El espectáculo del Ebro en Las Merindades
Ahedo de Butrón, un pequeño pueblo burgalés al final de una carretera, inicia una ruta que descubre cañones fluviales, iglesias románicas y robledales maravillosos al norte de Burgos
Solemos relacionar el veraneo doméstico —y más si es en agosto— con atascos, multitudes, ruido y precios exorbitantes. No tiene por qué ser así. El mapa está lleno de lugares solitarios, silenciosos, asequibles y bellos. Son zonas con historia que han quedado apartadas del frenesí del instante y que aportan un paisaje rotundo y una riqueza monumental asombrosa. Uno de esos lugares es la comarca de Las Merindades, situada al norte de la provincia de Burgos, entre las montañas de Cantabria y la meseta castellana, entre el clima atlántico y el mediterráneo, con sol y noches frescas en verano y nieve en invierno.
Además de buitres, por allí vuelan aves con nombres tan bonitos como treparriscos o alimoches
Hay valles labrados, colinas boscosas y páramo. Hay aldeas con casonas señoriales que lucen blasones, torres, iglesias románicas y huertas; hay trigales, frutales, hayedos y encinares. Y por ahí discurre el río Ebro, horadando la caliza y modelando unos dramáticos cañones que sobrevuelan sin aparente esfuerzo los buitres leonados.
Un buen punto de partida para comprender la comarca es la aldea de Ahedo de Butrón. Está situada al final de una carretera estrecha y serpenteante, en una hoya, rodeada de colinas cubiertas de robles y encinas que la protegen del viento.
Ahedo apenas lo habitan siete vecinos todo el año, pero en verano las voces de los niños alegran sus calles. Los jóvenes que trabajan fuera regresan y los vecinos acuden al lavadero de la plaza para realizar sus llamadas porque es el lugar con mejor cobertura de móvil. Las viviendas lucen flores en los balcones, la casa rural Dondevilla se anima y las huertas producen calabacines de un tamaño inquietante y un sabor delicioso. Resulta agradable pasar un tiempo en un lugar relajado y relajante, donde la gente se saluda y se detiene a charlar un rato. Da pena, eso sí, que su único bar haya cerrado por un asunto burocrático.
Las casas muestran muros de sillares de piedra caliza amarillenta, cubiertas de teja y, algunas, solana de madera en el piso más alto. En la plaza del pueblo se levanta la imponente iglesia de la Asunción, en su mayoría de estilo renacentista. La portada, de la escuela de Silos, es lo que ha quedado de la época románica. Hay un relieve de la Epifanía, estatuas de ancianos del Apocalipsis, un ángel y animales del bestiario.
Ahedo, con su carretera interrumpida, podría parecer un punto y final, pero es punto y aparte. Los andarines o ciclistas pueden salir de allí aventurándose por varios caminos que recorren las sierras y comunican la aldea con la vecina Dobro —conocida por sus quesos— o con Tudanca, que invita a refrescantes baños en el Ebro en compañía de soñolientas vacas. Y en esas excursiones no será raro, si las hacen a primera o última hora, que se encuentren con un corzo que les observa un instante antes de salir corriendo.
En coche son innumerables las excursiones que se pueden hacer. Una podría comenzar con la visita del dolmen de la Cotorrita. Solo por el nombre ya valdría la pena ir, pero es que, además, el megalito, un sepulcro en corredor de 5.000 años de antigüedad, atrae por su simplicidad y emplazamiento. Orientado hacia el sol y situado en medio de un páramo, allí se encontraron los restos de al menos quince personas.
Entre arbolados cañones
Si tomamos la carretera comarcal BU-V-5143, podemos acompañar el discurrir del Ebro entre arbolados cañones. Por allí, además de buitres, vuelan aves con nombres tan bonitos como treparriscos y alimoches. Desde un mirador se disfruta de una vista profunda del cañón. Para los deportistas, desde Pesquera de Ebro, un tramo del río puede descenderse en canoa o haciendo rafting. Si entra hambre, viene bien saber que en el área hay productos de temporada de la huerta, quesos, morcilla, buena carne, frutas y patatas. En algunos lugares podemos encontrar incluso sobaos pasiegos.
Un lugar recomendable, en dirección norte, es el valle de Manzanedo. Pasamos de encinares y páramo a sierra y pinos, y de pinos a hayedos y robledales. Nos desviamos por una carreterita que promete recogimiento y, cuando llegamos a Crespos y aparcamos el coche a la sombra, rodeados de verdor, frente a un columpio, nos damos cuenta de que no nos hemos equivocado al ir allí. Ignoro si Crespos estuvo a punto de ser completamente abandonado, como ocurre con otras aldeas de la zona. Pudo ser así. Pero, por suerte, sus casas y jardines están en perfecto estado, tratadas con cariño. Son apenas un puñado. Hay una casa rural abierta. Y una iglesia en restauración. Es la primera fechada en la provincia, en 1147, y nos ofrece la seductora sencillez del arte románico. Resulta muy entretenido observar las figuras esculpidas en los canecillos y tratar de descubrir qué animal o personaje representa cada una.
La mujer de San Miguel de Cornezuelo
Si continuamos camino, se puede visitar una iglesia románica hermana de la anterior y también del siglo XII, la de San Miguel de Cornezuelo. Una de las estatuas representa una mujer que se agarra los muslos y nos muestra su sexo, en actitud obscena o natural, según se mire. El motivo u origen de este tipo de esculturas resulta un misterio e incorpora un interesante interrogante a lo que solemos entender como arte religioso.
A pocos kilómetros está el monasterio cisterciense de Santa María de Rioseco, en proceso de rehabilitación parcial a instancias de Salvemos Rioseco, una asociación de voluntarios. En su época de mayor esplendor lo habitaba un centenar de monjes, pero sufrió los golpes sucesivos de la invasión napoleónica y de la desamortización de Mendizábal y quedó vacío. En la década de 1960 todavía se daban misas en su iglesia, pero acabó por sumirse en el abandono y la decadencia. Hoy los restos del claustro dan una idea de su antigua pujanza.
De vuelta a Ahedo, espera el frescor del atardecer y el silencio entre colinas verdes. Nada más y nada menos.
Nicolás Casariego es autor de Antón Mallick quiere ser feliz (Destino).
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