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Los diez mejores pinchos de San Sebastián

La actriz Glenn Close se entregó a los ‘pintxos’ en Txepetxa, un clásico que no debe faltar en la ruta de barra en barra por una ciudad ya está en marcha para ser capital cultural europea en 2016

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Se suele decir que la mejor ruta de pintxos por San Sebastián empieza en Landa, restaurante-hotel situado en el kilómetro 234 de la carretera de Burgos, una parada muy recomendable para quienes viajan desde Madrid. Se reconoce por la piedra del recio torreón del siglo XIV que lo escolta, pero conviene estar atento y no pasarse de largo. La decoración es de una rusticidad barroca muy bien entendida, y todo transmite una calma blindada en algodón en la que se acoplan excursionistas, ejecutivos, abuelas con nietos de barbilla pringada y hasta algún peregrino orgulloso.

Los servicios tienen enormes puertas de madera con aldabones de hierro y antesalas que sin querer propagan cierto aura de El nombre de la rosa. La ración de morcilla frita de Burgos y la pulga de chistorra con idiazábal valen mucho la pena y contribuyen a que la parada acabe siendo más larga de lo que se esperaba. Hay que posicionarse bien en la barra para ver mejor los dulces que se acabarán comprando. Atención al brioche mousseline y a las clásicas Panelandas. Detenerse en Landa es una manera elegante de instruirse para lo que espera en Donosti.

Por la playa de la Zurriola

Se mire como se mire, en términos de placer San Sebastián es un portento. Una privilegiada ubicación geográfica, arquitectura variada con predominancia belle époque, proporciones fácilmente abarcables para flâneurs y una sofisticación gastronómica que roza lo insultante. Todo ello lleva implícita la rendición del visitante, la aceptación de un clima inestable y hasta la invasión del turismo. Parece tan hecha de encargo que incluso a veces se agradece que llueva torrencialmente para que deje de ser tan perfecta y el síndrome de Stendhal que a menudo se sufre al enfrentarse a ella remita. Y es que ante algunos pintxos no queda más remedio que acercarse como si se contemplaran obras de la antigüedad clásica. Las playas (Ondarreta, La Concha, la Zurriola), la isla de Santa Clara y los montes (Igeldo y Urgull) siempre ayudan a recobrar la buena dirección, la que lleva al bullicio de bares de “lo viejo”, entre el puerto y el mercado de la Bretxa, donde aguarda una oferta culinaria pletórica a la que cualquiera se acostumbra en menos de nada.

Guía

Dormir

Información

» Hotel Niza (www.hotelniza.com). Zubieta, 56. Habitación doble, desde 89 euros.

» Pensión Casa Nicolasa (www.pensioncasanicolasa.com). Aldamar, 4. La doble, desde 50 euros.

» Hotel María Cristina (www.hotel-mariacristina.com). Paseo República Argentina, 4. La doble, desde 240 euros.

» Turismo de San Sebastián (www.sansebastianturismo.com).

» Museo de San Telmo (www.santelmomuseoa.com).

» Tabakalera (www.tabakalera.eu). Duque de Mandas, 52. El centro de arte abrió el pasado 11 de septiembre

De mañana apetece pasear por la playa de la Zurriola, en Gros. Mientras los surferos más madrugadores lucen escultóricos cuerpos de neopreno, otros cuentan las horas para el aperitivo y, consecuentemente, las semanas de gimnasio perdidas. Cada cual a lo suyo. La Zurriola es una playa acogedora y familiar cuyo faro sigue siendo el Kursaal de Moneo, un elogio de la luz “pensado desde el exterior”, en palabras del arquitecto, para integrarse sin calzador en un marco natural excepcional. Dos grandes rocas varadas se acoplan armónicamente en la geografía y conforman un edifico que sigue ligado al mar Cantábrico a través de un gran ventanal inclinado.

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Cerca de ahí, la primera sugerencia es estrenarse en la Bodega Donostiarra (Peña y Goñi, 13; bodegadonostiarra.com), espacio envidiable con cocina abierta de 9.30 hasta la medianoche. Con su clásico mini —medio bocadillo de bonito, anchoa y guindilla—, que hace que venga gente exclusivamente a probarlo desde el otro lado de la ciudad; o en el Bar Zabaleta (Zabaleta, 51), muy amigable, cuyo pincho de tortilla es de los más valorados en el barrio de Gros y más allá, porque ha trascendido fronteras. Suave, apacible, ligera y con las patatas cocidas un grado menos del dente, los vecinos franceses la adoran. El enviado especial del periódico Sud Ouest bautizó el bar como “la cuna de la tortilla”. Y no lo vamos a desmentir. Desde las 8.00 a las 23.00 sin interrupción. Los domingos, a partir de mediodía.

