Alameda de Apodaca, mirador a Ultramar
Un paseo gaditano entre baluartes y almenas con la vista puesta en el Atlántico
Es un lugar de nieblas oceánicas y aroma de jardines americanos. Un paseo urbano que de pronto se convierte en una asombrosa postal marina en la que baten olas con furia atlántica. Las viejas calles de Cádiz, con sus fachadas de piedra ostionera y los balcones de forja blanca, terminan siempre en el mar y su más famoso paseo es la Alameda Apodaca. Desde allí se contempla la inmensa bahía de Cádiz y, si nos empinamos un poco, podríamos vislumbrar muy al fondo los litorales americanos.
La Alameda Apodaca es un balcón al Atlántico. Aquí sopla el viento de ultramar y el olor de las algas y el salitre se cuela en los interiores domésticos. El vapor marino empaña los espejos y penetra en las maderas de los muebles. Hay un olor inconfundible en las casas de Cádiz que dan a esta alameda marina.
Puede que sea una de las vistas al mar más hermosas del mundo porque es ciudad, jardín y océano. Todo al mismo tiempo. Un paseo que se remonta al siglo XVII, cuando se llamaba Caletilla de Rota. La muralla histórica es la frontera con el mar y los baluartes y almenas recuerdan que este lugar fue deseado por corsarios y piratas.
Por esta postal marina ha pasado la Historia. Cuando sopla la calma chicha, se ven en el fondo navíos hundidos en antiguas batallas y los galeones de la Carrera de Indias. También se adivinan colosos corroídos por el salitre. Son los trasatlánticos que partían a La Habana, Buenos Aires o Montevideo. Ahora no son más que un sueño de herrumbre en el fondo de mares sin nombre.
Hay que sentarse en uno de los bancos que dan al mar para descubrir cuando llega el soplo de marea. Y aprender la diferencia entre el viento abonanzado, el fugoso, el galeno o de vela larga. Todo ese saber marino que tienen los gaditanos en las rosas de viento de su memoria.
La alameda es un trozo americano en la vieja Europa. Mientras se contempla el mar que lleva a América, se pasea por un jardín histórico lleno de glorietas con plátanos, ombús y chirimoyos. La historia de las antiguas colonias se descubre con los bustos de héroes americanos de este salón vegetal.
Hay una estatua especial en una de las plazuelas. La imagen de un poeta que se baja de su pedestal porque quiere llegar a la playa. Es Carlos Edmundo de Ory, caballero del postismo y creador de los aerolitos líricos, cuya casa natal da a este mirador atlántico. Casi llega la espuma de mar a su estatua porque está a la altura de los que pasean. Es una imagen en bronce a la que se puede echar un brazo por el hombro o darle un beso en las mejillas frías. El escultor dejó el pedestal vacío. No hay rastro del poeta. Hasta que a unos metros vemos que la estatua ha salido huyendo, escapando hacia el mar y despreciando la gloria en bronce. Una estatua que camina asombrada hacia el Atlántico.
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