Los mil azules del hielo en la Antártida
Medio siglo después de su expedición al Polo Sur geográfico, el autor vuelve a la península Antártica en un emocionante crucero
Una foca leopardo toma el frígido sol en su pequeño iceberg en la bahía de Charcot. Estamos al sur del sur, en la Antártida, donde el silencio gana a todo lo demás. La foca leopardo no ruge, medita acaso. Se nos congelan las palabras para describir las sensaciones que produce un paisaje antártico. Todo aparece ante tu vista como empezando a nacer. El color blanco se impone, aunque no sea monótono. Muchos témpanos tienen variaciones turquesas a medida que se sumergen. Otras veces exhiben rayas, cicatrices en su piel de hielo, y alojan burbujas de aire atrapadas desde hace tiempo inmemorial.
Existe un cementerio de icebergs por donde navegamos en una zódiac. No puede haber tumbas de mármol más fantasiosas. De pronto una ballena jorobada anuncia con su chorro y su tremendo bufido que por fin es la dueña de estas aguas antárticas. Recuerdo el verso final del Ulises de Tennyson: “Luchar, buscar, encontrar y no ceder”. Es mi segundo viaje a la Antártida tras haber estado en el Polo Sur en 1969. Han pasado 50 años, sigo viajando y anotando en una libreta.
Hemos llegado hasta aquí en un pequeño avión cuatrimotor de Aerovías DAP que despegó en Punta Arenas, al sur de la Patagonia de Chile, y llegó en dos horas a la base chilena Presidente Eduardo Frei Montalva, en la isla de Rey Jorge. Es la gran puerta de entrada a la Antártida, ese mítico continente frío y seco, la fabulosa Tierra Desconocida del Sur, el último territorio en ser descubierto por el hombre —se considera que el primer desembarco lo realizaron los noruegos en 1895—, un territorio helado de 14 millones de kilómetros cuadrados (casi el doble que Oceanía). En la cercana base rusa Bellingshausen, que no se priva de una pequeña iglesia ortodoxa de madera, embarcamos en el Hebridean Sky, un crucero de la compañía Antarctica 21, a las órdenes del capitán Henryk Karlsson, que es de las Aland, unas islas finlandesas donde se habla sueco. La época de este tipo de cruceros suele limitarse a los meses entre noviembre y marzo. Vamos a recorrer 600 millas náuticas, ida y vuelta hasta la península Antártica.
El desembarco en el continente más austral de la Tierra tiene lugar en la bahía de Neko. La latitud sur es 64º 50’. El mar rebosa de hielos de todos los tamaños, desde esquirlas hasta icebergs notables, como si hubiese pasado por aquí una gran batidora. Según uno se va acercando, los témpanos revelan sus múltiples tonos de blancos y azules, con algún que otro toque de color verde menta. De repente comienza a soplar la cellisca, con rachas de viento que hacen volar por los aires gotas de agua y nieve, y los pingüinos barbijos y papúas se lo toman con filosofía. De pie siempre. Según el escritor Anatole France, San Mael quiso bautizar y convertir a los pingüinos.
El saludo de los pingüinos
Nieva sobre el hielo y es como una cadena de perfección. Una esperanza para el planeta que ya anda en peligro por el cambio climático. A las seis de la mañana nos metemos por el estrecho de Le Maire, una especie de desfiladero de 11 kilómetros de largo flanqueado por montes de 600 metros de altitud. Contenemos la respiración viendo pasar icebergs. Nos cruzamos con un témpano sobre el que va navegando una hilera de pingüinos que nos observan. Solo les falta saludar.
En la ucrania base científica Vernadsky nos reciben cordialmente. Han pintado una palmera verde en un depósito y “Welcome”. Estamos en la isla de Galíndez del archipiélago de las Argentina. Desembarcamos de la zódiac y nos quitamos las botas de goma de caña alta para visitar una base fundada por los británicos en 1947 y que recibió el nombre de F-Argentine Islands. En 1954 fue rebautizada como Coronation en honor de la reina Isabel II. Pero ya en 1977 se consideró más prudente, dado el alcance internacional de la Antártida, cambiar el nombre por el de Faraday. Y así fue hasta que en 1996 el Reino Unido, mejor que hacer costosas reparaciones, vendió la base a Ucrania por una libra esterlina.
Guía
Antarctica 21, National Geographic Expeditions, Hurtigruten y Silversea son algunas empresas que ofrecen cruceros a la Antártida.
Los ucranios —32 científicos, de los que 12 invernan aquí— han mejorado todo lo que han podido y continuado los estudios que aquí fueron precisamente pioneros sobre el agujero de la capa de ozono. Aparte de realizar estudios de meteorología y glaciología. Tienen un bar, el Faraday, que es único en la Antártida. Parece un pub con su juego de dardos, pero su especialidad es servir vasitos del dorado vodka Horilka con una minirrodaja de piña. Todo un lujo que para sí habrían querido los científicos que vivieron en la Wordie House, una de las primeras estaciones científicas británicas en un islote al sur de Galíndez —Winter o isla de Invierno—, donde se han conservado los objetos y la modesta estufa de tiempos británicos. Se calcula que actualmente a lo largo del año trabajan entre 1.000 y 5.000 científicos de 30 países en las 65 bases de la Antártida.
Vladímir, un fornido geólogo ucranio, me comenta que es arduo reducir el tema del cambio climático a una sola opción: la de que estamos en un ciclo natural de calentamiento o la de si todo esto se debe a la mano del hombre. Hay que seguir investigando. Sin olvidar, por supuesto, que la Antártida —a diferencia de su gemelo del norte, el Ártico— es un continente helado y que si se deshelara, incluso parcialmente, la catástrofe planetaria estaría servida.
Luis Pancorbo es autor de ‘Enviado especial al Polo Sur’ y de ‘Caviar, dioses y petróleo. Una vuelta al mar Caspio’ (editorial Renacimiento).
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