Por el sur de Badajoz tras las huellas de los templarios y otros monjes guerreros
Monesterio, Calera de León, Fregenal de la Sierra... Una fascinante ruta por los territorios de Extremadura que pertenecieron a las órdenes militares en la Edad Media y que no se olvida de sus delicias gastronómicas
Yendo por la E-90 (A-5 y A-66) desde Madrid llegamos hasta Zafra, en el sur de Badajoz, un paisaje de encinas, alcornoques y manchas de quejigo: ya hemos aterrizado en pleno territorio de las órdenes militares. Estas tierras de frontera eran propiedad de la Orden de Santiago (Calera de León, Montemolín, Segura de León, Llerena, Fuentes de León…) o de los Templarios (Jerez de los Caballeros, Fregenal de la Sierra, Alconchel, Burguillos…), quienes ayudaron a los reyes hispánicos a conquistar territorio a los moros y, posteriormente, a asegurarlo.
Avanzamos hasta Monesterio, donde ya es visible la sierra de Tentudía, y, un poco más allá, tenemos Calera de León, donde se encuentra uno de nuestros objetivos: el monasterio de Nuestra Señora de Tentudía. En el siglo XIII, el maestre santiaguista Pelay Pérez Correa, monje guerrero, libró la última gran batalla de Sierra Morena, y frente a un enemigo más numeroso estaba logrando darle la vuelta al choque, pero la noche caía y necesitaba más tiempo para derrotar al infiel, por lo que elevó su rostro al cielo y rogó: “Ten tu día”. La virgen María, que como sabemos siempre actúa de parte, retrasó la puesta de sol y le dio las horas que necesitaba. Ya tenemos una hermosa leyenda, y en conmemoración nuestro maestre construyó una pequeña ermita, a partir de la cual se desarrolló el monasterio.
El conjunto gótico-mudéjar, situado en el punto más alto de la provincia de Badajoz (1.104 metros), posee, entre otras cosas, un bellísimo y raro retablo mayor de cerámica, encargado en 1518 en el taller de Niculoso Francisco Pisano. Y nuestro héroe, Pelay Pérez Correa, tiene su sepulcro en el monasterio, pues murió en febrero de 1275, “de mucha edad, muy esclarecido por las grandes cosas que hizo en guerra y paz”.
En coche no se tarda demasiado en llegar a la misma Calera de León, donde nos aguarda otra joya: el Conventual Santiaguista. La necesidad de que la Orden de Santiago tuviese un lugar más accesible y resguardado que el monasterio dio lugar a este conjunto de iglesia, claustro y dependencias monacales, todo cubierto por una espléndida bóveda de crucería estrellada. Data del siglo XVI, y sirvió de residencia y colegio a los caballeros que habitaban la zona, cuya jerarquía se dividía en freires (caballeros casables), caballeros estrechos (con voto de castidad) y religiosos, todos bajo la autoridad del maestre. Uno de mis sitios preferidos fue un mirador, con una galería de 22 arcos, con vistas a la Casa Madre, el monasterio de Tentudía. También se puede disfrutar, en una de las salas, de una pequeña colección retrospectiva permanente del artista Fernando Baños, enmarcada en la frase de Goethe: “Si yo pinto a mi perro exactamente como es, naturalmente tendré dos perros, pero no una obra de arte”.
Proseguimos viaje. Continuamos en tierras de la Orden de Santiago (recordemos algunos de sus miembros honoríficos: Velázquez, Quevedo, Cortés, Pizarro, Gravina, Calderón de la Barca…). A no más de media hora en coche hacia el oeste aguarda Segura de León, donde espera otro coloso: el castillo de su mismo nombre. Una fortaleza del siglo XIII donde residió, en algún momento, nuestro maestre Pelay Pérez, un leviatán enriscado, enorme, con un lienzo que se va a adaptando a los accidentes del terreno, con torres cilíndricas, semicilíndricas, prismáticas. Fue construido por el último maestre de la Orden de Santiago, don Alonso de Cárdenas, abuelo de García López de Cárdenas, el primer europeo que vio el cañón del Colorado. No pudimos visitarlo por hallarse cerrado, pero vale la pena acercarse solo por ver su ceñuda mole, lo amenazante de su presencia.
Seguimos avanzando y, en algún momento, cruzamos la frontera invisible que separaba los Templarios de los Caballeros de Santiago. La siguiente población, Fregenal de la Sierra, ya es posesión templaria. Allí tenemos un castillo del siglo XIII con siete torres. Como particularidad, encuentro un cartelito que dice que no se molesten a las cigüeñas durante la visita (algo difícil, pues sus nidos están en lugares a los que es imposible acercarse). Sorprendentemente, en el interior de la fortaleza espera una gran plaza de toros, construida en el siglo XVIII. Recorro los caminos de ronda de las murallas, la torre del Homenaje, la del Polvorín, me acercó a las aspilleras defensivas. Recuerdo el juicio que el rey de Francia Felipe IV el Hermoso organizó contra los Templarios, acusándoles de que se relacionaban sexualmente entre ellos, negaban a Cristo en tres ocasiones y adoraban al Diablo y orinaban sobre crucifijos (en realidad, necesitaba robarles sus enormes riquezas). El resultado fue que, tras la liquidación de la Orden del Templo, en España los caballeros de Santiago aumentaron sus posesiones extremeñas a costa de aquellos, y casi cuatro quintas partes de lo que es hoy la provincia de Badajoz quedó bajo su jurisdicción. Nos tomamos una cañita en la plaza mayor de Fregenal y enfilamos la última parte de la ruta: Jerez de los Caballeros.
La Torre Sangrienta
Como si no tuviera ya suficientes adornos, Jerez de los Caballeros es la patria de dos de los más grandes conquistadores allende los mares: Vasco Ñúñez de Balboa y Hernando de Soto. Solo con este dato, ya entro en la población impresionado, pero este es el principio de la experiencia. En Jerez todo respira Templo, y su epítome es la fortaleza, donde se cuenta que los últimos caballeros se refugiaron cuando los iban a prender. Por supuesto, ni se les pasó por la cabeza rendirse, por lo que fueron degollados en la torre del Homenaje, conocida popularmente como la Torre Sangrienta. El perfil de la localidad extremeña tiene más torres, aunque menos violentas: las de las cuatro iglesias que destacan entre el horizonte de tejados bajos. La muy espectacular de San Bartolomé, la de San Miguel Arcángel, la de Santa María de la Reencarnación y la de Santa Catalina, todas con sus particulares encantos. Y, por último, me queda hablar de la gloriosa gastronomía.
Regresamos a Monesterio. El jamón, el lomo, el queso de cabra y oveja son compras ineludibles. En una terraza nos sirvieron los frutos milagrosos de la Dehesa: guarrito frito, morcón, láminas de jamón, y como postre, los dulcísimos gañotes, chorreantes de miel, todo regado con cerveza helada. Dante se imaginó bien el infierno, pero falló en el Cielo. Si se hubiera dado un paseo por esta zona, lo hubiera compensado de sobra.
Ignacio del Valle es autor de la novela ‘Cuando giran los muertos’ (editorial Algaida, 2021).
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