China para principiantes
Cuatro amigos recorren Shanghái, Pekín, Suzhou y Hangzhou y relatan sus impresiones, entre la fascinación y el asombro
Cuatro periodistas visitamos China en el mes de octubre en un viaje de 12 días que nosotros mismos planificamos. Nos esperaban Shanghái, Suzhou, Hangzhou y Pekín. Fuimos incapaces de articular a la vuelta un relato preciso de una cultura de complejidad ilimitada, pero hay unas cuantas impresiones que nos parece útil y quizás divertido compartir.
El visado
Antes de viajar a China tienes que sacarte un visado. Acude al consulado con tiempo. Aparte de rellenar formularios, entregar fotos y abonar la tasa (126,55 euros), tendrás que presentar dos pasaportes. Lleva el que tengas en vigor y también el anterior. Si no lo conservas solicita un documento en comisaría que acredite que fue expedido.
Todo en el carrete
Olvídate del colchón de nuestro 4G, de conseguir wifi en cada restaurante y, si vas pocos días, también de comprar un móvil prepago allí (no merece la pena). Y, por supuesto, de Facebook, Instagram y Twitter. Y disponte a hacer dos cosas. La primera, una carpeta en tu móvil para guardar pantallazos de todas las direcciones, reservas y billetes que vayas a necesitar en el viaje, y recuerda hacer esas capturas con el nombre en chino —allí no conseguirás generalmente comunicarte en inglés—. Y descárgate un VPN de pago, por 1,99 euros te aseguras una conexión segura a cualquier red social y página web.
¿Seguro que hemos llegado?
El metro no dejaba lugar a dudas, pero ¿qué es esto? Una tienda de Apple, un centro comercial, y otro más, y una gran tienda de GAP. Estamos en Nanjing East Road, el epicentro de las compras de Shanghái que podría pasar por Nueva York o Tokio. Buen lugar si tienes ganas de gastar, malo si en lo que quieres dejarte el dinero es en algo tradicional. Cuidado con este trenecito turístico que conduce sin miramientos. Bienvenidos al país de las motos eléctricas y sigilosas. Nuestros sentidos aún tienen que adaptarse.
Neones rosas y naranjas
En las calles secundarias de Shanghái es donde descubres que de verdad estás en una ciudad china. Callejones estrechos, comercios superpuestos y oscuros, charcos luminosos salpicados de las luces de neón, bañeras mugrientas apiladas donde peces poco apetecibles dan sus últimas bocanadas.
La primera comida
Empezamos a manejarnos con la divisa. Siete yuanes, un euro. Setenta, diez euros. Los restaurantes son baratos. Se puede comer por unos 20 yuanes en los locales alejados de las calles principales. Como no entendemos ni papa, señalamos en la pared la imagen de un plato de arroz con carne. Los dueños se ríen y nos lo ponen. El arroz está buenísimo. La carne no está mal. Pero no sabe ni a vaca, ni a pollo, ni a cerdo. Pero comemos, qué remedio.
El embrujo de Shanghái
Nos dirigimos a un bar que Tripadvisor califica de emblemático: el Old Jazz del Peace Hotel. Allí encontramos un acogedor pub con varias mesas en torno a un escenario. Y disfrutamos de la música de Zhou Wanrong, un nonagenario que interpreta junto a su banda un inclasificable repertorio entre la pachanga y el jazz. Salimos del Old Jazz con ganas de más, y siguiendo el rastro de una música atronadora llegamos a un edificio en pleno Bund (el mítico paseo ribereño de Shanghái), donde en la planta séptima se aloja la discoteca Rouge. La relaciones públicas nos deja pasar, no sin antes advertirnos de que la próxima vez llevemos zapatos, camisas y vestidos. Emergemos en una terraza desde la que se ve todo Pudong (el área financiera de rascacielos y hoteles al otro lado del río), y donde una mayoría de expatriados, y también algún local, baila reguetón y hits de origen patrio. Y lo pasamos como enanos al ritmo de La bilirrubina mientras contemplamos el perfil arquitectónico de la ciudad. Al salir nos subimos a un taxi-moto (si te dicen que 30 yuanes, tú di que 20) y vamos al Lola, un after situado en Yueyang Lu Road. Más europeos, electrónica y ambiente hasta las siete. Y para (re)cenar, dim sums.
