El embrujo de El Hierro
La isla canaria seduce mostrando todos los tonos de negro en sus paisajes de lava, los lajiales y la fuerza de las sabinas milenarias
Nada más llegar a El Hierro, la isla es un color: el negro, todos los tonos de negro, un puño negro que entra en el mar y que golpea en el cielo. Dan vueltas en tu cerebro las distintas tonalidades del negro, la lava, los lajiales, el verde y el ocre, ese salvaje conjunto de experiencias visuales que El Hierro lleva consigo. La isla como una fotografía, o como un lienzo, o como un poema; desde Homero hasta Octavio Paz pudieron haberla cantado. Ahora es canción ella sola. Se escribe con hierro.
Se hace ocre cuando entrecierras los ojos y la roca te va explicando los distintos estratos de lava que cuentan años y siglos y milenios, como si el tiempo se juntara sucesivamente para hacer una única edad, por decirlo así, la Edad de Hierro. Cada estrato es una mano del tiempo, el verso de un poema que se ha escrito desde cuando la eternidad se llamaba Silencio hasta este mismo momento en que la eternidad tiene el sonido de un caballo sedoso y canelo que viene caminando, solo, sin silla, sin jinete, confundiendo su piel con los colores de la tierra. Ese sonido es, cuando el caballo ya se aleja, el del mar embravecido golpeando la tierra negra, el barco que no se atreve a atracar, los niños prehistóricos que conviven en los roques del Salmor con los lagartos de los sueños.
Un hombre mayor me lleva hasta El Pinar; golpea el terreno con sus zapatos rehechos, y va hurgando hasta que me muestra esos ocres que se convierten en el negro absoluto de las rocas, están ahí abajo, escondidos, como los colores del tiempo. Mete la mano hasta lo hondo y me regala una piedra perfecta, como para matar a Dios, y el viejo la lanza muy lejos. En mi imaginación, aquel día sentí que la piedra iba a dar a un árbol enhiesto, perfecto, que por culpa del disparo se convirtió en ese terrible, pero bellísimo, rostro que tiene la sabina. Su Majestad la Sabina. Cuando fui a acariciar ese árbol perfecto y sinuoso hallé prendida, en una de sus hendiduras prehistóricas, la piedra que el viejo lanzó desde El Pinar para explicarme que, en esta isla canaria, las piedras llegan adonde tú quieres si tienes amor por la mano que las lanza.
La paz del mar no la ves desde La Restinga, por ejemplo. La ves desde arriba de El Golfo, donde vivía doña Bonosa, que a veces me hacía café con leche y me daba cobijo cuando su hijo Juan Pedro me llevaba a la isla para mostrarme cómo era de veras todo el mar. Así que me subía allá arriba, como un mirlo, y me quedaba en silencio, hasta que se hacían las horas muertas. Alrededor todo era verde piedra, como el recuerdo que tenía de mi propia infancia en medio del bosque de los pobres, que era la platanera. Pero mis ojos se iban sin remedio, y con placer, a lo que entonces yo sentí que era la mano de la inmortalidad: ver el mar de El Hierro desde El Golfo.
Las aguas sonaban lejanas, y si me acariciaba un brazo, por ejemplo, sentía que era la ola que subía hasta esa parte de mi cuerpo, y mis ojos se bañaban con el sonido del agua. Un día supe que Ignacio Aldecoa, el escritor que no se pudo adentrar en el puerto debido al alto oleaje peligroso, se fue creyendo que El Hierro no existía (como la isla de San Borondón), sino que era oleaje puro y el sonido del mar. Él lo percibió desde el océano mismo, pero desde arriba de El Golfo, escuchando ese sonar de caballo tranquilo que tiene el mar desde las alturas, no cabe duda de que la dimensión de El Hierro es otra cosa que se parece a la fantasía que se hizo la tierra de ser mar y de ser, a la vez, poder de hierro y de caricia.
El viejo y el mar
La primera vez que vine fue en barco. Era El Hierro un territorio animado por la historia de ser puerto de llegada y salida, un sitio de paso para el otro mundo, un roque al que atabas la embarcación para seguir cumpliendo el viejo rito de amar y despedirte. Sin barco no eras nada. Saltaban a tu lado las olas como una bienvenida, y el barco hacía tantas piruetas antes de quedarse tranquilo al borde de la isla que parecía que entre la tierra y el navegante se producía una forma de baile o coquetería.
