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La cara más marinera de San Sebastián

Una excursión a la isla de Santa Clara, en medio de la bahía y rodeados de gaviotas

Atardecer en la bahía de la Concha, en San Sebastián.
Atardecer en la bahía de la Concha, en San Sebastián. Javier Larrea
Jesús Ferrero

El mar jadeando con suavidad en la planicie de la Concha, varios paseantes avanzando por la lámina de plata que deja el agua al retirarse, un hombre meditando como Ulises ante las olas suaves y dejándose envolver por la música serial del mar… Son las diez de la mañana en San Sebastián, la mejor hora para caminar por el paseo de la Concha hasta el acuario. Me adentro en el puerto de los Pescadores, donde ya no se ven las redes tendidas en el suelo de mis recuerdos de infancia, ni se siente el olor a pescado, a salitre y a sudor humano. Hasta ese ángulo de la ciudad no llegan los sonidos de los cláxones, ni siquiera llega el rumor urbano: solo se oyen las voces de los paseantes y el trajín del mar al chocar contra la piedra. De pronto me veo en medio del acuario. ¡Qué vértigo! Hacía más de treinta años que no atravesaba sus penumbras ni me detenía ante los peces que te miran desde su universo burbujeante y cerrado como un sueño. Un buzo está dando de comer a los tiburones. Se le ve al fondo de la fosa principal del acuario. A Kafka le hubiese interesado mucho este personaje, que semeja un monstruo de las profundidades, envuelto en torbellinos de peces que le conocen como un perro a su amo.

javier belloso

Advierto que en esta ocasión he decidido entregar mi tiempo únicamente a la Donostia marítima, así que desde el acuario telefoneo a Chetxu, un viejo amigo de mi época de París, que esa misma tarde se pone en contacto con Otis, un hombre que lleva más de tres decenios casado con su balandro, con el que suele salir a pescar cuando le viene en gana, y que pertenece a la vieja bohemia que antaño fatigaba las calles de París y Ámsterdam. Quedamos con él para el día siguiente en el muelle del Real Club Náutico. Lo divisamos en medio de un laberinto de pequeñas embarcaciones. Otis es un tipo curtido, solitario, afable, de cabellos blancos y cuerpo alargado y grande. En cuanto lo ves adviertes que su verdadero hogar es el mar, y que pasa más tiempo en su barco que en su casa. Nunca había navegado en un balandro y nunca había experimentado la dialéctica entre la fragilidad humana y el poder del mar. El cuerpo acepta desde muy cerca el vaivén del agua y comprende por qué Isadora Duncan decía que la ondulación es la ley de la naturaleza.

Playa de la Concha, con la isla de Santa Clara al fondo, en San Sebastián.
Playa de la Concha, con la isla de Santa Clara al fondo, en San Sebastián.Salva López (Getty)

Primero nos fuimos hasta la isla de Santa Clara, que alberga un solo edificio: el faro. Otis nos dijo que el último farero se había suicidado y que Santa Clara había sido una isla de leprosos, cuando la lepra era una dolencia muy común en Europa. Desde la isla se percibe una imagen de la ciudad que me resulta desconocida y me libra de todos los clichés que mi mente guarda de San Sebastián. Desde allí te das cuenta de que Donostia es la más delicada amante del mar, pues lo recibe en sus playas después de haberlo amansado con innumerables caricias: en San Sebastián el mar es un macho dominado.

Rumbo al Urumea

Tras dar un paseo por la isla, habitada únicamente por las gaviotas, muchas de ellas ocupadas en incubar sus huevos, nos fuimos costeando primero hacia Zarautz y luego en la dirección opuesta, hasta la desembocadura del Urumea, mientras Otis nos hablaba de los tiempos en los que Franco veraneaba en San Sebastián. En una ocasión su yate chocó contra una motora y hubo muertos que no tuvieron el privilegio de salir en la prensa. También nos dijo que se estaban muriendo todos los viejos pescadores y que ya solo salían a faenar tres pequeñas embarcaciones. En el balandro, Otis cocinó el calamar que había pescado el día anterior y abrió una botella de sidra. Fue un almuerzo memorable en el que Otis y Chetxu aprovecharon para evocar sus años en Ámsterdam, ciudad en la que se habían conocido y donde habían vivido no pocas peripecias vinculadas a la bohemia dura que no me está permitido desvelar.

El Real Club Naútico, de 1929, obra maestra del racionalismo, en San Sebastián.
El Real Club Naútico, de 1929, obra maestra del racionalismo, en San Sebastián.J. Larrea (Agefotostock)

Ya entrada la tarde regresamos al puerto. Otis sabe deslizarse con gran pericia entre los barcos que se apiñan en el muelle y fuimos avanzando por un estrecho canal hasta atracar sin rozar un solo casco.

Como Otis sabía que esta vez solo me interesaba plasmar los vínculos de la ciudad con el mar, nos fuimos al bar Txuleta, que se halla frente a una de las casas más viejas de Donostia, de ladrillo rojo y madera cruzada, y que al parecer fue la única casa de la Parte Vieja que no se quemó en los incendios de las guerras napoleónicas. En el Txuleta puedes degustar la mejor sopa de pescado de la ciudad, según nos comentó Otis y según pudimos comprobar, y su precio es de agradecer en estos tiempos: tres euros el tazón. Después recalamos en la pescadería Pascuala, de la calle de San Lorenzo: uno de los establecimientos de venta de pescado más hermosos que he visto en mi vida. Sobre el hielo triturado y blanco como la nieve se iban alineando los peces de diferentes colores, conformando una estampa de un cromatismo radiante. Allí estuvimos comiendo gambas, y más tarde nos dimos un paseo hasta la playa de Gros para ver a los surfistas y disfrutar del atardecer inminente. El cielo parecía una radiación cuando me despedí de mis amigos lleno de paz y de agradecimiento.

Guía práctica

Jesús Ferrero es autor de la novela Nieve y neón (editorial Siruela).

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