Taxi Driver
Los taxis son baratos en China. Una carrera muy rara vez supera los cinco euros. De ahí que los utilizáramos tanto. Nuestro idilio con el taxi nos llevó a conocer a temerarios velocistas, conductores locuaces a los que no les importa que no les entiendas, hombres preocupados por que la raza china se mantenga pura y también tipos de lo más normal.
Túnel psicotrópico y Pudong
Cruzar el río Yangtsé (más de 400 metros de ancho) en un túnel psicotrópico, en un vagón que va a tres kilómetros por hora, agredido por miles de luces que parecen el final de 2001, una odisea en el espacio. Preguntándote de qué va todo esto.
Salir al otro lado, alzar la cabeza y ver a los colosos
Al segundo edificio más alto del mundo, la Torre de Shanghái, con 630 metros. Al noveno más alto, el Shanghai World Financial Center, con 500 metros. Subir a su mirador, el más alto del mundo, montar en el luminoso, lisérgico ascensor que te lleva hasta el piso 100º, a 10 metros por segundo, y mirar, a ambos lados, cómo Shanghái se desparrama hasta donde alcanza la vista.
Calvario en la estación
“Shanghái es una de las ciudades más grandes del mundo y millones de personas se mueven en tren cada día, no puede ser tan difícil”, pensamos. Pero lo fue. Todos esos millones de personas parecían estar allí, las colas de seguridad de la entrada son infinitas y los no residentes chinos no pueden sacar billetes de las máquinas expendedoras (por lo que necesitarás guardar otra cola infinita). Lo mejor es comprar los billetes antes de viajar (Ctrip funciona a la perfección), ir con dos horas de antelación y asegurarte de que todos los datos de la reserva son correctos: el más mínimo cambio puede hacer que no subas al tren.
Gallinas en la Venecia china
Merece la pena visitar Suzhou. Si tienes poco tiempo, un día basta para recorrer sus apacibles canales, en los que podrás dar un paseo en barca y perderte por las callejuelas de las vías aledañas a la zona turística, en las que se logra ver más allá del escenario que conforman los canales. Allí te encontrarás ancianos jugando al mahjong, peces multiformes flotando en cajas de hielo y carniceros que decapitan gallinas en serie. También un Starbucks, claro.
Diluvio universal
Fuimos a China a primeros de octubre. No hacía frío y tampoco un sol abrasador. El clima nos respetó hasta el día del diluvio. Justo la jornada en la que más tiempo íbamos a pasar a la intemperie, visitando templos y paseando por la preciosa Hangzhou. Al principio nos tapábamos, el paraguas era útil. Con el paso de las horas cualquier esfuerzo se tornó inservible. Uno terminó caminando descalzo. Si llega el diluvio, entrégate a él. Ya llegará la ducha.
Transparencias
Buscando alojamientos para Shanghái, Suzhou, Hangzhou y Pekín, una foto de una de las habitaciones en un hotel de cinco estrellas me llamó mucho la atención: la pared que separaba el baño del resto era de cristal. Pensé que sería cosa de ese hotel, pero no, era cosa de bastantes hoteles. Si tú también prefieres hacer lo que se hace en el baño en la intimidad, amplía bien las fotos de la web.
Al mirador más alto del mundo, en una torre de Shanghái, se sube en un ascensor que va a 10 metros por segundo
Templos
En mitad del diluvio tuvimos la oportunidad de ver una de las maravillas de la tradición budista china: el templo Lingyin o del Retiro del Alma. Se trata de uno de los templos más grandes y mejor conservados (y todavía activo) de China, con unos 1.700 años de historia. Es un complejo enorme, con grutas con decenas de budas esculpidos en la piedra. Los templos se encuentran uno detrás de otro subiendo una montaña, y albergan salones tan imponentes como el de los Reyes Celestiales o el Gran Salón, que acoge la que se supone que es la estatua más grande de Buda. Si tienes suerte podrás ver el momento de la oración de los monjes.
La ciudad del lago
En Hangzhou llueve casi la mitad del año. Y tanta agua hace que esta enorme ciudad, de nueve millones de habitantes, sea un paraíso verde. Enfúndate un chubasquero y unas botas de agua y date una vuelta por su espectacular lago. También lo puedes atravesar por una de sus pasarelas (cuidado con las ventoleras y las varillas de los paraguas) y ver de paso la Pagoda Leifeng, una magnífica construcción blanca que linda con la orilla sur.
