Un magnicidio por amor: cómo Jodie Foster evitó que un episodio de acoso marcase su vida
John Hinckley Jr., el obseso que atentó contra Ronald Reagan para llamar la atención de la actriz, sigue protagonizando noticias cuarenta años después. Pero ella, su segunda víctima, consiguió superar el trauma y no dejar que este caso definiese su imagen pública
El 30 de marzo de 1981 el joven de 25 años John Hinckley Jr. escribió la siguiente carta:
“Querida Jodie:
Existe una posibilidad muy seria de que me maten durante mi intento de pillar a Reagan. Precisamente por eso te escribo esta carta ahora.
Como bien sabes a estas alturas, te quiero mucho. Durante los últimos siete meses te he dejado docenas de poemas, cartas y mensajes de amor con la débil esperanza de que pudieras desarrollar un interés hacia mí. Aunque hablamos por teléfono un par de veces, nunca tuve el descaro de acercarme a ti y presentarme. Además de mi timidez, sinceramente no quería molestarte con mi presencia constante. Sé que los muchos mensajes que dejé en tu puerta y en tu buzón fueron una molestia, pero sentía que era la forma más indolora de expresar mi amor por ti.
Me siento muy bien por el hecho de que al menos conozcas mi nombre y sepas lo que siento por ti. Y merodeando por tu dormitorio, me he dado cuenta de que soy el tema de más de alguna pequeña conversación, por muy ridícula que sea. Al menos sabes que siempre te amaré.
Al regresar a su habitación al final del día, su compañera de cuarto le contó que la radio estaba diciendo que la persona que había intentado asesinar al presidente era “John”. Jodie respondió: “Bobadas. Te estás imaginando cosas”
Jodie, abandonaría esta idea de atrapar a Reagan en un segundo si pudiera ganar tu corazón y vivir el resto de mi vida contigo, ya sea en la oscuridad total o como fuera.
Admito que la razón por la que sigo adelante con este intento es porque no puedo esperar más para impresionarte. ¡Tengo que hacer algo ahora para que entiendas, de forma inequívoca, que estoy haciendo todo esto por tu bien! Al sacrificar mi libertad y posiblemente mi vida, espero cambiar tu opinión sobre mí. Esta carta se escribe sólo una hora antes de que me vaya al hotel Hilton. Jodie, te pido que, por favor, mires en tu corazón y al menos me des la oportunidad, con este hecho histórico, de ganarme tu respeto y amor”.
La destinataria de la misiva era la famosa actriz Jodie Foster (Los Ángeles, 1962), que a sus 18 años acababa de ingresar en la universidad de Yale para llevar la existencia anónima de una estudiante más. O eso pensaba ella. John Hinckley no llegó a enviar la carta; la dejó en su habitación del hotel de Washington en el que se alojaba, cargó su arma, se tomó un Valium y se dirigió a la entrada del hotel Hilton. Esperó a que saliese el presidente de los Estados Unidos, Ronald Reagan, y disparó seis balas. Hirió a su objetivo, a un policía, a un agente del servicio secreto y al secretario de prensa James Brady, que sufrió dificultades en el habla y quedó paralizado de cintura para debajo de por vida. Había cámaras grabándolo todo y el tirador fue detenido de forma inmediata.
En un primer momento, Jodie Foster no imaginó que lo sucedido tenía nada que ver con ella. En un artículo publicado en la edición estadounidense de Esquire en el 82 titulado “¿Por qué a mí?”, relata que no fue hasta horas después cuando descubrió que aquel episodio iba a afectarla de forma irremisible. Al regresar a su habitación al final del día, sin tiempo para meter la llave en la cerradura, su compañera de cuarto abrió y le contó que la radio estaba diciendo que la persona que había intentado asesinar al presidente era “John”. “John Hinckley”, aclaró, un nombre que ambas conocían bien. Jodie respondió: “Bobadas. Te estás imaginando cosas”, pero acto seguido, la llamó el decano para confirmarle que era verdad, que habían encontrado fotos suyas y su dirección en la habitación del acusado. “Mi cuerpo empezó a temblar y supe que había perdido el control… tal vez por primera vez en mi vida. Tenía que reunirme con el FBI en su oficina lo antes posible”.