Tras cruzar el puente del Kursaal, a mano izquierda brilla desde 1912 esa apología del lujo llamada Hotel María Cristina, tan integrado en la historia cultural de la ciudad, obra de Charles Mewes (también responsable del Ritz de Madrid). Pero conviene buscar la plaza de Zuloaga. Allí se encuentra el Museo de San Telmo, el más antiguo de la ciudad (1902), en un convento dominico del siglo XVI que funde los estilos gótico y renacentista (pura arquitectura isabelina) y que se acompaña de una ampliación reciente llevada a cabo por Fuensanta Nieto y Enrique Sobejano, incorporada entre la plaza y el monte y que muestra de primeras un muro perforado, a la vez moderno mirador (desde dentro) y pantalla de agua. En su materialización colaboraron los artistas Leopoldo Ferrán y Agustina Otero. Los dos nuevos pabellones acogen las exposiciones temporales y la exposición permanente. En la iglesia (parte antigua del museo) lucen los murales del pintor catalán Josep Maria Sert. La ampliación dialoga con la tierra de tal modo que sus etéreos cambios de dirección resuelven con naturalidad los accesos peatonales al monte Urgull, a donde irremediablemente se sube. Allí se obtienen generosas vistas de la playa de la Zurriola, donde los surferos ya rivalizan contra la inercia del agua entre la espuma. Qué equilibrios, qué mérito.

La barra de Gambara, en San Sebastián, llena de setas y pinchos.
La barra de Gambara, en San Sebastián, llena de setas y pinchos.Gonzalo Azumendi

Descendiendo por el lado contrario se intuye el glamuroso perfil de la playa de La Concha. En el Paseo Nuevo espera Construcción vacía, de Jorge Oteiza, escultura premiada en la Bienal de São Paulo e instalada en 2002, un año antes de la muerte del artista. Ya no cuesta nada llegar al puerto viejo, que nos devuelve imágenes de películas de antaño (como 27 horas, de Armendáriz) y postales de tiempos de pesca y lonja en cada uno de los restaurantes que engalanan el muelle. Sin embargo, la visión más palpitante es la del Club Náutico, uno de los grandes referentes arquitectónicos de la ciudad, proyectado por José Manuel Aizpurúa (1902-1936) y Joaquín Labayen, obra maestra del racionalismo español estupendamente conservada. Un paquebote atracado en el muelle que muestra el deseo de luminosidad y de movimiento de una generación vibrante y creativa que dio genios como Aizpurúa o Lorca, su gran amigo. Eran de bandos contrarios y ambos fueron asesinados el mismo año, en 1936.

Sentarse a tomar el sol en la terraza del Naútico (actualmente bar Gu) es una opción válida antes de adentrarse en la parte vieja y entregarse sin culpa a los pintxos, esa costumbre tan ligada a la felicidad. Que nada sea un obstáculo, que la palabra moderación no exista.

La calle 31 de agosto

Si son las 12.30 interesa pasar por el Bar Néstor de la calle Pescadería, 11, más que nada porque a las 13.00 se saca una tortilla, una, y como da para 16 raciones, se aconseja reservar. Hay quien ve esa manía ridícula, pero la expectación es máxima. Reina un aire folk destinado a perdurar por los siglos de los siglos. Probablemente sean los 16 metros cuadrados mejor aprovechados de la historia de la restauración en la ciudad. Sólo hay una mesa y siempre habrá alguien que la haya reservado antes, pero los camareros mantienen el orden en la barra y evitan cualquier indicio de avalancha. A las 13.00 sale la tortilla y Néstor, con un cuchillo que parece una navaja de afeitar en la mano, canta nombres y reparte. En ese instante, él es Dios. A nuestra izquierda dos japoneses tiemblan como niños, felices y nerviosos. A la derecha, un matrimonio venido de México contiene a regañadientes el impulso de sacar una foto. La tortilla es muy líquida, está hecha con patatas al dente, cebolla y pimiento verde, y, para qué mentir, es absolutamente deliciosa, pero no más que la ensalada de tomate de la huerta o su reputada txuleta.