Polución
En Pekín hace el frío que no hacía en Shanghái. Entre otras cosas, porque el sol se empeña en ocultarse detrás de una perpetua capa de polución ocre. Sientes cómo rasca tu garganta, como si fumaras.
La logística de las visitas
¿No cabes en ti de gozo porque vas a pasar el Día de la República Popular China en Pekín (1 de octubre)? Olvida el gozo: ese día y los previos son probablemente los peores para estar allí. El día nacional no es como el año nuevo: fiestas, pocas, y la gran mayoría de la población usa ese día para viajar con la familia a sus lugares de origen. La férrea seguridad de la ciudad convierte el centro en un tetris de casetas de seguridad, vallas y zonas cerradas que te impedirá pasar a algunos de los imprescindibles, como la plaza de Tiananmen. Eso sí, la Ciudad Prohibida es tan inmensa (y apabullante) que nunca te parecerá que hay demasiada gente. Guarda un día completo para la visita.
Sanlitun
La noche pequinesa, a diferencia de la de Shanghái, tiene una zona muy concreta de marcha: Sanlitun. Son muchos bares, unos internacionales y otros con público eminentemente chino. Unos son más relajados y en otros la consigna es bailar sin parar. Recomendable el Kokomo, en la azotea de un edificio con cinco pisos de bares. Es difícil encontrar un after para después. Y si tienes algo importante a la mañana siguiente, como una visita a la Gran Muralla, mejor no bebas demasiado.
Muralla
Salimos de Pekín y viajamos dos horas en autobús hasta la Gran Muralla. Subimos la colina hasta alcanzar la construcción defensiva, miramos a ambos lados y decidimos caminar hacia la derecha. Comprobamos que nos movemos por un pasillo prácticamente vertical y nos proponemos llegar hasta la tercera caseta de la guardia. A unos 300 metros, en la segunda, desistimos porque, más que caminar, escalamos. Miramos hacia el horizonte, pero solo vemos una gran nube al fondo, empeñada en borrar el azul del cielo. Escuchamos, atónitos, cómo la guía Belinda asegura que este es uno de los mejores días del año. ¿Cómo será en invierno, con las calefacciones a todo trapo? Bajamos de la muralla, durante 20 minutos, en una especie de trineo por un tobogán metálico, serpenteante, que salva la ladera en zigzag. Una atracción que refleja el carácter lúdico de los chinos.
Paraíso entre escombros
En la búsqueda previa al viaje de algún buen sitio para cenar en Pekín, el Dali Courtyard, en el 67 del Hutong Xiaojingchang, en el distrito de Dongcheng, parecía una buena opción. Pero claro, una cosa es ver la dirección de Google Maps y otra llegar hasta allí. Los hutong son lo poco que queda del casco antiguo de Pekín (destruido en la época de Mao), callejuelas en medio de la mastodóntica ciudad. No quedan demasiados, pero en ese, donde casi a las 22.00 había un camión recogiendo escombros, estaba el restaurante. Allí se abría un patio lleno de árboles y enredaderas, iluminado con guirnaldas y mesas con mosaicos de colores donde, tras preguntarnos por preferencias sobre picante, pescado, carne o verduras, salían platos que no queríamos que acabaran nunca. Precio: entre 20 y 25 euros por persona. Nuestra última cena (y la mejor) en Pekín.
Pekín y sus mercados
Reserva un día para ir a comer al mercado de Wangfujing. Hay de todo: arañas, medusas, tofu (también tofu apestoso), cangrejos, estrellas de mar, serpientes, escorpiones. Es barato y delicioso. Conviene tomar un protector de estómago. El último día que pases en Pekín lo puedes destinar al mercado de antigüedades de Panjiayuan, donde comprar artesanías, cerámicas, pendientes, libros, palillos y casi cualquier objeto que te solucionará la papeleta de los regalos. El arte del regateo está a la orden del día.
Adiós a un amigo
El día de vuelta, todo se enredó en el aeropuerto de Pekín. Uno de nosotros había hecho la reserva del vuelo con un pasaporte antiguo y viajaba con el nuevo. Craso error. Con el lío de llamadas a superiores peligraba la subida al avión. Si seguíamos así, todos perderíamos el vuelo. Le dejamos en tierra (con dinero para comprar un billete en el siguiente vuelo a Shanghái, media hora más tarde). En el aeropuerto de la gran metrópoli nos reunimos de nuevo, y nos despedimos, rumbo a Madrid, de la alucinante China.
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