El reto de volver a fabricar en España
La crisis sanitaria mundial provocada por la pandemia ha abierto un nuevo frente que supone una amenaza para la producción de moda. Al daño medioambiental se suma la vulnerabilidad de un sistema que ha dejado en precario a marcas y creadores. La relocalización del sector textil puede ser la solución a un problema que, en el ámbito español, tiene largo recorrido.
EL GRUPO INDITEX seguirá produciendo en la distancia. Los 100 millones de euros que su presidente, Amancio Ortega, ha pedido al Estado como parte de los 140.000 millones del fondo europeo contra la covid-19 destinados a la recuperación económica de nuestro país no servirán para devolver las fábricas de confección al lugar donde todo empezó, hace ahora cuatro décadas. Lo que se planea levantar en Arteixo (A Coruña), sede de la multinacional gallega, es en realidad un anexo de 80.000 metros cuadrados para albergar las instalaciones ecoeficientes —bosque de árboles replantados incluido— en las que se generará contenido audiovisual para impulsar las ventas online de las marcas del grupo, según informaba el portal Business Insider a finales de octubre. Los planes empresariales de Ortega no hacen otra cosa que alinearse con las políticas que el actual Ejecutivo ha decidido para el sector textil. “Si algo ha dejado claro esta crisis es la capacidad de automatizar procesos productivos y logísticos, de vender de manera digital y de llegar al consumidor de forma directa, lo que disminuye la vulnerabilidad de las empresas ante situaciones sobrevenidas. Necesitamos una industria de la moda capaz de avanzar en estas líneas, en el marco de la transición ecológica y la transformación digital, ejes de la acción del Gobierno”, contaba Raúl Blanco Díaz, secretario general de Industria y Pyme, en una entrevista publicada en S Moda el pasado mayo. Sobre la cada vez más evidente necesidad de reubicar la producción dentro de nuestras fronteras, apenas un apunte “para la reflexión”.
La relocalización del textil ya estaba sobre la mesa antes de que los meses de confinamiento por el coronavirus destaparan la fragilidad de un sistema insostenible —no solo por motivos medioambientales— en el que España lleva instalada al menos 30 años. En busca de mayor volumen de producción a menor coste, las empresas de moda comenzaron a externalizar la fabricación, trasladándola allí donde los márgenes de beneficios se prometían brutales. Tal era el credo de la entonces naciente moda rápida (rápida no por la velocidad de su consumo y desecho, sino por la prontitud de su confección). Hoy, la Asociación Empresarial del Comercio Textil, Complementos y Piel (Acotex) informa de las nuevas consecuencias de aquella maniobra: tras el parón industrial global a causa de la covid-19, se prevé la desaparición de al menos el 50% de las empresas de moda españolas para cuando termine el año.
“Resistimos, tirando para mantener el capital humano y estructural, para que, cuando esto pase, no hayamos perdido piezas esenciales: el equipo, los proveedores, los clientes”, concede Nuria Sardà. Tercera generación de la empresa familiar fundada por su abuelo en Barcelona en 1898 (entonces centrada en encajes, mantillas y tules), la directora creativa de Andres Sarda tiene la clave de semejante resiliencia: “Nunca hemos dejado de tener talleres y fábricas propios, porque es fundamental controlar la calidad. La confección de la ropa interior, además, es muy especializada y ha de ser extremadamente precisa”. La firma de lencería y moda de baño de alcance mundial a la que dio alas su padre, fallecido en 2019, es el ejemplo perfecto de lo que la producción en cercanía puede hacer/solucionar en tiempos de crisis. “Nosotros vivimos la primera en 1962, cuando el Concilio Vaticano II decretó que no era obligatorio cubrirse la cabeza para ir a misa. A mi padre, que era el pequeño, le encargaron buscar un nuevo modelo de negocio, porque con las mantillas ya no había mercado”, recuerda. Aun con la importación de tejidos cerrada a cal y canto por la dictadura franquista, Andrés Sardà ideó un nuevo concepto de moda íntima que revolucionó no solo España. El éxito de la empresa condujo a la internacionalización de la marca, que comenzó sus planes de exportación en 1984 creando sociedades en Francia, Alemania, Portugal e Italia. Lo que ocurrió después puede resultar sorprendente.