Fue ella la que tuvo que organizar una rueda de prensa, escribir una declaración y lidiar con una atención mediática sin precedentes en la que expertos de la administración universitaria no sabían asesorarla. En su comparecencia, la adolescente explicaba que llevaba tiempo recibiendo cartas de un desconocido identificado como John Hinckley. “Las consideré cartas de amor”, contaba Jodie. Cuando le preguntaban cómo relacionó al Hinckley de las cartas con el que había atentado contra el presidente, ella respondía, “¿a cuántos Hinckleys conoces?”.
Para demostrar su fortaleza ante el mundo, Foster accedió a participar en una obra de teatro universitaria apenas tres días después del tiroteo. Al poco de terminar las funciones, encontró una nota que alguien había deslizado debajo de la puerta de su habitación. Era una amenaza de muerte
John Hinckley parecía uno de tantos jóvenes americanos de clase media. En 1976 había abandonado los estudios para mudarse a Hollywood con la idea de construirse una carrera como compositor musical. Ese mismo año se estrenó Taxi Driver, la película de Martin Scorsese premiada en el festival de Cannes que acabaría considerándose una de las más influyentes de la década. El inestable Hinckley se obsesionó con la obra. La vio quince veces, escuchaba una y otra vez la banda sonora de Bernard Herrmann, comenzó a vestir como su protagonista, Travis Bickle, con botas y chaquetas militares, se aficionó a beber brandy de melocotón igual que él y adquirió un arma. Incluso se inventó una novia ficticia con el nombre de Lynn Collins, basada en el personaje de Betsy de la película, encarnado por Cybill Shepherd. En las cartas que les escribía a sus padres, que vivían en Colorado, les hablaba de su relación con Lynn, describiendo citas, viajes, idas y venidas, todo inexistente. Pero sobre todo, desarrolló una fijación malsana y enfermiza por la actriz Jodie Foster, que interpretaba en la película a Iris, una prostituta de 12 años que de forma estrambótica el protagonista acaba redimiendo.
Desde que dejó Los Ángeles en el 77, Hinckley comenzó una existencia errática y solitaria. Sufría una aguda depresión para la que tomaba medicación y mostraba tendencias suicidas, ideas racistas y una obsesión por la violencia y las armas. En 1980 les pidió a sus padres que le pagasen un curso de escritura en la Universidad de Yale, y allí se dirigió, aunque su auténtico objetivo era estar cerca de Jodie Foster, que acababa de matricularse en el prestigioso centro. Como contaría en su carta anterior al atentado, nunca fue capaz de dirigirse a ella de forma directa. Se dedicó a espiarla, seguirla por el campus, dejar cartas en su buzón o por debajo de la puerta y la llamó por teléfono dos veces.
Foster se limitó a entregar los mensajes a su decano, sin darles mayor importancia. Pero en algún momento de 1980 en la mente de Hinckley prendió la idea ir un paso más allá en su imitación de Travis Brickle. Igual que él en la película planea asesinar al político para el que trabaja la mujer con la que ha salido en pocas ocasiones, él se propuso hacer lo mismo pero con un objetivo mucho más notorio: el presidente de los Estados Unidos, que en aquel momento era Jimmy Carter. Comenzó a seguir al presidente alrededor del país, presentándose en actos que tenía en diversas ciudades con motivo de la campaña electoral para las elecciones de noviembre de 1980. Entre medias intentó entrevistarse, sin conseguirlo, con uno de los líderes del partido nazi americano. Carter perdió la reelección sin darle tiempo a Hinckley a elaborar su plan, así que su objetivo pasó a ser el recién elegido Ronald Reagan, famoso por su carrera de actor de cine anterior a su dedicación política.
El factor Hollywood estuvo presente desde que los investigadores descubrieron la obsesión de Hinckley por Jodie Foster en su habitación del hotel. Además, lo primero que preguntó Hinckley es si la ceremonia de los Oscar que iba a celebrarse esa noche se había pospuesto (así fue, se aplazó al día siguiente). Por si un intento de asesinato del presidente no era ya lo bastante llamativo, la presencia de actores y estrellas implicadas a su pesar en el caso añadió nuevas capas de morbo e interés. El mismo día del atentado, el FBI interrogó a los responsables más visibles de Taxi Driver: su director Martin Scorsese, su protagonista Robert De Niro y el guionista Paul Schrader.
