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Fuera de ruta

Los consejos del señor Dao

Visita a Taipéi, su Museo del Palacio, sus mercados y sus templos de la mano de un guía muy especial

Perfil de Taipéi, capital taiwanesa, en el que destaca el rascacielos Taipei 101.
Perfil de Taipéi, capital taiwanesa, en el que destaca el rascacielos Taipei 101.Andre Hoffmann/Getty Images

Bienvenido a la isla de los tesoros, me dijo el señor Dao cuando me recogió en el aeropuerto de Taipéi: aquí termina su viaje. Yo pensé que se trataba de un error de traducción, ya que mi viaje no hacía más que comenzar. Tardaría 21 días en comprender a qué se refería.

Poblada en sus orígenes por pueblos malayo-polinesios, la isla de Taiwán fue colonia portuguesa, española y holandesa antes de ser conquistada por China en el siglo XVII. Entre 1895 y 1945 fue ocupada por los japoneses. Cuatro años después, cuando en China continental la guerra civil se decantó hacia el bando comunista, los nacionalistas de Chiang Kai-chek la escogieron como refugio. Así, los resabios de la China más tradicional se funden en Taiwán con lo más moderno de la industria tecnológica. Marcas como Acer, ASUS o HTC dan buena cuenta de ello. El rascacielos Taipei 101, símbolo del despegue de su economía, contrasta con las modestas viviendas que pueblan el centro de la ciudad.

javier belloso

Taipéi es una ciudad de casas bajas. Los taiwaneses no gustan de trabajar para otros, por lo que cada familia aspira a tener su propio negocio. Las viviendas tienen cuatro pisos: los tres superiores para las tres generaciones que allí conviven y la planta baja para el comercio familiar. A nivel de calle todo son locales que combinan sin ningún orden los talleres de motos, los bazares más diversos y los puestos de comida casera. En cualquier momento del día uno puede detenerse a tomar un pan relleno de verduras o un té con perlas de almidón de tapioca. Los aromas orientales se funden en el aire con el griterío de los comerciantes y con el caótico tránsito de la ciudad.

Todo lo que existe en el mundo se construye como relación de opuestos, me dice el señor Dao. Todo es un equilibrio entre el yin y el yang. El mundo de lo visible se afirma en el mundo de lo invisible, y son las leyes de lo invisible las que debemos acatar. Sus ojos ya habrán visto casi todo lo que puede verse. Déjeme que le muestre lo que sus ojos no pueden mirar. Visitamos el Museo del Palacio, monumental edificio de cinco plantas construido en el más puro estilo pequinés, en el que se conservan unas 650.000 obras de arte que reúnen más de 5.000 años de historia china. Famosos son sus manuscritos antiguos, sus estatuillas de jade y sus budas de bronce. En el salón de la porcelana se exhiben algunas de las piezas más exquisitas creadas por la mano del hombre, evacuadas del Museo del Palacio de Pekín durante la invasión japonesa para su protección y cuidado. El señor Dao me habla de la virtud de los artistas que las modelaron. No se trata de la forma que poseen, sino de la emoción que esos hombres virtuosos supieron plasmar en ellas. Lo que admiramos no son las piezas, sino el mundo de valores que descansa detrás.

Visitantes en el Memorial Chiang Kai-chek, en Taipéi (Taiwán).
Visitantes en el Memorial Chiang Kai-chek, en Taipéi (Taiwán).A. Hoffmann/getty

Las deidades isleñas

En el interior de la isla, los poblados conservan la estructura de casas bajas. La presencia de coloridos templos con imágenes de budas y dragones alados en los techos se vuelve aquí mucho más densa. El señor Dao me explica que no pertenecen a ninguna religión concreta, sino que se construyen con donaciones privadas en honor a las deidades del lugar. Cada uno de los habitantes tiene una estrecha relación con ellas. La forma en que se vinculan con las leyes de lo invisible resulta mucho más importante que cualquier logro material. ¿Y qué es lo que dictan esas leyes?, pregunto. Que todo lo que alguna vez existió debe retornar a su origen. La semilla que cae en la tierra produce un árbol cuyos frutos darán semillas que volverán a la tierra. El agua que cae de las nubes baja al mar a través de las montañas y allí se evapora para volver a las nubes. Por eso el tiempo es redondo. Por eso el recorrido es siempre circular. Nosotros, los seres humanos, tenemos el mismo cometido: encontrar el camino que nos lleve de regreso al hogar.

Volvemos a Taipéi a través de una carretera que bordea el parque nacional de Taroko. Todo el este de la isla es una cadena montañosa en la que la selva cae directamente sobre el mar. El exuberante paisaje del trópico se mezcla con el gris de las nubes, que a veces vuelan tan bajo que parecen tocar el suelo. Los campos de arroz dejan paso a los cultivos de chirimoyas y a las piscinas dedicadas a la cría de peces en las que unos pequeños molinos oxigenan el agua con sus aspas.

Guía

Cómo ir

Información

» KLM, Emirates y Turkish Airlines son opciones para volar a Taipéi desde España, siempre con una escala. Se encuentran billetes de ida y vuelta desde unos 580 euros.

» Turismo de Taipéi.

Visitamos el mercado de jade, la zona comercial de la estación central y el mercado de flores. Visitamos la biblioteca pública de Taipéi, bellamente construida en madera en el distrito de Beitou, obra del arquitecto taiwanés Kuo Ying-chao, y el impactante memorial dedicado a Chiang Kai-chek, erigido en un hermoso parque en el centro de la ciudad. Ya en el aeropuerto, el señor Dao me recuerda que estoy en el mundo para dar con el camino que me conduzca al origen. Y eso, ¿dónde queda?, le pregunto. En la pureza con la que fuimos creados. Así como el agua que, para evaporarse, debe dejar atrás las motas de polvo que se le adhirieron, así nosotros debemos liberarnos de todas nuestras impurezas si nos queremos elevar. Obsérvelas día a día. Identifíquelas y corríjalas. Y a medida que se vaya limpiando, ayude a que otros lo hagan. Sea como el árbol que absorbe dióxido de carbono para liberar oxígeno. Absorba las tensiones y devuélvalas convertidas en amor. Solo así podrá regresar al hogar. Ha sido un gusto conocerlo, me dijo el señor Dao. Aquí comienza su viaje.

Javier Argüello es autor de la novela A propósito de Majorana (Random House).

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