Al fondo, junto a la vieja oficina, había un hombre poniéndose y quitándose la gorra tan usada que parecía de su piel o, más bien, de su pelo largo, amarillo como los dedos manchados de tabaco. Cuando lo vi, allá a lo lejos, a él se le iluminaron los ojos. Y cuando me abrazó, me di cuenta de que él era el olor de la isla y del mar y de los pinares y de Valverde. Llevaba en la sangre la medalla de ser un isleño y de no ser de ninguna otra parte: un ser humano herreño que, además, había conocido a lo largo de su vida los riesgos de todas las generaciones vividas. Incluso la Guerra Civil, cuya posguerra lo puso bajo tierra, escondido de la maldad, esperando que escampara.
Ahora que El Hierro es esa imagen plácida de los abrazos lo recuerdo entonces aún huyendo de las restantes policías, cuando la dictadura seguía persiguiendo y asesinando, y enviando, desterrados a la isla, a los acusados de ser como José Padrón Machín, liberales, alegres comandantes de la izquierda y de la paz. Padrón Machín está en todos los semblantes que ahora veo, vitales, despiertos, posando bajo una luz que él hizo irrepetible. Ese día en que llegué habían matado a un sanitario, un asesinato que parecía de mentira. Ahora que la isla está signada en una serie de televisión por una historia de muerte salvaje, aquel viejo periodista guiñaría el ojo para decir: “En El Hierro pasa de todo”.
La paz del mar se contempla desde lo alto del valle de El Golfo, donde vivía doña Bonosa
Los lajiales, esta especie de sinfonía humana de los colores de la piel y de la piedra de El Hierro, forman parte, cada uno con su sustancia y con su forma y con su modo, de las sucesivas memorias que tengo de la isla; desde cuando llegué y los toqué como si fueran sombras sucesivas de pieles que contenían el aire de la tierra, el que venía desde la atmósfera y el que habita en su interior, lanzando lava para alimentar un modo de ser que también fue un modo de querer ser. Después conocí gente, y me di cuenta de que una isla no es solo paisaje, sino la consecuencia de las miradas de los que se han criado ante el lajial, el mar y el pinar, esas carreteras sinuosas en las que el silencio se muestra como una parte de su ruido.
Esta geografía de rostros y de lajas es un abrazo mayor de la tierra. El resumen de todos esos sentimientos tuve la suerte de descubrirlo como sonido cuando escuché a Valentina, con su tambora, su mirada dominando la plaza como si esta fuera la isla o Sabinosa. Luego la he escuchado mil veces, cuando ya no está, y me viene a la mente como si ella me siguiera acompañando en el primer barco en el que vine a El Hierro, junto a Padrón Machín y a mi inocencia.
La última vez que fui a la isla quise volver a ver las sabinas. Alejadas en la historia, como un temporal en sí mismas que, en el contorno que tienen los árboles tan retorcidos por la existencia del viento que los domina, gritan al vacío su deseo de estar solas. Entonces el temporal y la zahorra me rechazaron una y otra vez, hasta que por fin pudimos llegar con el automóvil hasta el contorno, y allí, quizá por efecto del mareo del viaje, creí verlas bailar, y así las recuerdo.
Desposeídas de su cuerpo de árbol, mirándome a los ojos, y bailando como al son, y al sol, de Valentina. Despeinadas, ese aire de locas que tienen los árboles femeninos cuando escapan de la raíz que los hace árboles para convertirse en seres humanos sobre la tierra. En esa solemnidad que no se somete al disfraz, que es verdadera, sentí que volvía a ingresar en aquel paisaje abrupto, rabiosamente solemne, que las sabinas me obligaban a entrar en el alma de la isla como si esta fuera de aire, como las crines del caballo cuando ese recuerdo sigue sonando en mi alma también de aire o de mar o, sigo diciéndolo así, de piedra y hierro como la isla. Todas las identidades de El Hierro están aquí, son el viaje de la mirada sobre un paisaje que es mucho más que un trayecto, es un abrazo de luz y de gozo, un viaje tan raro como vivir. Gracias por el viaje, isla de mi alma.
Juan Cruz es autor de ‘Viaje a las islas Canarias’ (Aguilar).
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