Este último contaría a The Guardian que desde que se enteró del tiroteo tuvo el presentimiento de que estaba relacionado con su película: “Estaba buscando ubicaciones en Nueva Orleans. Me llegó por la radio que un chico blanco de Colorado había cometido el intento de asesinato. Le dije al conductor: 'Ha sido uno de esos chicos de Taxi Driver”. En realidad, el mismo John Hinckley había escrito dos veces a la oficina de Schrader preguntando cómo podía ponerse en contacto con Jodie Foster. El guionista le había dicho a su secretaria que tirase aquellas cartas. Después, admitiría que mintió al FBI cuando le preguntaron si conocía al joven o sabía de quién se trataba. “Sabía que si le decía al FBI, “Sí, recibí una carta suya una vez pero la tiré”, estaría jodido, mi secretaria estaría jodida. Tendríamos que estar respondiendo preguntas sin cesar sobre una carta que tiramos y no recordábamos. Así que dije: “No, nunca he oído hablar de él”.
De un modo todavía más retorcido, Taxi Driver no solo había “inspirado” la idea del crimen, sino que se basaba en un caso real anterior de intento de asesinato. En 1972 Arthur Bremer había disparado al candidato a la presidencia George Wallace dejándole parapléjico. La historia de Bremer y el diario que había escrito en sus últimos meses en libertad habían sido el germen del guion de Taxi Driver para Paul Schrader, que también se encontraba en un momento complicado y depresivo de su vida. Ni una década antes, en 1963, el presidente John F. Kennedy había sido asesinado, igual que lo fue su hermano, el candidato a la presidencia Bobby Kennedy, víctima de un disparo en el hotel Ambassador de Los Ángeles en el 68.
Realidad y ficción se mezclaban y emergían como representantes de un ambiente, un momento social y cultural que acabaría creando émulos de sí mismo. Y en 1980, un año antes de que Hinckley empuñara el arma para llamar la atención de una mujer famosa con la que jamás había hablado, John Lennon había sido asesinado a las puertas de su hogar en el neoyorkino edificio Dakota por un joven que se declaraba su admirador. En la habitación de Hinckley encontraron la portada de Newsweek dedicada a la muerte de Lennon.
El efecto de la noticia en Jodie Foster fue devastador. “Ya no pensaba en el presidente, en el asaltante, en el crimen, en la prensa. Estaba llorando por mí misma”, confesaba en Esquire. “Yo, la víctima involuntaria. La que pagaría al final. La que pagó todo el tiempo y, sí, sigue pagando. Ese tipo de dolor no desaparece. Es algo que nunca entiendes, perdonas u olvidas. Es un dolor que nunca se puede curar con un beso de los labios de tu madre o un 'sssh, todo está bien'. ¡No está todo bien! No lo está. Con el tiempo acabé preguntándome: ¿Por qué a mí? ¿Por qué no a alguien como Brooke Shields? La pregunta me hizo sentir mal, y cuanto peor me sentía, más difícil era solucionarlo”.
La joven cuenta que una vez más se vio obligada a interpretar, en esta ocasión el papel de la mujer fuerte que sabe lo que hace y no muestra ni una gota de debilidad. No solo ante la prensa, sino ante sus propios compañeros de clase. Sus planes de ser anónima habían saltado por los aires al poco de empezar; ahora era la famosa protagonista de la noticia del momento a la que habían trasladado a una habitación individual y se movía con guardaespaldas por el campus. Para demostrar su fortaleza ante el mundo, Foster accedió a participar en una obra de teatro universitaria apenas tres días después del tiroteo. Al poco de terminar las funciones, encontró una nota que alguien había deslizado debajo de la puerta de su habitación. Era una amenaza de muerte. En esta ocasión se trataba de un tal Edward Michael Richardson, que también se había obsesionado con ella y había planeado asesinarla. Richardson había llegado a sentarse entre el público de la obra de teatro, pero después de verla sobre el escenario cambió de idea “porque era demasiado hermosa”. En vez de eso, se dirigió a Washington para asesinar al presidente Reagan y fue detenido antes de que pudiera cumplir su propósito. Un año después, salió en libertad condicional.