A principios de 1981, Leopoldo Calvo Sotelo anunciaba un plan de reconversión de la industria textil. Se trataba de sanear un sector considerado estratégico y que, en España, representaba el 9% del producto interior bruto y el 10% del empleo industrial. “Un país de futuro como productor textil por la infraestructura ya existente, sus conocimientos y su tradición que, integrado en la Comunidad Económica Europea, dispondrá de las ventajas de menos coste de mano de obra respecto a otros Estados miembros”, decía el entonces presidente del Gobierno de la UCD. E insistía: “En relación con el resto del mundo, España puede ser suministrador de productos de calidad, moda y buen gusto. Todo ello exige, sin embargo, un gran esfuerzo de reorientación”. Por resumir una historia en la que colisionan el férreo proteccionismo arrastrado desde del franquismo y la conflictividad laboral desatada durante la Transición, la cacareada reconversión industrial no se acometió hasta la llegada al poder del PSOE, en 1982. Pero para los socialistas, algunos de los sectores a modernizar para conseguir la entrada en la actual UE eran solo casos perdidos. Por ejemplo, el de la confección, con una mano de obra barata, eminentemente femenina. “Recuerdo a mi padre desesperado porque prácticamente les decían que se dedicaran a otra cosa, que no teníamos futuro”, cuenta Nuria Sardà, que se incorporó a la compañía en 1989, con 21 años, para abrir mercado desde Alemania. En lugar de amilanarse, Sardà padre decidió especializarse aún más. “Fue una evolución natural, porque aquí se quería desmantelar la industria textil aunque nos resistimos como gato panza arriba. A principios de los noventa, comenzamos a producir en Francia la línea de baño. No por costes, sino por volumen, por poder crecer”, continúa la diseñadora y empresaria. “Cuando se nos quedó pequeño, trasladamos parte de la producción al norte de Túnez, donde los franceses ya habían instalado sus fábricas de moda íntima. Tampoco fue cuestión de precio, porque era caro, pero garantizaba la calidad. Aún seguimos allí, aunque nunca hemos dejado de tener nuestras propias factorías hasta hoy, que conservamos la de Santa Eulalia (Barcelona). También producimos en Elche. Si pudiéramos, haríamos más en España, pero cuesta mucho encontrar talleres de corsetería en marcha”.
Confeccionar en Túnez, Marruecos, Portugal, Hungría e incluso Turquía se considera producir en cercanía, tanto como en Arteixo. En su localidad natal, Inditex mantiene 13 factorías (1.220 millones de euros de facturación en 2018) que, junto a las que operan en países más o menos próximos como los mencionados, le aseguran que esas colecciones de tendencia con las que inunda el mercado cada semana llegan puntualmente a las tiendas. Para todo lo demás, que es la mayoría, están China, Bangladés o Camboya. “Estos grandes grupos han hecho el tipo de negocio que querían los sucesivos Gobiernos cuando acometieron la reconversión industrial”, expone Nuria Sardà. “El problema es que, además de habernos puesto muy difícil tener aquí nuestras fábricas, talleres y desarrollo de producción, la deslocalización también está matando a los proveedores europeos con los que trabajamos en la mitad de nuestras colecciones. El encaje de Calais, la seda de Lyon, los tules y tejidos elásticos que son belgas e italianos están sufriendo lo indecible”.
