Hora de cerrar la base antártica
Termina la campaña en la Base Juan Carlos I. Toca recoger, sellar las puertas contra las ventiscas, despedirse de los pingüinos y hacer un resumen de lo vivido en el continente blanco
El corto verano austral llegó a su fin. La nieve volvió a hacer acto de presencia tras unas semanas de descanso. Los elefantes marinos abandonaron las playas y los pingüinos, aparentemente siempre tan despreocupados, dejaron de merodear por los alrededores. El invierno volvió y con él llegó la hora de cerrar la base, dejarla descansar, hasta que el año que viene desembarquemos de nuevo.
Los científicos apuran sus proyectos y los técnicos que aquí trabajamos planeamos el cierre de las instalaciones: la base se prepara para la invernada. Se sellan las puertas para que la ventisca no se cuele por sus rendijas; se prepara la maquinaria para resistir un invierno de humedad, frío y desgaste; se colocan palas en lo alto de los módulos para poder desenterrarlas el año que viene cuando la nieve las haya enterrado durante los meses invernales; se eliminan los residuos y se apagan los motores. La caleta sobre la que se levanta la base Juan Carlos I recupera su silencio interrumpido en el último mes y medio. Ha sido una campaña corta, realizada con el fin de resistir otro año más de vacas flacas. Parca en proyectos, en científicos y en medios. Pero hemos resistido con la confianza de que el año que viene se recupere la productividad de antaño.
La campaña salió adelante gracias a la ayuda de otros países involucrados en el programa antártico. Llegamos hasta Isla Livingston apoyados por la logística de Brasil y Chile. Un avión Hércules brasileño transportó a parte del equipo y luego lo hizo el Ary Rongel, buque polar del mismo país. Al resto del grupo nos desplazó el buque de la Armada chilena Aquiles, con su karaoke latino y sus cómodos camarotes. La vuelta la realizamos a bordo del rompehielos Almirante Oscar Viel, también chileno, y en un vuelo fletado por el programa antártico portugués. Apoyo desinteresado entre países, intercambio de favores o espíritu antártico. Se puede llamar de muchas maneras pero al final cumplimos el calendario en una campaña en la que al principio todo era incertidumbre.
Sin motivo concreto, al cierre de la temporada algunas situaciones quedan grabadas profundamente en la memoria. Más allá de los trabajos ordinarios del día a día, la vida en la base a veces se ve alterada por pequeños acontecimientos, aparentemente sin importancia: una semana de bajas temperaturas congeló el sistema de agua corriente y hubo que racionar el agua. Consecuencias inmediatas: adiós a la ducha, a lavar la ropa, las barbas crecen y el look de náufrago se propaga por la base durante largas jornadas. Pequeños acontecimientos que nos hacen apreciar las comodidades habituales de nuestra vida normal. Al cabo de muchos días el líquido elemento volvió a fluir y con él los rostros aseados y perfumados de los habitantes de la base.
Una mañana de enero apareció un bello velero fondeado en las aguas de Bahía Sur. Se trataba del Vivid, un elegante barco a vela con bandera australiana. Sus tripulantes bajaron a tierra y pasaron horas en nuestra base compartiendo anécdotas y manjares. Tiñendo de novedad una habitual cena en la base. La Antártida es un continente maravilloso donde la mano del hombre apenas se deja ver, pero en el que son las relaciones humanas las que hacen posible la vida y facilitan nuestro trabajo.
A pocos kilómetros de nuestra base, separada por mar y con un glaciar de por medio, se encuentra la base científica búlgara San Clemente de Ohrid, o, como nosotros la llamamos, Bulgaria. Son nuestros vecinos. Y aunque hablen otro idioma o haga falta un viaje en zódiac o en moto de nieve para ir a visitarles, siempre reconforta saber que hay vecinos cerca. Habitualmente nos reunimos y la colaboración entre ambos es casi una tradición. Las despedidas de la entrañable base búlgara suelen terminar con un puñado de científicos y técnicos eslavos entonando el Cielito lindo en español, sellando una amistad que se mantiene intacta y preservada en el hielo desde hace ya más de veinte años.
Con la invernada de la base acaban también estas crónicas desde la Antártida que tratan de acercar a la gente el trabajo de un puñado de individuos que, año tras año, se dirige hacia este rincón del planeta donde vivir no es fácil. Personas corrientes que trabajan en un lugar hostil, al que llegan con sus penas y sus alegrías, tras separarse de sus familias durante largo tiempo y que intentan disfrutar al máximo del trabajo que realizan en un lugar donde cosas como salir a dar un paseo, ducharse o ir al baño pueden ser de por sí una aventura.
No sé si mi hija, recién nacida, podrá ver los lugares que he recorrido yo. No sé si seguirán estando ahí si en el futuro ella tiene el deseo y la posibilidad de viajar hasta la Antártida. No sé cuánto hielo quedará, si seguirán criando los pingüinos en los alrededores de la base o si esta, además de acoger científicos, se habrá convertido en un hotel para privilegiados. Turismo, contaminación e intereses de otro tipo asolan la Antártida como cualquier otro lugar virgen y protegido. La mano del hombre es larga y el continente blanco es de momento un santuario, quizás el único, intacto.
Más información y crónica de la campaña antártica en www.hilomoreno.com
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