Se sumaba a todo esto que los abogados de Hinckley utilizaron Taxi Driver para construir su defensa. La idea de la ficción que influye de forma perniciosa en los actos de un criminal, hoy ya un lugar común de discusión en nuestra cultura, adquiría aquí naturaleza judicial. El argumento era que la película podía ejercer una influencia malsana en un espectador vulnerable, a lo que la acusación esgrimía que la emulación de Hinckley del protagonista de Taxi Driver había sido “deliberada y consciente”, una forma de encauzar sus impulsos psicopáticos que acabarían mostrándose en cualquier caso de una u otra forma.
La película llegó a proyectarse en el juicio como prueba de la defensa. Hinckley, como había hecho una decena de veces antes, se quedó absorto ante la pantalla, hipnotizado por una obra de arte que le fascinaba. Solo apartó la mirada en dos ocasiones, con un gesto herido, incapaz de contemplar lo que estaba viendo. La primera, cuando Betsy (Cybill Shepherd) rechaza a Travis; la segunda, cuando Iris (Jodie Foster) abraza al proxeneta interpretado por Harvey Keitel. Los abogados consiguieron que Jodie Foster testificase en el juicio, a puerta cerrada, para entusiasmo del inculpado, que les contó a sus padres “¡Estaré con ella en la misma habitación!”. A ella nunca le dijeron que él estaría presente.
Tras ocho semanas de juicio, llegó el polémico veredicto. Hinckley fue declarado no culpable por causa de locura y en junio del 82 ingresó en el hospital psiquiátrico de San Elizabeth en Washington. Al poco de hacerlo publicaba otra carta en la que definía su tiroteo como “la mayor declaración de amor de la historia” y afirmaba que “todo el mundo conoce a John y Jodie”, comparándose con Romeo y Julieta. Tras años de sucesivos beneficios penitenciarios, Hinckley obtuvo la libertad vigilada en 2016.
Desde entonces, Jodie Foster ha evitado casi siempre hablar sobre lo ocurrido, introduciendo cláusulas en sus entrevistas que vetaban cualquier referencia al tema (él también tiene prohibido, como parte de su puesta en libertad, hablar con los medios). Se ha mostrado como una de las celebridades más celosos de su intimidad, en contraste con una niñez y adolescencia ante los ojos del público desde que empezó a trabajar como actriz a los tres años.
Para cuando Jodie Foster interpretó a Iris en Taxi Driver a los doce años, era el sostén económico de su familia y tenía más créditos cinematográficos a sus espaldas que los maduros Martin Scorsese y Robert de Niro. En medio de la vorágine tras el atentado a Reagan, la revista People publicó un artículo basado en la información que les había pasado otro estudiante de Yale al que ella ni conocía. En el texto se detallaba cómo vestía, qué comida tomaba, sus hábitos y sus amistades. Jodie se dio cuenta de que la habían estado observando desde el primer día. “No, la terrible experiencia de Hinckley no destruyó mi anonimato; sólo destruyó la ilusión de que lo había tenido”, escribía ella poco después en Esquire. “Todo hombre o mujer en este mundo tenía derecho a mirarme, señalarme y juzgarme porque… ese era mi trabajo”.
Tras una larga reflexión sobre la labor de los intérpretes que llegaba a la conclusión de que en realidad era cierto que el público “les conocía”, Jodie acababa afirmando: “El mayor crimen de John Hinckley fue la confusión de amor y obsesión. La trivialización del amor es algo que nunca le perdonaré”. Tiempo después, ella misma se referiría a ese texto como “Cuando lo recuerdo, me siento como una idiota. Era demasiado emotivo. ¿Pero qué puedo decir? Tenía 18 años. ¿Sabes lo que cuenta de mí sin que sea consciente? Explica que de un modo paranoico pienso que yo soy la responsable”.
Toda la confusión de aquella extraña época se resumía cuando Jodie contaba que un día un desconocido se le acercó y le preguntó: “¿No eres tú la chica que disparó al presidente?”. Han pasado varias décadas desde entonces y el triunfo de Jodie Foster es que la aseveración de John Hinckley no se cumplió. El atentado y su vinculación con Taxi Driver es hoy un episodio tangencial en su vida; mucha gente ni siquiera lo recuerda o sabe que sucedió. De Hinckley siguen saliendo noticias actualmente, como que está buscando trabajo como músico en California, mayormente alimentadas por la fascinación que provocan los criminales célebres. Pero ella es Jodie Foster por derecho propio, ganadora de dos Oscar, actriz, directora, una estrella por sí misma con una vida privada construida al margen de una historia dolorosa.
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