Un millón de hambrientos es una estadística
Los niveles globales de desnutrición no han parado de crecer desde 2015. Ahora podrían dispararse
En su deslumbrante retrato del hambre en el mundo, el escritor Martín Caparrós se hacía esta pregunta: “(…) ¿cómo pelear contra la degradación de las palabras? Las palabras ‘millones-de-personas-pasan-hambre’ deberían significar algo, causar algo, producir ciertas reacciones. Pero, en general, las palabras ya no hacen esas cosas. Algo pasaría, quizá, si pudiéramos devolverles sentido a las palabras”.
Caparrós publicó su libro en 2015, el punto temporal más bajo en la incidencia global de la desnutrición desde que llevamos la cuenta. Desde entonces las cosas no han hecho más que empeorar. Las cifras de 2020 –690 millones de hambrientos– son diez millones más altas que las del año previo y sesenta millones más que hace un lustro. "Sesenta millones" que se nos traspapelan entre "Ayuso" y "Suez", entre "patria" y "virus".
Se atribuye a Stalin la afirmación de que un muerto es una tragedia, pero un millón de muertos son solo una estadística. Es difícil rebatir a un genocida en este campo.
Conviene contar a los individuos, aunque se tarde un poco más. Contar a cada una de las madres que conocí en Kiffa (Mauritania), con su manera simple de explicar al personal de Unicef que las cosas iban mejor: “mi hijo ya no come arena”. O asomarse a cada una de las (escasas) ventanas que se nos van abriendo a la crisis de Mozambique, donde una tormenta perfecta de covid, terrorismo y expolio corporativo está enterrando al norte del país en un agujero alimentario aún más profundo del que ya habitaban.
Merece la pena desmenuzar las estadísticas. Hablar, uno por uno, de los 23 países y las 146.700.000 personas atrapadas en la inseguridad alimentaria aguda dentro de ellos. Esta categoría define un estado de peligro inmediato para quienes lo sufren e indica la necesidad de una intervención urgente. Por parte de quien sea. Son 19,6 millones de congoleños, 16,1 millones de yemeníes, 12,4 millones de sirios, 7,1 millones de sudaneses. También 9,3 millones de venezolanos y 3,7 millones de guatemaltecos, no vayan ustedes a pensar que esto es solo cosa de africanos y países en guerra.
Tardaríamos días en contarlos uno detrás del otro. Meses en explicar el infierno por el que pasan cada uno de los padres que ven apagarse a sus hijos. Contemplar la acumulación estadística de lo que la FAO y el Programa Mundial de Alimentos han denominado los puntos calientes del hambre (ver mapa). Su informe más reciente sugiere que estos lugares están a punto de arder, en medio de una sucesión de plagas bíblicas: conflictos, shocks naturales extremos, langostas y epidemias. Preocupa especialmente la situación de 34 millones de personas en países como la RD del Congo, Afganistán, Yemen, Etiopía o Nigeria. Todos ellos, cada uno de ellos, podría acabar muerto de hambre.
También es bíblica, por farisea, la respuesta de los países más ricos a esta crisis. Mientras los Estados Unidos, la UE o el Reino Unido se han embarcado en operaciones de autorescate cuyas magnitudes financieras tienen pocos precedentes históricos, el agujero de las emergencias humanitarias amenaza con batir todos los records. El escrupuloso seguimiento financiero de la Oficina de Coordinación de Asuntos Humanitarios de la ONU es una relación de morosos en la que los impagos han ido creciendo durante la última década en paralelo con las necesidades humanitarias. El techo se había alcanzado en 2020, con una petición global de 38.537 millones de dólares y una respuesta del 50% de esa cantidad a lo largo de todo el año. Cuando llevamos menos de tres meses de 2021, la cifra requerida ya supera los 35.000 millones de dólares y la respuesta de los donantes ha sido del 4,5% (cuatro-coma-cinco-por-ciento).
¿Cómo pelear, entonces, contra la degradación de las palabras? ¿Cómo trasladar toda la fuerza de “hambre”, “hipocresía”, “urgencia”, "olvido"? ¿Cómo elevarse un par de palmos para comprobar la suerte de haber caído a este lado de la pandemia?
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