehecha, en pleno Siglo de las Luces, el XVIII. El sultán Mohammed Ben Abdallah encargó en 1765 a uno de sus prisioneros, el arquitecto francés Théodore Cornut, que diseñara una ciudad “moderna” trazada a cordel. Por eso esta ciudad no se parece a las medinas caprichosas y abigarradas de los árabes, sino que luce cierto aire europeo, con calles bien trazadas: eso significa Esauira en amazigh (el idioma bereber), “la bien trazada”. Apenas un lustro después se abrió el puerto al comercio marítimo, alentado por el flujo de los vientos alisios.
Un enclave, pues, mestizo, marcado de siempre por el signo del comercio. A los vientos alisios que acarician estas costas se les llama en inglés trade winds, los vientos del comercio. Del sur profundo, la región del Níger y Tombuctú, llegaban las caravanas cargadas de oro, sal y esclavos. Algunas se desviaban a Dakar, otras seguían hacia Marraquech, Fez y las ciudades imperiales. En el centro de la medina de Esauira, enmarcado por cuatro puertas cardinales, se abren dos amplias plazas simétricas, donde antaño estaba el caravasar. Una de ellas acoge ahora pequeños comercios y restaurantes, en la otra se aloja el mercado de pescado.
En los años de esplendor —antes de que la capital económica se trasladara a Rabat—, llegó a contar con cuarenta sinagogas, cinco mezquitas, una iglesia católica (portuguesa) y una capilla protestante. Ahora son 28 las mezquitas, y la sinagoga histórica de Simón Attia, de 1892, se ha convertido en la Casa de la Memoria. En la Constitución marroquí de 2011 se reconoce a las culturas judía y bereber como parte de la memoria de Marruecos.
El casco histórico de Esauira, declarado patrimonio mundial por la Unesco en 2001, comprende la medina, la mellah o barrio judío y la casba, cuyas murallas, protegidas por cañones fundidos en Ámsterdam y Barcelona, se alargan hasta el puerto. Los portugueses construyeron dos macizas torres y una puerta monumental para protegerlo. En su entorno se instalan pequeños tabancos para vender el pescado que no va a la lonja. Las nubes de gaviotas compiten en número con los gatos dormilones y las pequeñas tiendas de regalos, especias y hierbas salutíferas, dulces melosos, ropa y objetos artesanos.
La playa es inmensa. Más kitesurfistas que bañistas, y más terrazas que gente a remojo. Los hoteles y riads se acomodan discretamente al otro lado del paseo marítimo. Frente al arenal hay una isla deshabitada, con una mezquita y una antigua prisión abandonadas. Solo visitan sus brumas las gaviotas y los raros halcones de Eleonor. La propia ciudad de Esauira fue una isla, hasta que las arenas empujadas por las mareas la soldaron a tierra firme. Playas y dunas son el paraíso de surfistas, quads, caballos y camellos para turistas, y se prolongan hasta un lujoso resort de golf que supera la extensión de la ciudad.
Más al sur aguardan otros secretos. Muy cerca, a menos de 25 kilómetros, la bodega del Domaine du Val d’Argan; a solo unos metros de ella, la cooperativa de mujeres que mondan y muelen nueces de argán para elaborar un aceite que rinde más en usos cosméticos que alimenticios. Más lejos, la playa virgen de Iftane, o la de Tafedna, a unos 50 kilómetros, donde las vacas toman el sol; los mercados semanales de Ida Ougourd o de Had Draa y su oasis; la cueva de Bith Moun; el río y la cascada de Sidim M’Barek, protegidos por una duna gigante… En fin, no esperemos a ir al cine para descubrir la magia de Esauira.
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