No todos los males son foráneos, claro. Manuel Piña se arruinó tras asociarse con un productor español, José María Ceppi, gerente de Sed, SA, una empresa dedicada a comercializar colecciones con la que se asoció en 1988, según denuncia Lola Piña. “Hay líneas rojas que no se pueden traspasar. Si el empresario cambia el material porque es más barato y recorta el tiempo empleado en confección, es el acabose”, afirma Lola Piña. La experiencia de la que fuera mano derecha del visionario diseñador manchego, fallecido en 1994 sin ver cumplido su empeño de unir industria y creación de moda en España, alumbra otra realidad que, junto a los millones evaporados en subvenciones jamás recuperadas, suele quedar en la sombra. “Sé de muchos que montaron empresas de confección, intrusos de otros sectores, porque en un momento dado se movía dinero, pero que con la reconversión ni pestañearon a la hora de cerrarlas”, cuenta.
Y remite al caso del polígono Aguacate, en el madrileño barrio de Carabanchel, donde a principios de los noventa cientos de marcas ignotas instalaron las oficinas técnicas en las que desarrollaban los muestrarios que luego producían en Galicia o Castilla-La Mancha: “Confeccionaban y vendían a espuertas, y cuando vieron que podían encontrar precios más baratos fuera, desmantelaron sus infraestructuras y abandonaron los talleres con los que operaban en comunidades que fueron abanderadas de la confección. Sí, la responsabilidad de empresas como Inditex, Cortefiel, Mango o, en su día, Induyco en el fenómeno de la deslocalización textil española es importante, pero no olvidemos que este es un país de microempresas”.
La de Lola Piña, Al Dedal, es una de ellas. El taller de confección que dirige desde 2009, en Madrid, emplea ahora mismo a seis modistas, una cortadora, una planchadora y una encargada de la preparación y el acabado de las prendas. “Todo el mundo se cree que sabe coser y a todo el mundo le vale cómo se cose”, lamenta la que también fuera jefa de taller con Sybilla. “Muchas marcas y diseñadores dan por válidos productos que están alejados de una costura de calidad. Un valor que se desvirtúa cuando solo se busca rentabilidad. Yo vendo tiempo, porque la confección de una prenda lo precisa. Pero si vas a escatimar en él, te va a costar menos, claro”. El suyo es un proyecto de recuperación del oficio que, a pesar de contribuir al 3% del PIB en la actualidad, ni luce ni merece. “Supongo que nos dejan estar porque no damos guerra”, razona a propósito de la escasa movilización del gremio en estos meses de pandemia. “Aparte de la desunión, existe el problema de la economía sumergida, que es endémico”, explica, antes de ahondar en la herida: “No son solo las empresas con contratos irregulares y horarios injustos, también hay mucho trabajador fraudulento, empezando por la modista que termina la jornada y se va a su casa a hacer una chaqueta por 30 euros, que es lo que a mí me cuesta arrancar las máquinas. Así que mejor calladitos”.
Sobre la sugerencia institucional de reorientar el modelo de producción mientras dure la crisis sanitaria, también tienen sus reservas: “Reconvertir un taller de confección para hacer mascarillas o batas quirúrgicas es un despropósito. Crear industria no es eso”, sentencia Piña.
“Urgen políticas que pongan en marcha unidades de producción capaces de fabricar prendas con unos parámetros de calidad/tiempo. Y aunar esos esfuerzos para comercializar los productos en canales de distribución conjuntos, como ya está haciendo la Asociación de Creadores de Moda de España con sus diseñadores a través de Amazon. Dar servicios a marcas y creadores, pero con las manos y los papeles encima de la mesa. Eso, e invertir en formación”. Una idea que encuentra eco en la reflexión de Nuria Sardà: “De haber un plan factible, puede que sea a largo plazo, pero con voluntad por parte de todos y ligado al aprendizaje profesional. Necesitamos que se valore la instrucción en los oficios. Este es un trabajo especializado que se tiene que apreciar, y pagar. Porque nos estamos precarizando todos”. Sin formación, no hay relocalización textil que valga.
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