Misterios y chascarrillos de época en Murcia
Visita nocturna a la torre de la catedral de Santa María, en la capital murciana, repleta de historias, conjuros y fabulosas vistas de la ciudad
Esto no es York. No estamos en vísperas de Navidad. Ni las veinte personas reunidas en la plaza se amontonan en busca de calor humano con el que combatir los dos grados de temperatura ambiente. Todo lo contrario. Son casi las diez de una tórrida noche de verano en Murcia y nos mantenemos a tanta distancia del calor del otro como nos permite la educación, esperando que, una vez subidos los 93 metros de la torre de la catedral de Santa María, la temperatura haya bajado, al menos, cinco graditos. Pero venimos a lo mismo: a oír historias de poder, historias de misterio, historias de la Historia. “El Hola del siglo xvi”, dice la señora del abanico. Seguro que sabe de lo que habla.
Reunidos ante la fachada norte de la seo, en la plaza de Hernández Amores, que todo el mundo conoce aquí como la de la Cruz por la –¡sorpresa!– enorme cruceta de mármol que la adorna, la guía nos cuenta que estamos sobre suelo sagrado y que tendremos que subir dieciocho rampas hasta el balcón y, aún más, la escalera espiral hasta el campanario. Hoy bajamos la cena sin problema. Se lo debemos, al parecer, a un juego de poderes. En plena disputa de la villa de Orihuela por independizarse de la Diócesis de Cartagena, Mateo Lang de Wellenburg, que nunca pisó la ciudad de Murcia pese a ser su obispo, quiso dejar claro hasta dónde se extendía su dominio y pidió al arquitecto italiano Francisco Florentino, gran amigo de Miguel Ángel, que diseñase una torre que se viese desde la ciudad alicantina. La tarea no fue fácil, dada la capa freática del suelo, pero consiguió una torre de estilos superpuestos, con predominio del barroco, que acabó por ser la segunda de catedral más alta de España, tras la archifamosa Giralda de Sevilla. La fachada principal del templo, dieciochesca y obra de Jaime Bort, fascina por sus planos curvados y barrocos claroscuros.
El relato de la guía resulta muy ameno. Explica con ligereza, pero increíble exactitud, cómo se formó Florentino con el Ghirlandaio; cómo llegó a ser uña y mugre con Miguel Ángel; por qué una ciudad como Murcia podía contar con la obra de semejante artista –palabras clave: Nápoles, Cartagena, seda–; cómo reconocerlo en la ornamentación de la fachada; quiénes eran los comuneros y por qué afectó su revuelta a la catedral. Y no se olvida de mezclar datos con chascarrillos. Así nos enteramos, de hecho, de la relación que tiene la torre con la madrileña Cibeles. La visita promete. La señora del abanico se lo está pasando en grande.
Ratas y gentes de mal vivir
Horarios y precio
Las visitas nocturnas a la torre de la catedral se realizan los martes, miércoles y jueves de los meses de julio, agosto y septiembre, a las 22.00. Es preciso reservar (+34 968 219 713; info@museocatedralicio.com). El precio de la visita es de 6 euros.
Poco después de comenzar la subida, paramos en lo alto del primer cuerpo de la torre, ante la puerta de lo que es hoy –y ha sido desde finales de la Guerra Civil– el archivo de la catedral. En las frecuentes inundaciones de la ciudad, la habitación sobre la sacristía era un refugio seguro para tesoros, documentos y sacerdotes, por su altura. También lo era, sin embargo, para las ratas, que encontraban en el pergamino un buen alimento. La suerte para sus conservadores fue que a los hambrientos roedores no les guste el hierro de las tintas antiguas. La suerte para nosotros, espero, que hayan conseguido erradicarlas.
La siguiente parada es junto al actual archivo musical. Esta sala tiene, seguro, historias más jugosas. En la llamada sala de Refugiados no eran los sacerdotes quienes dormían. Aquí se acogían a sagrado “gentes de mal vivir”, seguramente, en este caso, murcianos, como reza el maltrayente adagio; cosa que sabemos por las quejas de algún campanero –archivadas en el piso de abajo–, un preocupado padre que sufría con que sus inocentes hijas hubiesen de cruzarse, cuando iban a visitarlo, con tales metedores y bandidos. Es una pena que no nos quede testimonio de las muchachas: ¿serían tan diligentes retoños como parece? O ¿quizá el motivo de las quejas de su padre era la frecuencia de las visitas? Iba a tener razón la señora del abanico: esto es mejor que el Hola.
Secretos y conjuros
La siguiente sala, la del Reloj, hará las delicias de los aficionados, pues les permitirá ver el mecanismo antiguo y la mínima carcasa del digital que mueve hoy el reloj de la catedral. Pero es, además, la más curiosa de la torre. La llaman la habitación de los Secretos. Si dos personas se ponen en rincones opuestos en diagonal y susurran de cara a la pared, podrán mantener una conversación entre ellas, oyéndose con tanta claridad como si se estuviesen susurrando al oído. Es un efecto de la bóveda baída (o de pañuelo) que permite al sonido viajar por la curvatura del techo. ¿Quieren una pedida de mano romántica, estimados pretendientes? ¡Olvídense de la torre Eiffel! Imaginen la cara de ella –o él– al darse la vuelta para responderles desde el otro extremo de esta sala llena de gente que no se ha enterado absolutamente de nada. Eso sí tiene que merecer la pena.
El cuarto cuerpo de la torre nos depara, por fin, el respiro de los cinco grados menos. Y una mezcla de cristiandad teñida de paganismo, porque estamos en la capilla de los Conjuros. Y conjuro suena a magia, ¿no? Indudablemente, eso son las oraciones. Lo mismo que uno puede imaginarse a Panorámix alzando su hoz de oro para invocar el poder de un tormenta, ha de figurarse a un sacerdote perfectamente ataviado pasear el relicario del Lignum Crucis –una astilla del madero usado para crucificar a Jesús– por los conjuratorios del balcón, dedicados a los Santos Hermanos de Cartagena, mediadores de la diócesis, hasta llegar a una pequeña plataforma salediza desde la que alzaba el metálico relicario ante los rayos, con el fin de alejar el mal de la ciudad (que solía llegar en forma de riada). Hay que tener mucha fe para hacer algo así, y se lo dice alguien que ha visto venir una tormenta desde ese balcón.
Cuarenta y cinco escalones más arriba, la torre nos ofrece las mejores vistas nocturnas de la comarca, una lección de arquitectura en vivo –al ser exenta, permite contemplar la planta de la catedral completa– y el espectáculo de las veinticinco campanas. La mayor de ellas es Santa Águeda. Nuestra guía nos explica que todas tienen su nombre y su conjuro, una misión en la vida, más de lo que pueden decir algunas personas. Suelen lucir también la firma de quien las fundió. Es sorprendente lo reales que son algunas, como la salamandra de la Nona, que parece a punto de moverse sobre el metal; intenten, pese a ello, encontrarla. La segunda campana más grande, María Madre de Dios, será la que escucharemos dar las once campanadas que darán fin a nuestra visita. Solo queda bajar. Algo que sería, sin duda, más fácil si no supiésemos la temperatura que nos espera a ras de suelo.
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