Los mejores museos de Toulouse
Cuatro centros que invitan a disfrutar de la belleza y patrimonio que atesora la ciudad francesa
Toulouse colecciona museos. Como buena parte de las ciudades europeas, gracias al caudal de su patrimonio histórico, cultural y académico, en la ville rose brotan los museos como en otras latitudes las factorías. Redactar el inventario completo se asemeja a recitar una letanía: Musée des Augustins, Musée Paul Dupuy, Musée Saint-Raymond, Musée George Labit, Museum d’Historie Naturelle, Musée du Vieux Toulouse, de l’Affiche, du Pastel, de la Résistance, Aeroscopia, Les Abattoirs, Fondation Bemberg…
Su proliferación obedece a la rica tradición museográfica del país galo, a su hermosa devoción por la cultura y a ese gusto innato tan francés por compilar y clasificar en riguroso orden jerárquico todo lo que se ponga a tiro: arte, literatura, apellidos, quesos, el pedigrí de las vacas, lo que sea. Si cabe en la enciclopedia se exhibe en el museo. Sin embargo, más allá de bromas sobre los tópicos, la cantidad de museos también es un síntoma representativo de la Francia de nuestros días y, como un fractal, de Europa en general: a medida que el porvenir se convierte en un producto de lujo, resulta normal que sus desheredados veneren la historia, la memoria y el pasado.
Por eso, disfrutar de los museos tolosanos, además de una excelente aproximación al saber, la belleza y el patrimonio que atesora la ciudad, sirve también para descifrar este presente europeo obsesionado con caminar de espaldas. Reseñamos cuatro de los principales centros expositivos como una invitación para que el viajero se anime a conocer el resto.
Fundación Bemberg
La Fundación Bemberg (Place d’Assézat; +33 5 61 12 06 89), con sede en esa belleza llamada Hôtel d’Assezat, custodia uno de los conjuntos artísticos más remarcables de la ciudad: la colección personal legada por Georges Bemberg (1915-2011). La visita, por tanto, supone un doble regalo: conocer la magnífica arquitectura del hotel y el buen gusto del coleccionista franco-argentino. En las dos plantas del museo encontramos trece salas con una colección de cerámica, mobiliario y pintura que van desde el renacimiento italiano hasta las vanguardias del XX. Ese conjunto es su debilidad y fortaleza: un mosaico, a veces inconexo, que ofrece la evolución general de cinco siglos de arte a través de obras de Veronese, Tintoretto, el magnífico Lucas Cranach, Canaletto, Monet, Gauguin y Picasso.
Las secciones dedicadas a la pintura contemporánea brindan una soberbia exposición capaz de enamorar a entendidos y profanos. Nada comparable a algunas salas de la primera planta, acuñadas deliberadamente a imagen y semejanza del siglo XVIII, donde reina el “más es mejor”. La intención es didáctica, recrear para el visitante una estampa de la Francia aristocrática de Luis XVI; el resultado, sin embargo, es subversivo, pues de un plumazo se comprende la Revolución Francesa. Si colocas un relojazo neoclásico junto a un espejo rococó sobre una cómoda de madera noble escoltada por un biombo de fantasía chinesca al lado del retrato pomposo de un duque… el resultado, para algunos, es inevitable: te guillotinarán para poder redecorar los interiores. Otros, sin embargo –pongamos, por ejemplo, cualquier miembro de la mafia rusa– se sentirá como en casa. No obstante, si el viajero tiene suerte y su visita coincide con un día soleado, podrá disfrutar de una de las mejores obras del museo: la paleta de luces de Toulouse iluminando la piedra y el ladrillo del patio d’Assezat.
Museo Saint-Raymond
Dedicado a la antigüedad galorromana, este museo arqueológico es probablemente uno de los mejores a nivel museográfico. Aquí menos es más gracias a un diseño que sabe reunir la exhibición con la pedagogía. La necrópolis situada en el sótano del Musée Saint-Raymond (1 Ter Place Saint-Sernin; +33 5 61 22 31 44) custodia una breve pero esplendida colección de sarcófagos cristianos de los siglos IV y V de nuestra era. La piedra labrada de estos sepulcros guarda estampas con hermosos motivos florales como si fueran mascarones de proa rumbo al más allá. Esa decoración crea una última morada cuyos relieves resplandecen de arte y vida comparados con la anodina estandarización de hoy en día.
