Navegando en bote por Bocas del Toro, el caribe panameño
Comunidades indígenas, descendientes de jamaicanos, aguas increíbles y lujuriante naturaleza esperan en esta provincia al norte de Panamá que se extiende por nueve islas y decenas de islotes
Navegamos a cierta velocidad y se levanta brisa y la piel respira y se nos evapora un poco el calor del verano centroamericano. Las embarcaciones de madera y a motor son los taxis en esta zona al norte del Caribe panameño, donde habitan alrededor de 180.000 personas. Bocas del Toro es una provincia compuesta por una parte de tierra firme, nueve islas y decenas de islotes. Por eso, la única manera de recorrerla es por agua.
Johnny no se quita la mascarilla ni las gafas de sol en todo el viaje. Ni los pantalones largos y la camiseta, también de manga larga. Bien tapado, conduce el bote con dominio, pero sin la agresividad de querer ser el más rápido. Y habla a un nivel de decibelios más o menos de biblioteca. ¿Por timidez? ¿Juventud? ¿Falta de experiencia como guía? Si le falta, lo compensa con un gran esfuerzo por enseñarnos bien y a fondo todo lo que hace 9.000 años la subida del nivel del mar aisló y convirtió en archipiélago. Todo lo que abarca esta zona del norte panameño que tiene el épico nombre de Bocas del Toro.
Aunque Johnny no lo explica así. Él es más de gestos que de palabras. Nos lo muestra como se lo enseñaría a alguien que le gusta: con mucho amor y mucha delicadeza. No va con la música a tope, como otros conductores de botes que se cruzan durante la travesía, y tampoco se lanza a toda velocidad a perseguir delfines nariz de botella cuando avistamos alguno. Prevé su trayectoria, espera y se acerca suavemente, sin molestar. Como haría alguien que lleva años admirando a estos animales. Como si supiera tanto como los investigadores del Instituto Smithsonian de Investigaciones Tropicales (STRI). Ellos están empezando a saber, escuchando los sonidos de los delfines, que las barcas turísticas y botes-taxi interrumpen su alimentación y, a veces, incluso los lesionan y separan a las madres de las crías, provocándoles un alto nivel de estrés.
La chica misteriosa
Junto a él va una joven, sentada entre los turistas, pero sin pronunciar palabra ni mostrar sorpresa ante lo que vemos. Parece contemplarlo todo desde su castillo interior. No participa en ninguna de las actividades. No aparece en el restaurante cuando nos sentamos a comer patacones, arroz y ensalada. No camina, para volver al bote, sobre los renglones de madera elevados por encima del mar —muy común en las construcciones a orillas de estas islas donde el agua se va metiendo cada vez más tierra adentro—. Tampoco pasea por Cayos Zapatilla, probablemente la zona de playa más espectacular de esta provincia del norte de Panamá. Con una transparencia turquesa de postal trucada, con sus cocoteros y su pequeña jungla interior. Ni se da un chapuzón para ver los corales debajo del agua. Los arrecifes, que una vez fueron de luminosos colores, se han ido apagando al morir los animales diminutos que los construyeron por culpa del cambio climático, además de otros factores.
Victoriano, el ngäbe
No veo a ninguna chica en el bote de Victoriano. Pero él y las mujeres no parecen encajar bien. Me cuenta que tiene una exesposa de la que se separó por celosa, y dos hijos, de 6 y 18 años. Y otra esposa —la actual— que también “cela mucho”, y eso a él no le gusta, así que tampoco va a durar demasiado. “Aquí somos mucha mezcla. Morenos, indígenas, mestizos, blancos…”, explica. “¿Y tú qué eres?”, le pregunto. “Indígena”, responde.
Él es ngäbe, uno de los siete pueblos originales de Panamá. Una comunidad que se extiende más allá de Bocas del Toro, por la provincia limítrofe de Chiriquí y por la comarca indígena de Ngäbe-Buglé —que, como su nombre indica, comparten con los buglé—. Muchos de ellos tienen el mismo oficio que Johnny y Victoriano, aunque hayan estudiado otra cosa, “porque es la forma de sobrevivir aquí”, dice Victoriano. Él es graduado como profesor de Primaria, aunque, en realidad, querría haber sido ingeniero civil.
“¿Cómo aprendiste a conducir esto?”, le pregunto. “Mi papá tenía un bote de madera y aprendí con él. Luego aprendí con motor. No es difícil”, explica mientras reduce la velocidad para que nos podamos escuchar mejor.
¿Será la chica del bote de Johnny también ngäbe? No parece ser, eso seguro, de ascendencia jamaicana. No creo que hable ese dialecto del criollo que en esta zona tiene incluso denominación propia: Bocas del Toro Patois. Tan presente está aquí lo jamaicano que es incluso un rasgo identitario y un atractivo para el turismo, que resume esta zona en dos conceptos: reggae y surf. Está tan enraizada aquí esa cultura que incluso ha creado nuevos géneros. Es el lugar donde algunos expertos sitúan el primer reggae en español, a finales de los años ochenta del pasado siglo, gracias a Leonardo Renato Aulder.
Victoriano no tiene pinta de saber mucho sobre reggae, pero puede estar largos ratos conversando sobre su historia, su cultura o reivindicando sus derechos frente a la competencia, para él desleal, de los hoteles dirigidos por extranjeros. También habla de cómo con este trabajo de capitán se saca unos 40 dólares al día, bastante menos que antes de la pandemia. Entonces trabajaba también en una constructora, pero la covid lo dejó en la calle.
Johnny, en cambio, no es de muchas palabras. Puede pasarse largos ratos con el motor del bote apagado, remando alrededor de los manglares para encontrar y mostrar a sus pasajeros estrellas de mar. Hasta que le despierto de su ensimismamiento porque una joven israelí me pide con insistencia que le pregunte si vamos a estar de vuelta en Isla Colón —la principal de Bocas del Toro— a las 17.30. Porque es lo que estaba programado y porque ella tiene que llegar a tiempo para rezar. “Si no, estoy jodida”, me dice. Y me confunde esa fe tan extrema expresada con palabras tan poco religiosas. A Johnny creo que no le confunde, porque no parece entender inglés, pero sí le preocupa. Así que deja la búsqueda de las estrellas y pone rumbo a Isla Colón.
Ya de vuelta, en el muelle, nos bajamos todos excepto la chica del bote. Johnny nos dice adiós con la mano. Ella se queda impasible, en silencio. Y los dos se alejan navegando.
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