Johnson se apropia de la cooperación británica
Cuando la ayuda al desarrollo y la política exterior van de la mano, la primera suele acabar maltrecha
Los tories británicos son célebres por sus excentricidades encantadoras. Pero ningún accidente casero travestidos de cupletera llama tanto la atención de este comentarista como su entusiasmo por la ayuda al desarrollo. En la oposición y en el gobierno, a lo largo de 20 años y a diferencia de sus primos conservadores en el resto del continente, líderes como William Hague, David Cameron o Theresa May han reconocido en la cooperación internacional generosa y de calidad una seña de identidad del Reino Unido en el mundo. Y han respetado razonablemente su independencia y su ascendiente político dentro del ejecutivo.
Como casi todo lo demás, esto podría cambiar a partir de ahora gracias a Boris Johnson. Este mes entrará en vigor una reforma anunciada en junio por su gobierno, mediante la cual la estructura de la ayuda –el Department for International Development (DfID)– pierde su independencia y su presencia con voz propia en el consejo de ministros para integrarse en el Ministerio de Asuntos Exteriores y de la Commonwealth. La justificación de esta medida está encapsulada con estilo reconocible en estas declaraciones del propio Primer Ministro: “Durante demasiado tiempo, francamente, la ayuda británica al exterior ha sido tratada como un gigantesco cajero automático colgando del cielo, sin ninguna relación con los intereses del Reino Unido o los valores que el Reino Unido quiere expresar, o las prioridades –diplomáticas, políticas o comerciales– del gobierno británico”.
El debate no es poca cosa. Desde la época de Tony Blair –y obligados por ley– el Estado destina a los programas de ayuda internacional el 0,7% de la RNB del país, lo que en 2019 supuso la friolera de 15.200 millones de libras (unos 16.500 millones de euros, al cambio actual). La cooperación internacional se ha convertido en la principal baza de influencia del Reino Unido en muchas regiones del mundo, como reconocía el exministro conservador de Exteriores William Hague en un artículo reciente: “Solía pasar tiempo con líderes africanos que me escuchaban educadamente, pero que realmente querían reunirse con el secretario [ministro] de Desarrollo, armado con un presupuesto cuatro veces más grande que el mío”.
Más allá del dinero, la ayuda británica ha demostrado una notable falta de autocomplacencia y una capacidad de innovación que les sitúa por encima de EE UU y Alemania, los primeros donantes globales en términos absolutos. Un ejemplo cercano: es muy difícil entender la revolución de la agenda y la gobernanza de la salud global a lo largo de este siglo sin el liderazgo del DfID. Y eso incluye la tormentosa etapa de la covid-19.
En manos de tipos como Johnson y como Donald Trump, la ayuda es una herramienta al servicio de objetivos personales
Así que no es de extrañar el cabreo que este movimiento ha generado. Incluso para un provocateur profesional como Boris Johnson, la diversidad de los ataques resulta llamativa. Tres antiguos primeros ministros cuestionaron la decisión –“utterly dismayed” (completamente consternado), dijo Tony Blair, lo que en jerga victoriana equivale a una blasfemia–, mientras la sociedad civil salía en tromba contra ella, tachándola de “vandalismo político” y destacando la inoportunidad de hacerlo en plena crisis humanitaria pandémica. Incluso la Comisión de Desarrollo Internacional del Parlamento precipitó la publicación de un borrador de resolución contra la medida, una gentileza que Johnson respondió aprobando su reforma prácticamente a vuelta de correo.
¿Es para tanto? Por un lado, lo que ha hecho este gobierno es asemejar el modelo británico a la norma del resto del mundo, donde los sistemas de ayuda cuelgan de Exteriores o están muy cercanos a los intereses duros del Estado. De hecho, donantes como Canadá, Noruega y Australia han protagonizado movimientos similares en los últimos años. Y la UE ha elevado esta práctica a la categoría de arte con sus políticas de externalización de fronteras en África.
Por otro lado, está la posibilidad de soñar. En manos del bien, un modelo integrado puede facilitar una mayor coherencia de la acción exterior con los objetivos y espíritu de la Agenda 2030, lo que multiplica el valor de la ayuda.
Pero Boris Johnson juega en el equipo del Maligno. Su estilo es el de un nacional-populista trilero y dispuesto a lo que sea necesario para promover su agenda. En manos de tipos como él y como Donald Trump, la ayuda es una herramienta al servicio de objetivos personales. Johnson pasará, como pasan todos estos histriones de la política, pero no será fácil revertir la decisión que ahora se ha tomado. Y esa es la peor noticia que pueden haber recibido los centenares de millones de personas que se benefician cada día en medio mundo de la solidaridad británica.
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