Sin embargo, la plenitud del museo se despliega en las plantas superiores. Allí se expone el pasado de Toulouse, desde los Volques Tectosages hasta la provincia romana de la Galia Narbonensis, con los vestigios de la villa romana de Chiragan y su colección de esculturas. La visita a este museo merece la pena solo por admirar las escenas escultóricas de Los trabajos de Hércules, o las decenas de bustos romanos dispuestos frente a frente, a modo de un juego de espejos, como si la eternidad consistiera en dos miradas de piedra condenadas a contemplarse.
Museo George Labit
El orientalismo francés fue la continuación del romanticismo por otros medios, en concreto, mediante el imperialismo en África, Asia y Oceanía. De aquellas historias, este museo. Fundado en 1893 a partir de la colección personal del etnólogo y viajero tolosano que le da nombre, el museo George Labit (17, Rue du Japon; +33 5 31 22 99 80) exhibe obras de arte de Japón, China, Pakistán, el sudeste asiático, Tíbet, India y Egipto. Tal heterogeneidad lo convierte en un centro tan singular como jeroglífico, y, por supuesto, en el más difícil de leer.
Entre semejante mosaico no sirve el paseo diletante que obtiene sentido del conjunto, es necesario recorrerlo con paso felino atento al detalle. Su colección de estampas japonesas, las fotografías de Japón de Felice Beato, el preciosismo de los inro y netsuke, así como la fantasía de algunas esculturas indias y camboyanas justifican realizar más de una visita. Además, es un gozo contemplar el exótico edificio neo-mudéjar concebido por el arquitecto tolosano Jules Calbairac. El continente decimonónico perfecto para un museo donde el arte sirve de macguffin para comprender aquel estilo cajón de sastre con el que los imperios coleccionaban continentes y pueblos.
Museo de los Agustinos
El edificio del antiguo convento de los agustinos acoge el principal museo de la ciudad: el Musée des Augustins (21 Rue de Metz; +33 5 61 22 21 82). Merece la pena únicamente por disfrutar de su arquitectura, magnífico ejemplo del gótico meridional del siglo XIV. Además, como la capilla, iglesia y otros espacios religiosos han sido reconvertidos en salas de exposición, el edificio posee una característica especial: su acústica. La reverberación de los pasos y comentarios, o la vibración condensada de su silencio, acompañan la mirada como una banda sonora que multiplica la percepción.
El recorrido arranca desde el claustro, núcleo a partir del cual se despliegan las salas, y como abreboca, bajo sus pórticos montan guardia una colección de gárgolas que en lugar de asustar aún parecer cantar el agua de lluvia que corría por sus fauces. A partir de ahí el itinerario nos lleva a la sala-capilla con esculturas del gótico y el renacimiento. La potencia y la calidad de las estatuas, tallas y bustos –incluida la extraordinaria Notre Dame de Grasse– provoca en el espectador la clásica sensación que genera el buen arte: ser observado en lugar de observador.
Todo lo contrario ocurre en sus abigarrados salones de pintura, en los que uno tiene la impresión de hacer un viaje en el tiempo y entrar en una pinacoteca del XIX donde las paredes escupen cuadros a discreción desde el rodapié hasta el techo, como una oda a los excesos del mal academicismo francés. Un estilo que con su despliegue de culturistas plañideros en telas descomunales, donde no cabe ni una pincelada más de masa, musa y furia, quizá anule cuadros icónicos como Le massage. Scène de hamman (1883), de Edouard Debat-Ponsan, La mort de Marat (1793), de Joseph Roques, o el excepcional La Halte forcée (1855), de Alexandre Antigna.
Pero como los misterios de la museografía son inescrutables, justo una planta por debajo de tan tremebunda exhibición nos encontramos con la mejor y más auténtica obra de arte del museo: la Salle des Chapiteaux. Resulta difícil describir el efecto que producen decenas y decenas de capiteles de los siglos XI y XII congregados para regalar en sus relieves de motivos florales y bíblicos una excelsa biblioteca del imaginario medieval. Son la prueba de que la mano vence a la piedra, porque ciertas figuras aún titilan, emanan coro de órgano en latín para proclamar que contemplar y leer siempre fue la misma armonía. Y por si fuera poco, el artista cubano Jorge Pardo concibió una instalación, Le printemps de septembre, que rediseñó la iluminación, colores y soportes expositivos de la sala: el resultado es una fusión de luces, color y formas tan prodigiosa que cuesta reprimir las ganas de aplaudir. Un ejemplo de que la mezcla de estilos, técnicas y tiempos marca un rumbo a ese viejo sueño occidental que aspiraba a construir futuros tan bellos como dignos. Moraleja: una desgracia, tal vez merecida, que ciertas cosas ya solo habiten en los museos.
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