En ruta por el país de las águilas
De Tirana, capital de Albania, y su nuevo museo del servicio de inteligencia comunista, la brutal Segurimi, al bello lago de Ohrid y la costa mediterránea en Saranda
A mediados de junio fue inaugurada la nueva ordenación de la plaza Skanderbeg, centro de Tirana, concebida como un gran espacio abierto para el disfrute de los ciudadanos. Pocos días más tarde, un concierto nocturno de rock pondría a prueba la convivencia cultural en la capital de Albania, tierra de contrastes. En la preciosa mezquita adyacente de Ethem Bey no gustó el festejo y su imam puso los altavoces al máximo volumen para invocar la fe, lo cual provocó la respuesta rockera de un prolongado solo de batería, finalmente vencedor. Un 70% de creyentes avalan el predominio del islam, por un cuarto de cristianos ortodoxos, pero sin que hasta ahora el integrismo haya hecho avances sobre la tolerancia mutua.
El pluralismo es la paradójica seña de identidad de un país que durante casi medio siglo encarnó desde 1945 todo lo contrario, bajo la dictadura de Enver Hoxha, estaliniano obsesivo que hizo de Albania una gran cárcel. Hoy encabeza el Gobierno un pintor, Edi Rama, de vocación europeísta y que como alcalde de Tirana convirtió la capital en un universo de colores (con numerosas fachadas pintadas con líneas y motivos geométricos), que permite apreciar la coexistencia de una brillante arquitectura fascista italiana (años veinte y treinta), residuos estalinianos (incluida una pirámide en honor de Hoxha) y discutible urbanismo moderno. El mismo artista que realizó el grandioso mosaico maoísta de la plaza Skanderbeg ejecutó luego el pantocrátor de la nueva catedral ortodoxa. Y el partido socialista de Edi Rama no es sino el sucesor del comunista de Hoxha, mientras el autoritarismo queda reservado para el opositor Partido Democrático. El país crece a ojos vista, eso sí, incluida una ingente producción de marihuana y un alto grado de corrupción. Para el visitante domina la impresión de seguridad y la hospitalaria acogida de los habitantes, muchos de ellos italianohablantes.
Un itinerario posible arranca de la frontera norte con Montenegro, en Shkoder (Scutari), ciudad discreta, capital de una zona montañosa donde aún impera el código kanun (una brutal ley del Talión). Allí se elaboran hermosos textiles y cabe efectuar excursiones de trekking y fluviales. La propia Tirana es punto de partida de viajes hacia el mar y hacia el sur, en forma radial, por una orografía que dificulta la comunicación horizontal. Es interesante cruzar el país en diagonal, hasta alcanzar en menos de tres horas Pogradec, en la frontera con Macedonia, junto al bellísimo lago compartido de Ohrid. No en vano tanto el dictador albanés como el yugoslavo Tito instalaron allí sus residencias de verano. Pogradec puede servir de etapa para degustar las famosas truchas del lago y al otro lado del confín acercarse a Ohrid, principal centro religioso de los Balcanes, de vistas deslumbrantes e iglesias medievales afrescadas. Más excelente cocina y ahumados. A mitad de camino en el regreso a Tirana, cerca de Elbasan, un camino de cabras lleva a la mejor iglesia con frescos, la de San Nicolás. El aislamiento la salvó del maltrato sufrido por otras iglesias, convertidas bajo Hoxha en cuadras, como en Moscopole.
De Elbasan hacia el sur parte el camino hacia las ciudades que han conservado su caserío otomano. En primer plano, Berat, dotada de una fortaleza en cuyo interior una de sus iglesias, convertida en museo, permite descubrir la obra de un pintor excepcional de iconos, Onofre.
Mezquita pintada
Sus obras se exhiben también en el Museo Nacional de Tirana y en el de iconos de Korçë, al sur de Ohrid, que alberga miles de obras. No es excepción en el autodenominado país de águilas, sembrado también de cientos de miles de búnkeres que esperaban quizá una invasión extraterrestre. Por lo demás, Berat conserva una hermosa mezquita pintada, la de los Solteros; un centro (tekke) de la tolerante secta chií bekhtasi, buena gastronomía en el hotel Mangalemi y también vino bueno y caro (Cobo). Más al sur, otra fortaleza, la de Gjirokastra, ampara las singulares casas otomanas con torres (küle). Fue la patria de Ismaíl Kadaré y de Hoxha.
Hacia el mar, en el sur, se inicia en Saranda la Riviera albanesa, cuyas playas sufren reciente presión turística. Termina a la altura de Tirana en Dürres (Durazzo), principal puerto del país, con restos romanos y bizantinos que, como la gran playa, tropiezan con un urbanismo desbocado.
No es el caso del centro de Tirana, cuidado en su etapa de alcalde por Edi Rama y que culmina con el reciente cambio de ordenación en la plaza central dedicada a Skanderbeg, héroe de la resistencia antiturca del siglo XV. Por desgracia, la reconstrucción de la fortaleza de Skanderbeg en Kruja, cerca de la capital, es puro cartón piedra, y más vale refugiarse en el inmediato bazar, donde cabe encontrar artesanías y antigüedades. En Tirana hay museos, como el interesante Nacional; diversidad urbana y excepcionales muestras del pasado estaliniano. El mismo autobús lleva desde el Gran Búnker, centro de operaciones enterrado que Hoxha construyó, al ya inútil Kombinat, especie de falansterio de producciones textiles, cuya plaza presidía la estatua de Stalin.
El funcionamiento de un régimen de vigilancia total es explicado en el nuevo museo denominado House of Leaves, centrado en los métodos de la Segurimi: destaca el repertorio de bugs, escarabajos, pequeños aparatos de escucha. Buena introducción al paraíso soviético. Para protegerlo, al modo de Pekín, mediante búnkeres que cerraban el acceso, Hoxha creó un barrio-residencia de los dirigentes, el Block. Ahora reúne los lugares de ocio y restaurantes, entre ellos Era, con su aceptable fergeze, guiso al horno de carne sobre fondo de queso.
Antonio Elorza es catedrático de Ciencias Políticas de la Universidad Complutense.
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