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La importancia de una humanidad clásica

Fresco que representa a dos sirvientes transportando ánforas en el palacio de Knossos, en Creta (Grecia).
Fresco que representa a dos sirvientes transportando ánforas en el palacio de Knossos, en Creta (Grecia).G. Cozzi (DEA / Getty)

El éxito editorial de filólogos como Francisco Rodríguez Adrados, Irene Vallejo o Emiio Lledó es un grito contra el recorte de humanidades en la enseñanza.

Hace unos meses falleció a los 98 años don Francisco Rodríguez Adrados, quizá el más prestigioso de los helenistas españoles y autor de más de 500 publicaciones entre libros, artículos, ensayos y traducciones. Uno de sus últimos libros fue El reloj de la historia. Homo sapiens, Grecia Antigua y Mundo Moderno (2006), una teoría de la historia que tuvo varias ediciones corregidas y aumentadas, aunque la primera ya superaba las 800 páginas. ¿Nadie ha reparado en que muchos de los ensayos más fascinantes de nuestro mercado editorial son obras de filólogos clásicos? Verdaderos librorum maxime venditorum auctores.

Filóloga clásica, por ejemplo, es Irene Vallejo, autora de El infinito en un junco (2019), un ensayo fastuoso y bellísimo que se reedita sin pausa porque gracias a sus saberes clásicos ha sabido contarnos la historia del libro y la lectura como si estuviera cantando un poema homérico.

Otro latinista que ha seducido a los lectores con humor y erudición es Emilio del Río, autor de Latin lovers (2019) y Calamares a la romana (2020); por no hablar de María Elvira Roca Barea, filóloga clásica que ha reavivado los debates históricos a través de las 24 ediciones de su Imperiofobia y leyenda negra: Roma, Rusia, Estados Unidos y el Imperio español (2016).

Por otro lado, la Tetralogía de la ejemplaridad (2014) y Filosofía mundana. Microensayos completos (2016) también son estupendas obras de otro especialista en lenguas clásicas como Javier Gomá Lanzón.

¿Cómo explicar la buena fortuna editorial de estos autores? Para descubrirlo sugiero leer La extraña odisea. Confesiones de un filólogo clásico (2013), de Carlos Martínez Aguirre, libro descacharrante y constelado de una arrolladora pasión grecolatina.

Y conste que hasta aquí solo he querido citar títulos que han aparecido en este siglo XXI, porque podría haber incluido el Diccionario de mitos (1997), de Carlos García Gual; El humor de los amores (1989), de Ramón Irigoyen, o la Mitología clásica (1975), de Antonio Ruiz de Elvira, obras todas de helenistas esclarecidos, como Emilio Lledó, uno de los intelectuales contemporáneos más influyentes y autor de libros medulares como Lenguaje e historia (1978) y La memoria del logos (1984). Y es que los filólogos clásicos se mueven por todas las humanidades con una solvencia envidiable, como podría comprobarlo cualquiera que repase Hidalgos y samuráis (1991) o los tres macizos volúmenes de Mitos y utopías del descubrimiento (1992), del académico y latinista sevillano Juan Gil.

Todos los títulos que he citado son del siglo pasado, pero continúan reeditándose porque sus autores ya son más clásicos que filólogos. Y si ampliara mi enumeración a los poetas que al mismo tiempo se dedican al estudio y traducción de las lenguas clásicas, tendría que mencionar a los helenistas Aurora Luque y Luis Alberto de Cuenca, a los latinistas Jaime Siles y Juan Antonio González Iglesias y a Carmen Jodra (1980-2019) y Agustín García Calvo (1926-2012), también poetas y filólogos clásicos.

En realidad, hasta que no me puse a hojear El reloj de la historia, de don Francisco Rodríguez Adrados, no fui consciente de la versatilidad, sabiduría y predicamento que los filólogos clásicos despliegan en numerosas publicaciones que no siempre son de su especialidad. Por eso, porque las lenguas clásicas ordenan, enriquecen y organizan el conocimiento, me sumo a quienes demandan que la LOMLOE (proyecto de ley orgánica de modificación de la LOE) no ampute las lenguas clásicas de los planes de enseñanza. Docendo discimus. 

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