Tres mujeres muestran un pincho en la puerta de Gandarias.
Tres mujeres muestran un pincho en la puerta de Gandarias.Gonzalo Azumendi

Sin pausa se debe atravesar la plaza de la Constitución para llegar a la calle 31 de agosto. A estas alturas hay que hacerse un hueco como sea en el Gandarias, en el número 23, y probar lo que haya, da igual el rissotto de hongos e idiazábal que la brocheta de riñón que la tartaleta de txangurro. Es como asistir al concierto de Año Nuevo con la Filarmónica de Viena dirigida por Barenboim en primera fila, la emoción retumba en el interior. En la misma plaza de la Trinidad, el pincho de champiñones de La Cueva es muy funky, y, enfrente, la txuleta de Txuleta (perdón por la epanadiplosis), siempre acompañada de guindillas fritas, ya es rock and rol. En la misma calle, si se logra entrar, La cuchara de San Telmo, en el número 28, es un seguro para clásicos (foie, manitas de cerdo). Más innovador y excéntrico es A fuego negro (calle del 31 de agosto, 31; afuegonegro.com), donde también se ofrece un menú degustación (a 35 o 50 euros). Y cómo olvidar Ganbara (San Jerónimo, 19), siempre reconocible por la magnitud de las setas que maquillan la barra, o la exquisita modernidad de Sirimiri (Nagusia, 18), tan generosa en fusión como en cócteles. En cualquier caso, conviene terminar en La Viña (31 de agosto, 3), pues socialmente está muy mal visto perdonar su eterna tarta de queso crema.

La Concha y monte Igeldo

Restaurados y felices, el Paseo de La Concha es ahora obligatorio y más bello que nunca. Aunque el Hotel Londres transmita paz y sombra y haga soñar con una siesta frente al mar, en días soleados el otoño también permite descalzarse y caminar por la orilla del mar. Ningún paseante tiene prisa. Deben ser los mismos de la última vez porque todo está igual. Pasado y presente se mezclan, y también el futuro, pues, en verdad, el hecho de sentirse saciado no impide pensar en la cena y en desear que las horas pasen deprisa para volver a las barras, esas ferias de muestras tan confortables.

La playa de La Concha, en la ciudad donostiarra.
La playa de La Concha, en la ciudad donostiarra.Gonzalo Azumendi

La playa de Ondarreta anuncia el tramo final de paseo. Es aquí donde entre junio y octubre se halla La Carpa, el chiringuito más buscado las noches largas de verano. Y el medio círculo de la bahía lo cierra el Peine del viento, extraordinario conjunto escultórico con tres obras en acero corten de Eduardo Chillada que se incrustan en la roca. Las esculturas se contemplan desde un precioso paisaje de adoquines de piedra concebido a base de plataformas escalonadas por el arquitecto Luis Peña Ganchegui (un espacio que está actualmente en obras).

Nos queda rescatar un placer antiguo: subir en teleférico al monte Igeldo. Se trata de una experiencia auténticamente vintage. El parque de atracciones cumple 103 años y es, con seguridad, de los más demodés del mundo. Es básico experimentar con la Montaña Suiza (no rusa). Una parte del trayecto transcurre sobre una piscina y la otra se asoma al mar invitando al vértigo. Se hace tan corto que, como todos los niños, querrá repetir.

No hay manera más entrañable de terminar la tarde que aprovechando las vistas que ofrece este monte. Ahora que todo se ve claro, la memoria tiene horizonte para explayarse. Cualquiera recuerda, del Manual para la vida feliz de Epicteto, su consejo número ocho: “No pretendas que lo que ocurre ocurra como tú quieres, sino quiere que lo que ocurre ocurra como ocurre”.

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Es autor de las novelas 'Los Baldrich', 'La estación perdida', 'Los buenos amigos' o 'Jauja' y del libro de viajes 'París'. Su obra narrativa ha obtenido varios premios. Es profesor en la Universidad Sciences Po de París. Como periodista fue Premio Pica d´Estat 2011. Colabora en El Ojo Crítico de RNE y en EL PAÍS. 'Verso suelto' es su última novela

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