El Cantábrico desde el mítico monte Buciero
La vista panorámica de la costa de Santoña, bajada al faro del Caballo y un placentero paseo por un encinar único


El mar desde lo alto adquiere perspectivas vetadas al alcance de los pies. El horizonte sugiere una variable ambigüedad cerrada por el cielo y la geografía del litoral permite sus juegos de reconocimiento desde las alturas. Cuando uno explora el monte Buciero, ese islote que amamanta Santoña, en Cantabria, debe ser consciente que se adentra en un terreno mítico.
A sus faldas y entre sus caminos conviven fuertes, baterías militares, yacimientos arqueológicos del periodo magdaleniense, dos faros, varias playas, el penal de El Dueso… A sus pies, la playa de Berria extiende su conexión con el Camino de Santiago del Norte y la marisma coquetea con el puerto pesquero que surte toda la industria de conservas santoñesa.
El monte Buciero mantiene una digna autonomía de efigie solitaria frente a la cordillera. Ha librado sus batallas contra múltiples invasiones desde que los romanos instalaran allí su Portus Victoriae y cuelga una ristra de medallas como perfecto asentamiento vigía. En el siglo XVI dio la bienvenida a varios desembarcos de Carlos V y más tarde, a comienzo del XIX, dejó que pernoctaran las tropas de Napoleón. Conserva a buen recaudo, pegado al fondo, un enorme sótano de naufragios que lo han convertido en referencia del patrimonio subacuático.

Hoy es un cruce de caminos con diversos encantos y una imponente vista al este y al oeste del Cantábrico. Si elegimos oriente, encontramos dos opciones para la contemplación. Una moderada y otra radical. La primera sirve como descanso en la ruta que rodea al monte. Es la batería de San Felipe. Un rellano apenas transitado desde el que se avistan la bella orografía que circunda Laredo, Oriñón, el monte Solpico, la entrada a Castro Urdiales y alcanza también a Bizkaia o Gipuzkoa. En días claros, uno puede apostar si la vista llega a las cicatrices geológicas de Zumaia y hasta el Ratón de Getaria. Todo parece más cercano desde la costa, en línea recta, sin vericuetos.
La opción radical obliga a un ejercicio de valientes: es la bajada al faro del Caballo. Casi 700 escalones llevan hasta abajo. Hoy se alza inactivo sobre un diminuto risco desde que se abriera en 1863. Dejó de funcionar hace ahora 25 años, en 1993, y se ha convertido en una especie de meca flotante a la que llegar sencillamente para medir las fuerzas o darse un chapuzón.
Bajada por el gran encinar
Si queda resuello, siempre con el mar a la vista y zumbando en el oído por su batiente contra los acantilados del monte, conviene acercarse al otro faro, el del Pescador. No exige machadas y el regreso se torna una experiencia placentera por lo que muchos consideran el encinar más importante de la cornisa cantábrica y donde, además de encinas, también se ven madroños, libiérnagos, avellanos, robles, acebos, tejos, hayas, arces…
Los claroscuros que las arboledas forman en el camino abstraen y despistan en un curioso trampantojo mágico. Todo apunta a un ecosistema interior, pero el mar no deja de circundarnos constantemente. La historia de sus batallas acompaña una geología mística que aporta un extraño equilibrio entre lo ancestral y lo pasajero. Por mucho que uno camina, se detiene y contempla hacia afuera y hacia adentro, jamás se cierra el círculo.
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