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Fuera de ruta

Marruecos en modo rural

Un viaje apasionante por el desconocido interior del país magrebí que empieza en el Estrecho y culmina en las dunas saharianas de M’Hamid

El valle del Draa (Marruecos).
El valle del Draa (Marruecos).

Marruecos siempre fue un sueño recurrente para el viajero. Está ahí, tan cerca y a la vez tan lejos. No conozco a nadie que al cruzar el Estrecho por primera vez no haya pensado en la arena que iba a pisar al bajarse del barco; verse de pronto entre camellos o caminando junto al curso de un río que muere en la nada por un desfiladero de palmeras. Sí, todo esto lo tiene Marruecos, pero algo más lejos; a dos días de viaje de ese río azul de 14 kilómetros de ancho que une dos mares, que separa a Europa de África y que, ya desde el barco, sorprende con su costa de perfiles boscosos y verdes, o con cumbres como la del monte Musa (851 metros), a la que a menudo corona una nube.

cova fdez.

En este viaje, la propuesta es adentrarse en el mundo rural marroquí, tan desconocido como hospitalario. Ahora que la realidad de la covid-19 invita a huir de las grandes urbes —y que el país abrió a principios de septiembre sus fronteras a los turistas (deben tener confirmada una reserva de hotel y mostrar una prueba PCR negativa realizada 48 horas antes de la llegada)—, no parece mala idea, con el medio que cada uno prefiera (a pie, en mula, en bicicleta o en coche), acercarse a esos lugares poco conocidos donde naturaleza y personas viven en armonía.

Tras poner pie en tierra en Tánger Med —el puerto de nueva construcción, a 50 kilómetros de la ciudad—, el viajero puede dirigirse a Belyounech por una carretera de montaña o por los caminos que los pastores trazaron a lo largo de siglos. Ya en el pueblo, junto a las ruinas de una antigua factoría ballenera, nace la senda que asciende al jebel Musa. Son cuatro horas gateando en zigzag hasta alcanzar lo más alto, pero las vistas compensan. Hay pocos lugares como el estrecho de Gibraltar. Aquí se abrazan Mediterráneo y Atlántico; los vientos confrontan sus fuerzas; miles de aves surcan cada primavera y otoño su cielo, y por el mar un carrusel de barcos (320 al día de media) retraen a aquel Mare Nostrum desde el que se partía a lo desconocido.

La atalaya del Musa es un buen punto de partida hacia el sur; por delante, unos 1.100 kilómetros hasta M’Hamid, donde el río Draa desaparece en la arena, aunque su cauce, horadado durante millones de años, recorra todavía 900 kilómetros más hasta desembocar por Tan-Tan en el Atlántico.

Como los caminos nunca son rectos, para quien busque emociones un plan es adentrarse en el Rif, un territorio muy hispano salpicado aún de huellas coloniales. Por la costa, la N16 lleva hasta Melilla. Son 350 kilómetros de barrancos y curvas, playas solitarias y pueblos perdidos incrustados entre la montaña y el mar. Nombres como Oued Laou, Targha, Torres de Alcalá o Cala Iris (lugar de veraneo de los españoles que vivían en Alhucemas) invitan a imaginar que, a veces, el mundo se para.

Mosaico en la ciudad romana de Volubilis (Marruecos).
Mosaico en la ciudad romana de Volubilis (Marruecos).MASSIMO BORCHI (Getty Images)

En las inmediaciones de Chauen aguarda una excursión a las cercanas cascadas de Akchour y al Puente de Dios sobre el río Kelaa. El entorno forma parte del parque nacional de Talassemtane, donde las cumbres del Tissouka y del Lakra vertebran un paisaje boscoso y agreste, en el que destacan los pinsapos.

Caminar por el mundo rural marroquí es retornar al pasado, nunca falta un camino por el que seguir; pero, si el excursionista se pierde, siempre aparecerá alguien que le indicará la buena dirección. Estos encuentros con viajeros locales o campesinos suelen ser agradables. En las aldeas la gente le invita a uno a quedarse o, al menos, a tomarse un té. El deseo de llegar al desierto empuja, sin embargo, a seguir dirección sur por la N13, entre campos de trigo y olivares, hasta Mulay Idrís, pueblo santo en el que hasta bien entrado el siglo XX los extranjeros no podían pernoctar. Allí resplandece Volubilis, la impresionante ciudad romana. Y desde aquí, otros 100 kilómetros hasta ­Azrú, un viejo enclave colonial, al que los franceses acudían en invierno a esquiar, en verano a refrescarse y el resto del año a cazar. Hoteles como el Panorama son una muestra inequívoca de aquel viejo esplendor venido a menos.

La Suiza marroquí

Azrú, como el lugar de descanso que es, merece una pausa. Uno puede darse un paseo de unas tres horas hasta Ifrán —conocida como la Suiza marroquí—; recorrer en bici o en coche el circuito de los lagos Daït Aoua, Yfrah y Hachalaf, o subir al monte Michlifen (2.026 metros), cuya estación de esquí el cambio climático ha convertido en un monumento al olvido. Desde aquí al valle del Draa, final del viaje, restan 600 kilómetros. La ruta será rica en aconteceres y a quien la haga no le faltará de nada: encuentros con nómadas, impresionantes gargantas y cañones, cedros gigantes asidos a las rocas que se resisten a morir, ríos que de pronto desaparecen, vergeles en medio del páramo, casbas de adobe refulgiendo doradas al sol…

Será a la caída de la tarde cuando los sueños cobren al fin vida. El espectáculo que el viajero vive bajando por la N9 en dirección a Zagora y M’Hamid no se olvida fácilmente. Los hombres regresan con sus recuas y aperos de las huertas, las mujeres visten sus mejores galas y van de visita o salen de paseo, y los niños juegan por todas partes. Hierve la vida en torno al Draa… Un río que se agota poco a poco y que se seca definitivamente en M’Hamid, en la frontera de Argelia. Y allí ya todo es la nada, la arena…

Tres aventuras que no se olvidan

Cualquier viajero sabe que el gozo no está en lo que ve, sino en cómo lo siente. De mis innumerables viajes por Marruecos hay tres que aún me emocionan. El primero parte desde Azrú en primavera. Tras visitar el cedro Gouraud se sigue la ruta de los cedros y serpenteando entre bosques, lagos (Afennourir y N’Miaami) y el nacimiento del Rbia, principal río del país, se llega a Jenifra y, después, a pernoctar en el decadente hotel Des Thermes, en Oulmes, donde el manantial Moulay Ali Cherif surte de agua embotellada (Sidi Ali) a todo Marruecos. El periplo culmina en Rabat.

La segunda aventura parte de M’Hamid, donde el Draa se queda sin agua y gira hacia el mar. La meta es Sidi Ifni, pero alcanzarla requiere tres días o una semana, según el encantamiento que sufra el viajero cuando duerma en las dunas de Erg Chegaga, atraviese el lago seco de Iriqui o visite pueblos del desierto tan sugerentes como Foum Zguid, Tata, Akka o Guelmim. Cenar pescado fresco y verduras de las huertas de Ifni en el hotel Belle Vue, frente al Atlántico, compensa el polvo y los secarrales del camino.

Finalmente, ir de Taroudant a Tafraoute (punto de reunión de las caravanas de camellos en el Anti-Atlas) por la R105 a finales de enero, cuando florecen los almendros, y regresando por Tiznit hasta Agadir es uno de los viajes más dulces y relajantes que pueden hacerse.

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