Paraísos sin conquistar en la costa murciana
Bolnuevo, Puntas de Calnegre y cabo Cope, un paisaje casi africano y solitario de playas de cantos redondos y negruzcos
Buena parte de la costa murciana, la que va desde el límite con Almería hasta el cabo de Palos, presenta un perfil quebrado y montañoso, labrado a golpe de lajas de pizarra y calizas resecas cuyas escarpaduras terminan por morir en un mar casi siempre dócil y transparente. Hay multitud de rincones salvajes: La Azohía y la playa de El Portús son dos ejemplos. Pero es entre el Puerto de Mazarrón y Águilas, los dos principales núcleos veraniegos, donde este trozo de costa torturada alcanza sus mayores cotas de virginidad.
Un territorio aún sin conquistar que empieza en la ciudad encantada de Bolnuevo, donde el viento ha modelado formas imposibles sobre amarillentos bloques de arenisca. Luego viene Puntas de Calnegre, un paisaje casi africano atrapado en la misma soledad que invade toda esta costa murciana, y colonizado por plantas de nombre enamoradizo: artos, orovales, cornicales, bayones, albaidas... Los expertos las llaman iberoafricanismos, especies presentes en ambas orillas del Mediterráneo. Arbustos inteligentes y de nombre poético (habría que agradecerle a nuestros antepasados hispanomusulmanes que nos dejaran raíces fonéticas tan hermosas para definir a las plantas), bien adaptados a la extrema sequía habitual del sureste español, que pierden la hoja cuando llegan los estíos veraniegos y florecen como un arrebato de vida en cuanto aparecen las primeras lluvias primaverales.
Solo hay una forma de atravesar Calnegre pegado a línea del mar, y es internándose por una pista de tierra en aceptable estado de conservación que culebrea entre alijares y ramblas pedregosas que desaguan el sobrante de las tormentas en unas playas de cantos redondos y negruzcos. Es una ruta lenta, fatigosa para el vehículo, pero muy bella.
Quienes prefieran un trayecto más confortable pueden tomar la pequeña carretera asfaltada del Garrobillo, que discurre unos kilómetros tierra adentro, entre un mar de invernaderos. Puro desierto pedregoso, pero en ello radica su belleza y su misterio. Brezales, lastonares de esparto, henequenes, pitas y coscojas pueblan un territorio duro y áspero quebrado por un sol cegador.
Salpicando la solana aparecen retazos amarillentos de cereales mientras la calina cimbrea el fondo ocre y pardo de las ramblas. Hay kilómetros y kilómetros de playas solitarias en las que solo algunas cortijadas de adobe o unas palmeras datileras rompen de vez en cuando el perfil desnudo de sus lomas negras.
La carretera llega hasta cabo Cope, el tercer gran accidente geográfico de la costa murciana. La espuma del oleaje casi lame los sillares de una torre fornida y cuadrangular que marca el lugar. Sus almenas abocadas al mar hacen imaginar la zozobra y el temor que debían de experimentar sus servidores al ver aparecer velas enemigas sobre esa misma línea de horizonte azul que ahora, lejos ya de las inseguridades del medievo, se antoja como sinónimo de paz y dulzura.
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